«UN VIEJO QUE LEÍA
NOVELAS DE AMOR»
Luis Sepúlveda (1989)
«los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre civilizado: el desierto»
EN MEMORIA DE LUIS SEPÚLVEDA
Luís Sepúlveda (Ovalle, Chile, 1949 – Oviedo, 2020) fue el primer paciente
de coronavirus COVID-19 en Asturias, tras regresar a
Gijón, donde residía
desde hacía años, del festival literario Correntes d'Escritas, en Portugal,
y lo
ingresaron en el HUCA, en cuya UCI
permaneció 48 días en coma y con respiración asistida hasta su
fallecimiento, el 16 de abril de 2020. En su recuerdo parece oportuno revisar una
de sus principales obras (quizá la mejor): UN VIEJO QUE LEÍA HISTORIAS DE AMOR, que, escrita en el año 1988, supuso un éxito
tan rotundo que se tradujo a 60 idiomas, alcanzó los 18 millones de libros
vendidos después de su publicación, y fue llevada al cine (con guion del propio
escritor) por el australiano Rolf de Heer (e interpretada por Richard Dreyfuss).
También en España supuso el descubrimiento literario para este escritor chileno, residente en aquel momento en Alemania.
Viajero (mientras viajaba, escribía), periodista, ecologista y cuentista
(como a él le gustaba calificarse), publicó el primero de sus libros a los 20
años. Pero sería esta novela, con la que ganó el Premio
Tigre Juan (Oviedo, 1989) y que se convirtió como se ha dicho en
uno de los grandes éxitos de la narrativa hispanoamericana, la que lo dio a
conocer en nuestro país.
Sus obras se inscriben en la corriente
hispanoamericana que se había
separado del realismo mágico y se planteaba, de una manera creíble la magia de
la realidad: pretendiendo contar historias con un trasfondo moral, comprometido. En esta novela, que se lee de un tirón, el
fondo no es otro que el del respeto y
el equilibrio ecológico.
EL HOMBRE Y LA SELVA
El encanto del libro proviene, sobre
todo, del mundo que describe (la selva palpitante y poderosa) y un
entrañable protagonista, Antonio José Bolívar Proaño, fiel a indígenas y
animales por encima de todo. Vive en El Idilio, una aldea remota de la región
amazónica. Allí llegó hace años, como muchos otros colonos, con su esposa,
Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, tras abandonar su
tierra natal, San Luis (un poblado serrano, próximo al volcán Imbabura),
pues la esterilidad de la pareja, en un mundo supersticioso como el serrano,
les dejaba pocas salidas y todas francamente humillantes. Pero el ambiente y la
vida se cobran pronto sus víctimas: los colonos mueren como moscas, atacados
por las enfermedades tropicales, sobre todo el paludismo. Su esposa será una de
esas primeras víctimas.
Viudo, solo y desarraigado no puede
regresar a su tierra, porque los pobres lo perdonan todo, menos el fracaso.
Encontrará, su lugar accidentalmente (por no decir milagrosamente, pues
sobrevive a la mordedura de una serpiente), junto a los indios shuar (mal
llamados jíbaros). Ellos le enseñan a conocer la Selva y sus leyes, a
respetar a los animales y a los indígenas que la pueblan, pero también a cazar
como ningún blanco, En este pueblo que lo acoge y respeta, tendrá incluso un
compadre: su amigo y compañero Nushiño (Para eso son los amigos. Para
celebrar las gracias del otro), cuya muerte determinará su iniciación en la
caza del hombre y su apartamiento definitivo de los shuar.
LAS NOVELAS DE AMOR
Sigue una etapa oscura de su vida «y
por primera vez se vio acosado por el animal de la soledad, Bicho astuto,
Atento al menor descuido para apropiarse de su voz condenándolo a largas
conferencias huérfanas de auditorio». Hasta que un día se encuentra con los
libros: una biografía de San Francisco de Asís (no podía ser otro
que el amigo de los animales): delicioso episodio, donde descubre que sabe
leer. La fiebre de la lectura le subyuga, sobre todo cuando descubre que hay
muchos tipos de libros, entre los que prefiere, por encima de todo, las
novelas de amor («del verdadero, del que hace sufrir») que dos veces
al año le lleva el dentista Rubicundo Loachamín para distraerle en las
solitarias noches ecuatoriales de su incipiente vejez. Mediante su lectura
intenta distanciarse de la fanfarrona estupidez de ese alcalde cuyo apodo,
"la Babosa", define perfectamente su carácter; o la de los codiciosos
forasteros que creen dominar la selva porque van armados hasta los dientes pero
que no saben enfrentarse a una fiera enloquecida cuando le han matado a sus
crías. Precisamente una hembra de tigrillo, desesperada por las heridas
infringidas a su macho moribundo, se convertirá en motivo central de las
acciones y reflexiones de la novela, hasta llegar al sorprendente y delicioso
final que resume y proyecta claramente el mensaje de la obra.
Las aventuras y emociones del viejo
Bolívar, narradas con un lenguaje pulido, escueto y preciso, son de las
que difícilmente se olvida. Además, en un mercado editorial caracterizado por
los novelones, tochos de más de 500 páginas sobre fantasías casi siempre
alienantes y estupideces sentimentales, reconforta adentrarse en una obra intensa,
concisa, breve (lo bueno, si breve, dos veces bueno, que decía Gracián)
y, sobre todo, actual, pues el punto de vista de Simón Bolívar Proaño, el del
hombre frente a la naturaleza y la vida, no sólo perdura, sino que cada día se
muestra más vigente y perentorio. Y no hay más que decir, porque los shuar
se alejan al finalizar una historia, evitando las preguntas engendradoras de
mentiras.

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