martes, 18 de noviembre de 2025

LA PROMESA

 

«LA PROMESA»
Damon Galgut (2021)


«Vuelves después de una larga desaparición y la superficie se cierra como si jamás te hubieses ido. La familia como arenas movedizas.»


ORÍGENES DE UN PROYECTO INCIERTO

Damon Galgut (DG) nació en Pretoria, Sudáfrica, en 1963. Superó un cáncer a los seis años y estudió Arte Dramático en la universidad de Ciudad del Cabo. Sus libros han sido traducidos a varios idiomas e incluso uno de ellos, The Qarry, ha sido llevado al cine. Actualmente vive en Ciudad del Cabo.

Tras haber sido preseleccionado dos veces para el Premio Booker, en 2003 por El buen doctor, y nuevamente en 2010 por En una habitación ajena, LA PROMESA fue galardonada con el Permio en 2021, lo que le convierte en el tercer sudafricano en ganarlo, tras Nadine Gordimer (El conservador, 1974) y J. M. Coetzee (galardonado en dos ocasiones: Vida y época de Michael K, 1983; y, Desgracia, 1999). La novela fue además preseleccionada para la Medalla Andrew Carnegie a la excelencia en ficción de 2022.

«Lo que he intentado transmitir en este libro es el paso del tiempo. El reto fue cómo registrar esos cambios en la familia, en cada miembro de la familia, cómo les cambia la cara, el cuerpo, la moral, las perspectivas, etc. Luego se me ocurrió que, si ampliaba un poco el enfoque del libro, también podía mostrar cómo había cambiado el país. Coetzee dice que la literatura procedente de Sudáfrica es el tipo de escritura que se espera de una prisión.» (Página dos, RTVE)

Son numerosos los escritores que han novelado sobre ese complicado equilibrio que es convivir con las personas que más te conocen, más te quieren y más pueden desquiciarte: entre otros Jane Austen, George Eliot, William Faulkner, E. M. Foster, Gabriel García Márquez, Nathaniel Hawthorne, J. D. Salinger o Virginia Woolf. Los conflictos familiares son tan antiguos como la humanidad y tan presentes como la propia existencia, como ejemplifica la advertencia de Cicerón: «Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros

En su génesis están dos conversaciones de un DG en la encrucijada de escritor sin ideas y con la sensación de haber agotado su periodo creativo con dos amigos que le abrieron la posibilidad de un nuevo proyecto narrativo. Por una parte, la conversación con un dramaturgo diez mayor que él, que le refirió jocosamente anécdotas de su experiencia cercana en cuatro funerales; y, por otra, la de otro amigo que le relato como en las últimas voluntades de un miembro de su familia se expresaba el deseo de trasferir unas tierras a una criada negra que había trabajado para su familia, y como su familia se resistió, frente a él, a ceder esas tierras. Y, cómo no, su propia experiencia: él fue criado por una negra, Salome (precisamente), a la que en un determinado momento, cuando la familia prescindió de ella, dejó de ver. Una crianza en un sistema frío pensado para separar a las personas (de distinta raza), generadora de una conexión frágil (que él, como niño, nunca llegó a comprender) y casi esquizofrénica de juntos-separados, que ha plasmado magistralmente en el libro: Las dos mujeres saben que no volverán a verse. Pero ¿por qué importa? El cariño las une y las aleja. Están unidas y separadas. Una de las extrañas y simples fusiones que mantienen cohesionado a este país. A veces a duras penas.

CRONOLOGÍA DE UN INCUMPLIMIENTO

En efecto, La promesa es una saga familiar que abarca cuatro décadas (30 años de historia sudafricana), cada una de las cuales presenta una muerte (y el correspondiente funeral) en una familia blanca de afrikáner que ha vivido durante generaciones en una granja de las afueras de Pretoria. Los Swart, familia en franca e imparable decadencia formada por los padres (Manie y su esposa Rachel) y sus tres hijos (Anton, Astrid y Amor).

