viernes, 26 de abril de 2024

YO, CLAUDIO

 

«YO, CLAUDIO»
Robert Graves
(1934)

 


«Y pensaba también en las oportunidades que tendría como emperador, para consultar archivos secretos y descubrir que había sucedido en tal ocasión y en la otra».


POETA FAMOSO POR SU NARRATIVA

Rober Graves (Wimbledon, 1895 - Deià, 1985) se consideraba, ante todo, poeta. Por eso resulta curioso que su obra más conocida, YO, CLAUDIO, sea precisamente una novela, y lo es más aun que el motivo de su escritura fuera la mera subsistencia, según él mismo afirmaba siempre que hablaba de ella. Instalado en Mallorca, concretamente en Deià (desde 1929 hasta su muerte, en 1985), allí escribirá esta novela que, junto con su secuela, Claudio, el Dios, y su esposa Mesalina (en realidad, ambas constituyen un solo libro en dos partes), le proporcionaría, como ninguna otra, fama, lectores y dinero. En general, Graves consideraba sus novelas, incluidas estas dos, obras alimenticias (tal como calificaba el director de cine Luis Buñuel muchas de sus películas). Pero estaba en un error, porque, sin duda, estas dos constituyen posiblemente sus mejores escritos: hoy ya se consideran ejemplos perfectos de novela histórica, además de serlo también de lo que se ha dado en llamar "long-seller", es decir un éxito de ventas que se mantiene a lo largo del tiempo. El origen de la novela hay que buscarlo en la traducción que realizó Graves de La vida de los doce Césares de Suetonio, aunque dicha traducción no se publicaría hasta 23 años después (1957) de la aparición de la novela (1934), seguida ese mismo año por Claudio, el Dios. El éxito, desde entonces, será definitivo, convirtiéndose en un clásico moderno.

Éxito que no se ha extinguido, ha continuado: se ha venido reeditando repetidamente, sobre todo a partir de los años cincuenta del pasado siglo; y, después, en los setenta, la serie televisiva británica de la BBC, protagonizada por el gran actor Derek Jacobi (Cla-Cla-Claudio), determinó que se leyese incluso en España, donde hasta ese momento había pasado desapercibida y sólo podía encontrarse en traducciones sudamericanas.

NOVELA HISTÓRICA, NO HISTORIA

¿Pero, cuáles han sido las claves de ese éxito rotundo? Uno de sus rasgos definitorios, a diferencia de otras obras del autor, es el humor que, junto a la ligereza narrativa, la habilidad en el relato de anécdotas y situaciones y la magistral construcción de personajes, determina que se lea con regocijo, interés y con el deseo de que no termine (afán que constituye el mejor cumplido que puede hacérsele a una obra).

Graves escribió una novela histórica, sí, pero no historia: partiendo de personajes históricos, inventa lo que quiere y le da la gana. Eso sí, sobre la base de una minuciosa documentación y un estricto ajuste al momento histórico. Adopta la posición de autor-dios (omnipresente) que despliega los personajes y sus acciones en función de lo que pretende contar: opción estilística ciertamente arriesgada en unos momentos en que la novela, sobre todo la europea, apostaba por la obra abierta, en la que el lector construye el relato completando lo que el autor le propone (lo que ha intentado Ali Smith en Otoño, sin conseguirlo), mientras que Graves nos cuenta su historia al viejo estilo. Además, como se ha dicho, opta por la ligereza para evitar caer en la solemnidad, logrando nuestra sonrisa y complicidad, consiguiendo así, de paso, nuestro agradecimiento e interés, de modo que quienes le hemos leído ya no le olvidamos.

LA IMPORTANCIA DE LOS SECUNDARIOS

La novela, planteada narrativamente como una autobiografía, está contada pues en primera persona (narrador subjetivo), por el propio Claudio, que supuestamente escribe (en el año 41 de nuestra era) su propia vida, desde su nacimiento hasta el momento en que se convertirá en Emperador. Ello le permite a Graves, no sólo contar los hechos históricos, sino introducir reflexiones sobre prácticamente todo: la familia, la literatura, el poder, la psicología humana, el amor, etcétera.

Por sus casi cuatrocientas páginas desfilan muchísimos personajes, desde el astuto Augusto y la ambiciosa Livia (lady Macbet a su lado no era nada), al sanguinario Tiberio, el desequilibrado Calígula o la sensual Mesalina, además de muchos otros cuya simple enumeración ocuparía, sin duda, una reseña entera. En contra de lo que podría suponerse, esto no constituye un defecto, pues no produce en absoluto una trama enrevesada, plagada de personajes con nombres latinos en la que el lector se pierde irremisiblemente. Por el contrario, los personajes van apareciendo dentro de la "biografía" de Claudio, y de la "historia" de Roma, con su singular personalidad: se trata de secundarios muy bien trabajados y, entre todos cual primorosas teselas, componen una especie de mosaico que al final nos proporciona una imagen cercana y detallada de la Roma de esa época.

La rememoración de un tiempo pasado se constituye, por partida doble, en la esencia de la obra: para el protagonista, Claudio, la de su propia vida; para el lector, la de la Roma imperial.

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