«YO, CLAUDIO»
Robert Graves (1934)
«Y pensaba también en las
oportunidades que tendría como emperador, para consultar archivos secretos y
descubrir que había sucedido en tal ocasión y en la otra».
POETA FAMOSO
POR SU NARRATIVA
Rober Graves (Wimbledon, 1895 - Deià, 1985) se consideraba,
ante todo, poeta. Por eso resulta
curioso que su obra más
conocida, YO, CLAUDIO, sea precisamente una
novela, y lo es más aun que el motivo de su
escritura fuera la mera subsistencia, según él mismo
afirmaba siempre que hablaba de ella. Instalado en Mallorca, concretamente en Deià (desde 1929 hasta su muerte, en 1985),
allí escribirá esta novela que, junto con su secuela, Claudio,
el Dios, y su esposa Mesalina (en realidad, ambas constituyen un solo libro en dos partes), le proporcionaría,
como ninguna otra, fama, lectores y dinero.
En general, Graves consideraba sus novelas, incluidas estas dos, obras
alimenticias (tal como calificaba el director de cine Luis Buñuel muchas de sus
películas). Pero estaba en un error, porque, sin duda, estas dos constituyen
posiblemente sus mejores escritos: hoy ya se
consideran ejemplos perfectos de novela histórica, además de serlo también de lo que se ha dado en
llamar "long-seller", es decir
un éxito de ventas que se mantiene a lo largo del tiempo. El origen de la
novela hay que buscarlo en la traducción que realizó Graves de La
vida de los doce Césares de Suetonio, aunque dicha traducción no se publicaría hasta 23 años después (1957) de la aparición de
la novela (1934), seguida ese mismo
año por Claudio, el Dios. El éxito, desde entonces, será definitivo,
convirtiéndose en un clásico moderno.
Éxito que no se ha
extinguido, ha continuado: se ha venido reeditando repetidamente, sobre todo a
partir de los años cincuenta del pasado siglo; y, después, en los setenta, la
serie televisiva británica de la BBC, protagonizada por el gran actor Derek
Jacobi
(Cla-Cla-Claudio), determinó
que se leyese incluso en España, donde hasta ese momento
había pasado desapercibida y sólo podía
encontrarse en traducciones sudamericanas.
NOVELA
HISTÓRICA, NO HISTORIA
¿Pero,
cuáles han sido las claves de ese éxito rotundo?
Uno de sus rasgos definitorios, a diferencia de otras obras del autor, es el humor que, junto a la ligereza narrativa, la habilidad en el relato de anécdotas y
situaciones y la magistral construcción de personajes, determina que se lea con regocijo,
interés y con el deseo de que no termine (afán que constituye el mejor cumplido
que puede hacérsele a una obra).
Graves escribió una novela histórica, sí, pero no
historia: partiendo de personajes
históricos, inventa lo que quiere y le da la gana. Eso sí, sobre la base de una minuciosa documentación
y un estricto ajuste al momento histórico. Adopta la posición de autor-dios (omnipresente) que despliega los personajes y sus acciones en función de
lo que pretende contar: opción estilística ciertamente arriesgada en unos momentos en que la novela, sobre todo la europea,
apostaba por la obra abierta, en la que el lector
construye el relato completando lo que el autor le propone (lo que ha intentado
Ali Smith en Otoño, sin conseguirlo), mientras que Graves nos cuenta su historia al viejo estilo. Además, como se ha dicho, opta por
la ligereza para evitar caer en la solemnidad, logrando nuestra sonrisa y
complicidad, consiguiendo así, de paso, nuestro agradecimiento e interés, de
modo que quienes le hemos leído ya no le olvidamos.
LA
IMPORTANCIA DE LOS SECUNDARIOS
La novela, planteada narrativamente como una autobiografía, está contada pues en primera persona (narrador subjetivo), por el propio Claudio, que supuestamente escribe (en el año 41 de nuestra era) su propia vida, desde su
nacimiento hasta el momento en que se convertirá en Emperador. Ello le permite
a Graves, no
sólo contar los hechos históricos, sino
introducir reflexiones sobre prácticamente todo: la familia, la
literatura, el poder, la psicología humana, el amor, etcétera.
Por sus casi
cuatrocientas páginas desfilan muchísimos personajes, desde el astuto Augusto y la ambiciosa Livia (lady Macbet a su lado no era nada),
al sanguinario Tiberio, el desequilibrado Calígula o la sensual Mesalina, además de muchos otros cuya simple enumeración ocuparía, sin duda, una reseña
entera. En contra de lo que podría suponerse, esto no constituye un defecto, pues no produce en
absoluto una trama enrevesada, plagada de personajes con nombres latinos en la
que el lector se pierde irremisiblemente. Por el contrario, los personajes van apareciendo dentro de la "biografía" de
Claudio, y de la "historia" de Roma, con su singular personalidad: se trata de secundarios muy bien trabajados y, entre todos cual
primorosas teselas, componen una especie de mosaico que al final nos
proporciona una imagen cercana y detallada de la
Roma de esa época.
La rememoración de un tiempo pasado se constituye, por
partida doble, en la esencia de la obra: para el protagonista, Claudio, la de su
propia vida; para el lector, la de la Roma
imperial.

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