La novela comienza en 1986, con la muerte, tras larga enfermedad, de Rachel. Antes de morir, le hace prometer a Manie, un último deseo: que Salome, su sirvienta negra (que les ha cuidado toda su vida y que la ha tratado con especial cariño durante su enfermedad), pueda quedarse con la casa Lombard (la casita que ocupa en la propiedad de la familia). Promesa que, casualmente escuchada por la hija pequeña, Amor, queda en el aire cuando Manie afirma en el velatorio no recordar haberla hecho y no muestra intención de cumplirla. Como el apartheid está en vigor, Salome no puede acudir al funeral de la señora, hecho que indigna a Amor. pero que el resto de la familia acepta con normalidad. Igualmente las leyes vigentes en ese momento, impiden que la criada sea propietaria.

Tras el fin del apartheid, la familia se reúne de nuevo en 1995, cuando Manie sufre la mordedura fatal de una cobra. Anton, tras desertar del ejército en 1986, ha pasado diez años llevando una vida inestable; Astrid se ha casado y tiene mellizos; Amor ha estado viviendo en Londres durante varios años. Ahora, Salome tiene el derecho legal de poseer la propiedad, pero el testamento de Manie no contempla la promesa hecha a Rachel, sino que hace a los tres hijos copropietarios de las tierras. Anton regresa a la granja y le asegura a Amor que cumplirá la última voluntad de su madre, pero el tiempo pasa y la promesa sigue sin cumplirse. Hecho que muestra que aunque ha cambiado la situación política, el racismo sigue dominando la vida cotidiana.

En 2004, Anton que se ha casado con Desirée, su novia de la infancia, está muy endeudado; Astrid que se ha divorciado y se ha vuelto a casar, vive con su segundo marido, Jake, en una protegida urbanización de lujo; Amor trabaja como enfermera en una sala de VIH en Durban, donde vive con Susan, su pareja de hace tiempo. A pesar de las súplicas de Amor, la promesa sigue sin cumplirse: Astrid y Anton continúan resistiéndose. En secreto, Astrid ha estado teniendo una aventura con el socio comercial de su esposo (un influyente político negro) y, después de que un sacerdote le negara la penitencia durante la confesión, es asaltada para robarle el coche, para ser asesinada a continuación. Antes de su funeral, Amor hace un último intento para que Anton cumpla la promesa: pero cuando se niega a apoyar el plan de su hermano para vender parte de las tierras de la granja, éste despechado se niega a hacerlo y Amor regresa a Durban, para no volver a verlo.

En 2018, Anton se ha hundido en el alcoholismo y en una profunda depresión debido a su matrimonio fallido, la impotencia, el trauma por el asesinato de una mujer negra en su época del ejército y la sensación de que ha desperdiciado su vida. Una noche, después de pelearse con Desirée, en un desasosiego etílico, se suicida. Amor, que ahora vive en Ciudad del Cabo después de haber dejado a su amiga y su trabajo en Durban, es finalmente informada por Salome de la muerte de su hermano. Siendo el único miembro vivo de su familia, le regala la granja familiar a Desirée, salvo la casa Lombard, que le transfiere legalmente a Salomé, cumpliendo finalmente el deseo de su madre y la promesa de su padre. También le cede a Salome su parte de la herencia de su padre, que hasta ahora se había negado a tocar.

TRAUMAS, FRACASO Y RELACIONES FALLIDAS

«Galgut es a la vez muy cercano a sus personajes problemáticos y algo irónicamente distante, como si la novela estuviera escrita en dos compases, rápido y lento, milagrosamente, esta distancia narrativa no aliena nuestra intimidad sino que emerge como una forma diferente de conocimiento.» (James Wood, The New Yorker)

Desarrolla así la vida de los miembros de esta desdichada familia. A lo largo de la novela, asistimos a los avatares vitales de los hermanos Swart, marcados por los traumas, las relaciones fallidas y el fracaso: desde una hermana infeliz y ambiciosa al hermano que vive a la sombra de un delito; y en medio de esa convulsión, contenida en 30 años de vaivenes políticos y sociales, la tenacidad de la hermana pequeña que, buscando alejarse del trauma generacional de su familia, se va a Londres de donde regresará sintiéndose responsable por la promesa incumplida; determinación que se vuelve más conmovedora a medida que avanza la novela, presentando la incómoda verdad sobre una posible redención en un tejido entrelazado de arrepentimiento.

Cada personaje enfrenta dilemas personales mientras representa un fragmento del tumultuoso viaje de Sudáfrica. Sus luchas individuales se entrelazan con la decadencia colectiva de su familia. Herman Albertus Swart (Manie), dueño de la granja y del principal negocio familiar (el parque de reptiles Scaly City), con el tiempo, entabla una estrecha amistad con Alwyn Simmers, un antiguo pastor afrikáner de la Iglesia Reformada, mientras su esposa, Rachel Swart, de soltera Cohn, se reconvierte al judaísmo mientras agoniza de cáncer.

Anton Swart, el hijo mayor, cuyo nacimiento no planeado fuera del matrimonio llevó a un casamiento que la familia consideró un error, es un personaje problemático que lucha con la culpa y la vergüenza, moldeado por experiencias traumáticas en el ejército, donde ha matado a una madre negra (lo que le lleva a desertar) y un matrimonio fallido con su novia de la infancia, Desiree. quien se involucra cada vez más con prácticas de la Nueva Era y el yoga, y terminará conviviendo con Moti, el líder de un ashram cercano. Astrid Swart, la hija mediana, encarna una vida de superficialidad, marcada por los secretos y la infidelidad: se convierte al catolicismo, tiene gemelos y dos matrimonios infelices (con Dean y Jake, respectivamente) que la llevan a una creciente desilusión. Amor Swart, la pequeña, dos veces herida en su infancia: la primera, a los 6 años, por un rayo; la segunda, a los 13, por la muerte de su madre. Dos heridas que, ya mujer, revive a cada instante de su vida, la primera por lo que tuvo de milagroso sobrevivir, la segunda por la orfandad que instaló en su existencia, y ante la cual, para seguir adelante, solo encuentra en la promesa de su padre una obstinada razón a la que aferrarse. Será la brújula moral de la historia, una especie de conciencia de la familia: dedica su tiempo a cuidar a enfermos de sida, se niega a aceptar el dinero familiar o a mantener el contacto, y es la única de la familia que busca cumplir la promesa

PERSONAJES EN SUDÁFRICA 

Promesa que opera como eje del drama, el punto de convergencia donde lo privado y lo público, lo íntimo y lo colectivo, la historia de los Swart y la historia de la Sudáfrica moderna confluyen encarnadas en esa mujer que en su agonía otorga la posesión de un bien al Otro, al segregado, al invisible, al relegado. De esa promesa emana un compromiso que desborda el marco de la habitación de la muerte e invade la nación entera, desplegándose como una impecable metáfora del fracaso (y también de la posibilidad de redención) de un país. DG se instala en esa metáfora desde la primera página y no la abandona hasta la última. En medio asistimos al desmoronamiento de un linaje y a la reinvención de una tierra.

DG presenta la evolución personal y sobre todo mental de los miembros de la familia y de toda su comunidad (desde los representantes religiosos al sin techo que habita el pórtico de la iglesia o el psicoterapeuta al que acude uno de los hermanos) con una habilidad cinematográfica que propicia un recorrido visual por el entorno y sobre todo interpreta el contexto, el modo y manera en que vive la familia. Porque no hay nada inusual o notable en la familia Swart, claro que no, se parecen a la familia de la granja de al lado y a la que hay a continuación, solo un puñado normal y corriente de sudafricanos blancos.

Porque la novela trata de mucho más que de los Swart, trata de Sudáfrica y el cambio radical que vive el país en poco tiempo, así que cada parte de la novela no solo mira hacia un personaje, también refleja una época distinta e importante del país. El lector descubre cómo la alienación de Anton, los fracasos matrimoniales de Astrid y el anhelo de redención de Amor reflejan los cambios sociales más amplios que ocurren durante sus vidas, dejando de este modo un completo y complejo retrato que queda marcado por Nelson Mandela, Thabo Mbeki o Jacob Zuma y que tiene personajes secundarios de lo más pintoresco. Entre otros, la tía tannie Marina, retrato de la vanidad y el desconcierto; su marido, oom Ockie, desconcertante y bebedor; Desirée, la esposa de Anton, niña rica que piensa que el mundo está donde está para tratar de complacerla, y ella está donde está para sentirse decepcionada por el mundo; el paastor Alwyn Simmers, eclesiástico codicioso, engreído y banal; el padre Timothy Batty, engreido sacerdote católico que negará la absolución a Astrid; Milos Pretorius, alias Moti, el yogui representante de la nueva orientación espiritual (tan vacía e interesada como las antiguas). Reducidos ejemplos de tantos certeros retratos y sucesos.

En suma, un amplio elenco de personajes complejos y bien definidos. No obstante, varios críticas han puesto de manifiesto que los personajes principales (los hermanos Swart) resultan indiferentes y que cuesta empatizar con ellos, llegando al punto de no importar lo que les suceda. Aspecto este que no ocurre con la caracterización de los secundarios. Quizá se deba a que la caracterización de los tres hermanos viene lastrada por su valor arquetípico: cumplir dentro de la historia la función metafórica de simbolizar con su devenir el del país, Sudáfrica.

Lo que si cabe destacar es la ausencia de voces negras, que parece señalar la desconexión continua dentro del paisaje sociopolítico de Sudáfrica. Esta ausencia es definitoria y forma parte del objetivo de DG de reflejar una terrible verdad sobre los blancos de Sudáfrica: dado que todas familias blancas, incluso las más desfavorecidas, tienen a una persona negra a sus servicio, la cultura histórica ha determinado que vean al negro como una función, no como una persona, tal como reconoce el personaje de Lexington, el chofer negro de la familia: Yo solo hago, no pienso. Al utilizar predominantemente la mirada blanca, la novela expone como el privilegio ciega a los privilegiados, proclamando la importancia de reconocer la historia y las historias que a menudo han sido pasadas por alto. Aparte de la ausencia de voz, resulta relevante la mirada blanca sobre ciertos aspectos: así, se caracteriza a Hendrik Verwoerd (político sudafricano conocido como el Arquitecto del apartheid) como «un gran hombre», y al encuentro entre François Pienarr (capitán del equipo de los Springboks) y Nelson Mandela como el de «un bóer corpulento y un viejo terrorista». Salome, víctima de la injusticia del apartheid, no es tanto un personaje como el reflejo de las consecuencias de las políticas de segregación racial: lleva toda la vida en la granja, o al menos esa es la sensación que da. Mi abuelo siempre hablaba de ella en estos términos, ah, Salome venía con las tierras. Su hijo, Lukas, es retratado como iracundo e ingrato. Por otra parte, el primer personaje negro con una voz significativa es un ladrón de coches asesino, aspecto al que se suman un político negro corrupto, una policía negra también corrupta o un sintecho visionario.

En este sentido, resulta significativa la elección del apellido de la familia protagonista, Swart: en afrikáans significa negro. Este recurso a una palabra tan elocuente ilumina el carácter paradójico de la historia de Sudáfrica, donde una minoría de la población (20 %) impuso, entre 1948 y 1992, un sistema de segregación racial a la mayoría restante.

ESTRUCTURA Y NARRADOR

Pero no sólo es interesante lo que cuenta, sino cómo se cuenta. En este sentido, el libro tiene dos aspectos muy distintivos. El primero tiene que ver con su estructura cíclica. La novela, a partir de una concepción teatral, se divide en cuatro partes (actos) con un título revelador (cuyo significado no se tarda en descubrir: en la segunda parte ya queda claro) y separados en el tiempo, cuyas escenas se articulan en torno a una muerte y un funeral.

En efecto, se narra en intervalos discretos de cuatro secciones, basadas en el funeral de un miembro de la familia, cada una de las cuales lleva el nombre del miembro que fallece como título. Cada sección comienza con las circunstancias de la muerte (cáncer, mordedura de serpiente, asesinato y suicidio). Cada funeral coincide con un momento importante de la historia sudafricana (el apartheid, la victoria en la Copa Mundial de Rugby, la investidura de Mbeki y la dimisión de Zuma). Cada uno se desarrolla en una estación del año diferente (primavera, invierno, otoño y verano, respectivamente). Cada uno incluye detalles sobre el cadáver y la perspectiva de la persona que lo prepara para el entierro (presentando en detalle sus pensamientos y sus creencias) y cómo sus opiniones chocan en gran medida con las creencias de los demás miembros de la familia. Y cada uno incluye la tentativa de Amor para que se cumpla la promesa.

El segundo aspecto es la voz narrativa, diferente y muy personal que DG convierte en un permanente despliegue de sorpresas. Un narrador omnisciente, muy deliberado e intrusivo, que salta sin esfuerzo de personaje en personaje: entra en el cuerpo un personaje secundario (como un indigente o un criminal) e incluso en el de un chacal o un cadáver, con igual significación con la que ocupa a los caracteres centrales de la familia Swart. Alterna entre la tercera, la primera o la segunda persona para narrar el punto de vista, dirigiéndose a veces directamente al lector y otras veces con breves apuntes corales en primera persona del plural. Una voz omnisciente que sabe explorar la privacidad de los personajes, los cambios y la desintegración de Sudáfrica, pero también todo lo que se tercie, desde la anatomía de un animal al detalle de un paisaje.

Técnica que otorga, como se ha dicho, una calidad fílmica a la prosa.  De hecho, DG en la presentación del libro en Madrid contó que cuando estaba escribiendo la novela recibió el encargo (muy bien remunerado) de escribir un guion cinematográfico, dejó la novela y se sumió en la escritura del guion, trabajo que le confirió un pensamiento visual. Terminado el guion, al retomar la novela la experiencia le ayudó a dar el enfoque final a su escritura. Así configuró a este narrador como una inusual cámara narrativa, pues a diferencia de la cámara fotográfica, además de permitir alejarse (aportando frialdad) o acercarse (confiriendo calidez), le permite adentrarse en los personajes (confiriendo total intimidad). E incluso va más allá: dispensa, por una parte, al narrador la potestad del montaje, facilitando así la transición de un personaje a otro, de una escena a otra o la confrontación del punto de vista de los personajes (de hecho, a veces dialoga con ellos, como si conviviesen); pero también, por otra, la capacidad (como en el teatro moderno) de interpelar al lector, e incluso a meterlo en el entramado de la historia: y si no se ha mencionado antes el lugar de origen de Salome es porque no has preguntado, no te interesaba saberlo

Y si bien es cierto que este estilo narrativo dislocado puede desorientar inicialmente (al pasar de un personaje a otro sin avisar y mezclan continuamente diálogos, pensamientos, intenciones y recuerdos), enseguida se sabe quién está hablando, a quién pertenece cada voz, y se hace evidente que constituye un recurso que enriquece la profundidad emocional de la historia. Sea como fuere, hay algo pujante en el manejo que DG logra de este recurso, pasando de primera a tercera persona confiere a la narración, dada la multitud de personajes, un sentido coral: una especie de colectividad nosotros-ellos rigurosa y ética, que sostiene la obra desde la perspectiva de la forma, al tiempo que muestra múltiples voces que amplían la visión de la familia y el país, en particular, y del mundo, en general

[El narrador de la novela ocupa] «un espacio indistinto, a medio camino entre la primera y la tercera persona, pasando de un enfoque estricto en un solo personaje a una visión más penetrante e independiente, a menudo dentro de un solo párrafo. Hay mucho discurso indirecto libre y secciones escritas en algo que se aproxima a la corriente de conciencia de Joyce.» (Jon Day, The Guardian)

En efecto, DG emplea un estilo narrativo único, moviéndose entre la perspectiva de diferentes personajes, establece una estructura que crea un efecto de retrospectiva y una visión fragmentada y variable de los acontecimientos, y destila ironía y un fino humor negro muy medido, que no ensombrece una fuerte crítica social y política. Porque DG ha concebido su novela como una especie de representación teatral en la que nada es casual y la forma de contar las cosas choca con la dureza de muchos momentos, dando como resultado un contraste turbador.

ESTILO INNOVADOR

Pero, por si sola esta voz sería solo una exhibición de destreza si no estuviera al servicio de una historia a la altura, con un subterráneo impacto emocional y un perturbadora apuesta ética de fondo. Ese virtuosismo va ligando los diversos elementos con prosa cadenciosa, impulsando una historia áspera que, sin embargo, de manera muy moderna, no evita la escatología ni escapa al humor y la belleza. La novela, sin duda, combina una profunda crítica social con ironía y humor negro, haciéndola más entretenida. DG tira, por ejemplo, de ironía cuando sus personajes comentan si las cosas se parecen (o no) a una novela o intentan, sin éxito, escribir una novela autobiográfica, o tienen nombres ridículos (como el soldado Payne o los detectives Olyphant y Hunter).

Una escritura tan sorprendente como saltarina, como apuntes que en realidad son apreciaciones palmarias; trufada de sabias reflexiones puestas en las voces de los distintos (y tan variados) personajes, sin entorpecer la narración. No en vano, el jurado del Premio Booker destacó la «espectacular demostración de cómo la novela puede hacernos ver y pensar». Y lo hace, sobre todo, introduciéndose en los personajes, en cada uno de ellos, que van apareciendo en constante alternancia. Creando así una narración a partir de sobreentendidos y esa escritura entrecortada. Así es como DG ha solucionado uno de los problemas clásicos de la prosa novelística, el de la continuidad entre escenas, al tiempo que ha logrado resolver el asunto (tan complicado) de la verosimilitud.

El estilo y la narración modernista (representación realista. juego con las expectativas del lector, tendencia a psicoanalizar a sus personajes mediante el empleo de técnicas como el monólogo interior, la mezcla de argot callejero con un lenguaje más elaborado…) de DG han sido comparados con la tradición de William Faulkner, Virginia Woolf o James Joyce. También se ha comparado con Desgracia, de J. M. Coetzee, comparación que no parece pertinente por cuanto DG deja espacio, si no a la esperanza, al menos a la dignidad, mientras en Desgracia, nadie (ni los perros) se salvan las convicciones desesperanzadas de Coetzee. Siendo el fiel reflejo de una sociedad convulsa, en la que conviven distintas etnias, religiones y culturas, en medio de esa conflictividad social DG ofrece un rayo de esperanza, personificado en Amor (el nombre no puede ser casual), quien, fiel a sus principios y con un sentido de la justicia del que carecía su familia, da un giro a los proyectos familiares.

La acogida de la crítica ha sido generalmente entusiasta, ensalzado unánimemente esa estructura y una narración que mezcla la perspectiva de los personajes y los acontecimientos sociales y políticos de Sudáfrica, aunque no han faltado quienes han criticado la trama central (la promesa de ceder la casa a la criada), considerándola pobre y casi inexistente; así como el estilo narrativo, considerándolo caótico y desordenado, al alternar entre primera, tercera y segunda persona sin un hilo conductor claro.

Sea como fuere, no quiero dejar de destacar la sutil reflexión a la lectura como comunicación interna (dentro del cerebro del lector) que a diferencia de cualquier otra (oral, cinematográfica, etc.) hace que las palabras recreen en nuestro interior una realidad basada en nuestra vida, conocimientos, sentimientos, contexto, etcétera, que determina que la lectura de un libro sea una experiencia única para cada lector.

TEMÁTICA AMBICIOSA

El paso del tiempo y sus consecuencias (incluida, la más extrema, la muerte) es el tema axial de la obra ya desde su origen. En este sentido, aparece la reflexión sobre el cuerpo en la novela, como no podía ser de otra manera, pues el paso del tiempo tiene sus consecuencias sobre el cuerpo hasta llegar al final, con la muerte. La presencia física corporal con todos sus aspectos incluidos los escatológicos (que todos sufrimos y que todos aparentamos no experimentar) está presente en cada capítulo de la novela.

Y en torno a ese eje, la novela explora una gran variedad de temas como las relaciones familiares, la vida y la muerte, la herencia del pasado (apartheid), la responsabilidad moral, el arrepentimiento, el peso de las promesas, la identidad, la justicia social y la reconciliación. Lejos de presentar soluciones fáciles, más bien muestra la complejidad de estos temas en un contexto histórico específico.

Pero la familia está en primer plano y solo como trasfondo y contexto está Sudáfrica y su historia reciente. De ese modo el autor introduce temáticas típicamente familiares: celos, infidelidades y cambio en el tipo de relaciones entre los hermanos. Y, a partir de ahí, también refleja, como se ha dicho, el contexto histórico de Sudáfrica: la familia representa al país y la historia familiar sirve de analogía a la historia del país, configurando un fresco de la realidad nacional. Claro ejemplo es la coincidencia de los funerales con eventos importantes a lo que se suman las muertes (y su naturaleza simbólica), la necesidad de comprensión y ajuste de cuentas (e incluso, de verdad y reconciliación) que surge de ellas, el análisis del estado de descomposición de los cuerpos (que representan a la nación), con las secuelas del apartheid y la transición hacia una sociedad más justa. De una sociedad segregada a la liberación que supone primero el ascenso político de Nelson Mandela (de la celda al trono, jamás pensé que vería algo así) y el advenimiento posterior de Thabo Mbeki, (muy cercano en relaciones sociales a Astrid) o Jacob Zuma, la novela transita por los conflictos raciales, pero también por los religiosos, interesándose incluso por la espiritualidad alternativa; por los bajos fondos y la resolución de deudas; por el abuso del alcohol, pero también por la exaltación de los símbolos externos del poder, con los enredos amorosos. Narra, en suma, la pérdida del privilegio, la inversión de los órdenes, el paso de un Estado fascista, con sus fielatos y dogmas, a un país democrático, con sus imperfecciones y su intento de consagración de la igualdad.

Sudáfrica es el país más rico de África, pero el reparto de la riqueza es muy desigual: aproximadamente el 1% de la población posee el 70% de la riqueza. Por otra parte, es un país en el que casi el 80% de los habitantes son negros, pero en el que los blancos siguen teniendo mucho poder: han perdido el poder político, pero siguen afianzados en sus privilegios, lo que provoca un clima de inestabilidad y violencia. Por eso, no es de extrañar que un personaje afirme en un determinado momento: El apartheid ha caído, ahora nos morimos uno al lado del otro, en íntima proximidad. Solo nos queda por resolver lo de vivir juntos.

TEMÁTICA ¿ENGAÑOSA?

Las fisuras morales de la familia Swart como alegoría de la Sudáfrica post-apartheid y la promesa de los blancos a los negros constituyen la brillante urdimbre de la novela, pues «a medida que los miembros de la familia encuentran razones para negar o aplazar la herencia de Salome, la promesa moral (el potencial o la expectativa) de la próxima generación y de la nación misma se muestra igual de comprometida que la de sus padres.» (Jon Day, The Guardian). Es más, la historia familiar como espejo de la nación, configura a Sudáfrica (casi) en personaje central de la narración. Porque, la metáfora subyacente de la promesa de la familia resuena a lo largo de la novela, sirviendo como apunte de las historias no resueltas y las promesas que enfrentan las comunidades marginadas (ejemplo paradigmático es el diálogo entre Lukas y Amor en el capítulo final del libro). La representación de la disfunción familiar refleja la desintegración nacional, destacando cómo los fracasos personales y sociales se entrelazan.

Aunque algunos críticos sienten que el libro no cumple con la promesa de ser una intrahistoria de Sudáfrica, diluyéndose en exceso en las historias personales y dejando de lado la crítica social que parecía prometer, la promesa del título intercalada a lo largo de la historia representa algo más que el compromiso familiar con Salome. Lo cierto es que, a medida que los personajes experimentan pérdidas, el peso de su promesa no resuelta pesa sobre ellos y cada funeral, que marca una década en la historia de la familia, significa no solo una pérdida personal, refleja la decadencia de sus lazos familiares, un ciclo de promesas rotas (y las consecuencias que estas generan) y las oportunidades de cambio perdidas. De ahí que, a medida que avanza la novela, en cada capítulo la desintegración de la familia se corresponde con momentos cruciales en la historia de Sudáfrica. La narración sobre el derecho de Salome a su tierra prometida se convierte en una poderosa declaración sobre la tierra, el legado y el impacto duradero del colonialismo, convirtiendo al lector en testigo de la historia de los Swarts/Sudáfrica: un hilo tejido a través de la apatía personal, el conflicto y el cuestionamiento moral.

A raíz de estos aspectos algunos críticos han puesto en entredicho el punto de vista de DG. Fijándose en ciertas afirmaciones del autor: «algunos se están marchando del país y llevándose su dinero. Yo no estoy entre ellos —todavía—, pero por primera vez la idea me ronda la cabeza y no se me quita de la cabeza.», al final de su artículo Jacob Zuma y el momento decisivo de Sudáfrica en The New Statesman; o «ser un hombre blanco en Sudáfrica hoy en día supone una desventaja, ya que todo está en tu contra». en el club de lectura de Radio 4 Front Row Booker. Aparte del hecho de que DG tuviera 30 años antes de que Sudáfrica celebrara elecciones democráticas y que hiciese el servicio militar obligatorio en el ejército del apartheid.

Toda esta controversia, muchas veces vacía, se basa en extractos de declaraciones descontextualizados del texto completo y la confluencia biográfica con el apartheid no indica nada más allá de su coincidencia temporal (según esto, todos los varones nacidos en la década de 1940 en España, serían franquistas reconocidos). Además, el propio DG ha reconocido que la novela le ha supuesto en su país una fuerte contestación crítica por su análisis del privilegio.

Y MUCHO MÁS…

Sin duda el objetivo de DG no ha sido dar una imagen desfavorable de su país, sino presentar el espíritu de cada una de las décadas a través de las que se mueven los personajes de la novela con sus luces y sus sombras: una trayectoria que va desde el apartheid, pasando por las enormes expectativas creadas en torno a Mandela, hasta el desencanto creciente con Mbeki y Zuma. Porque DG no se considera un guía moral, sino un escritor que con su mirada pretende incomodar al lector. No trata de orientar, ni dar soluciones o proponer narraciones cerradas, sino de plantear al lector determinadas cuestiones (de ahí este narrador interlocutor).

Así plantea el tema de la posesión y la resistencia a cederla. El fondo de la novela no es tanto la tierra (quién la ha poseído, quién la posee y quién la poseerá), sino la resistencia a ceder algo que, aun careciendo de valor (y que, por tanto, uno no valora), consideras tuyo. La tierra, aquí, tiene un fuerte componente simbólico, como el lugar que sintiéndolo tuyo, desarrolla el sentido de pertenencia, de arraigo. De modo que esa tierra tuya es la que sientes como país. La posesión lleva al sentido de pertenencia y este a sentirte ciudadano del país (a los negros sudafricanos se les negó la pertenencia y por tanto la ciudadanía: con el apartheid eran desarraigados)

Y es que, en 1994, el régimen cedió el poder político, pero conservó el económico: las leyes del apartheid desaparecieron y se produjo un cambio institucional, pero se mantuvo la misma situación económica, produciéndose la paradoja de que aunque políticamente se hubiera dado un cambio, sin la posibilidad de cambiar de clase, no ha sido posible cambiar el futuro.

Independientemente de todo ello, Sudáfrica ha vivido una historia reciente turbulenta y dura, que DG ha encontrado la forma de relatar con una voz única: formula un examen dramático de la familia, la raza y los sueños incumplidos de una nación. Su habilidad para entrelazar tragedias individuales en una narrativa colectiva muestra las complejidades de las relaciones personales y las obligaciones sociales: es un reflejo de la compleja y evolutiva identidad de Sudáfrica, un recordatorio de las promesas hechas y rotas, con implicaciones perdurables para la reconciliación personal y nacional: en este sentido, la realidad posterior al apartheid muestra que incluso después del cumplimiento de la promesa original, aún existen obstáculos; una reclamación de tierras por parte de una familia desplazada durante el apartheid pone en riesgo la propiedad de Salome. Todo un guiño narrativo: la historia continúa…

Además, compromete al lector a afrentar verdades incómodas sobre el privilegio y la responsabilidad mientras lo induce a considerar las voces que se han perdido en las sombras de la historia. Al involucrarse con el pasado, anima a reflexionar sobre los roles dentro de las familias y en la sociedad en general. Y eso es lo importante, lo demás, como diría el narrador, no os importa demasiado.

«De ese modo la gente se compadece de sí misma, empapada de tristeza por lo que ha perdido, sin tener conciencia de otras pérdidas cercanas que ellos mismos han provocado.»

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