«LOS ABISMOS»Pilar Quintana
(2021)
«Di
un paso. Ellos me percibieron y se volvieron hacia mí. Mi mamá tirada en la
cama y mi papá con los ojos como piedras. Caminó hacia la puerta y la cerró de
un manotazo. Los gritos se acabaron. Ahora no se escuchaba nada. Solo el
silencio. Solo el abismo de ese silencio.»
Pilar Quintana (Cali, 1972) está muy lejos de ser
una recién llegada: ha publicado cinco novelas y un libro de cuentos. En 2007
fue seleccionada por el Hay Festival entre los 39 escritores menores de 39 años
más destacados de Latinoamérica. Recibió en España el Premio de Novela La Mar
de Letras por Coleccionistas de polvos raros.
Participó en el International Writing Program de la Universidad de Iowa como
escritora residente y en el International Writers’ Workshop de la Universidad
Bautista de Hong Kong como escritora visitante. Con su novela La perra, traducida a quince lenguas, fue finalista
del Premio Nacional de Novela y del National Book Award y ganó el Premio
Biblioteca de Narrativa Colombiana y un PEN Translates Award. Y con LOS ABISMOS (2021), una historia de
familia, matrimonio, adulterio, distanciamiento y depresión, contada a través
de los ojos de una niña de ocho años, obtuvo el Premio Alfaguara de novela 2021.
¿UNA VOZ INFANTIL?
La novela está narrada por una
mujer adulta que cuenta la historia desde el recuerdo, utilizando la voz
infantil de una niña de ocho años. La voz de Claudia,
niña de una inusual madurez y una particular personalidad que, en su ingenuidad,
va descubriendo el lado oscuro de la vida que la rodea y sitúa al lector en el
universo de las Claudias, madre e hija. Este
es el primer aspecto destacable: aunque la narradora ya no sea una niña en el
momento en el que relata los hechos de su infancia, la voz logra plasmar la
perspicacia, el asombro y cierto nivel de inocencia para entender su entorno y
las acciones de los adultos que la rodean.
Claudia forma parte del creciente grupo de voces infantiles narradoras en las obras literarias. Su voz le aporta a la inocencia necesaria para contar lo que ve sin filtros ni valoraciones. Esta niña soñadora y curiosa, aunque cauta, es el gran acierto de la novela, pues utilizando esa perspectiva inocente, ingenua, fantasiosa, pero también perspicaz y prematuramente madura (que le permite, por ejemplo, detectar con frescura los signos visibles de las crisis de sus padres), permite narrar y describir los hechos sin filtros, sin adornos. Es una voz descriptiva, que no hace juicios o digresiones. La narración avanza a partir de las acciones y los diálogos.
Con el telón de fondo del estrecho
universo femenino formado por mujeres acomodadas, que no pueden romper con una
educación de otro tiempo, Claudia niña contempla
con agudeza y sensibilidad el conflictivo matrimonio de sus padres. Entre la
actitud desdeñosa y las confianzas imprudentes de ella y la amargura y el
silencio obstinado de él, intenta construir la realidad que la rodea,
conjeturando, adivinando, interpretando lo que no se dice, o lo que se dice a
medias. Se ve obligada a crecer apresuradamente para poder sobrevivir en ese
mundo familiar que le ha tocado, al tiempo que procura que los miembros de su
familia no se despeñen por los abismos que se abren a su alrededor.
La vida de Claudia
transcurre con normalidad en Cali, una infancia sin preocupaciones, como tantas
otras, porque todas las familias felices se parecen. Pero como ya se
sabe una familia normal significa una familia disfuncional, como lo son todas,
cada una a su manera. De repente irrumpe en la ecuación alguien ajeno a ella
que acaba con la armonía. Entonces, esa vida se convierte en otra, se desbarata
rodeada por monstruos innominados, encaminada con pasos graduales hacia la
depresión y los abismos.
También interesante, resulta el
tratamiento de la otra Claudia, la madre:
frustrada en su juventud, forzada a un matrimonio no deseado (la casaron con un
hombre veinte años mayor que ella y al que no amaba), condenada a una vida
doméstica insatisfactoria, enferma, sumida en una depresión que no se nombra,
queriendo rebelarse, deseando sentir amor, pasión y dándose cuenta de que no tiene
escapatoria (quizá el abismo...).
HISTORIA DE FAMILIA
De la mano de ambas, la novela
recorre y muestra los rincones secretos de una familia, que podría ser
cualquier familia de cualquier ciudad en los años ochenta.
Para ello, además de las
protagonistas, la novela presenta toda una serie de secundarios. En primer
lugar, los demás integrantes de la familia: el padre-marido, Jorge, persona ensimismada preocupada
fundamentalmente por el supermercado que les dejara su padre a él y a su
hermana Amelia (la
tía Amelia), mujer cincuentona que un día vuelve a Cali casada con
un joven de treinta años del que Jorge
sospecha que sólo quiere el dinero de su hermana; Gonzalo,
el joven apuesto y vivaz que introducirá la crisis (un abismo más) en la
familia.
Pero también los episódicos con
cierta relevancia, como Gloria Inés, prima
lejana de Claudia madre, que se tirará por
el balcón de un piso decimoctavo; Rebeca, la
madre de Mariú y Liliana, dos compañeras de
colegio de Claudia madre, desaparecida sin
previo aviso hace ya treinta años cuando ella era niña y sobre cuya suerte se barajaron
un sinfín de posibilidades; Porfirio y Ana,
guardeses de la finca a la que Jorge y
las dos Claudias van un verano; Lucila, la empleada doméstica; etcétera.
Sin embargo, los personajes
secundarios no alcanzan la caracterización de las dos Claudias.
No logran superar el lugar común: Gonzalo, como
seductor musculoso que trabaja en un local de ropa; Amelia,
la tía mayor solterona; Jorge, el marido añoso
y algo malévolo…
Caracterización apreciable, por el
contrario, es la de Paulina, la muñeca amiga
de Claudia niña. La relación entre Claudia y Paulina resulta especialmente relevante:
como si se tratara de un muñeco vudú o una amiga invisible, Claudia proyecta sobre ella todos sus deseos e
insatisfacciones; es como si fuera el sustituto positivo de la atención que
para sí hubiera querido por parte de sus padres. Sin llegar al desapego
excesivo de su abuela materna que declaró a Claudia
madre infinidad de veces que haberla tenido truncó su vida, la narradora
se siente menospreciada por su madre, quien siempre la coloca en un nivel
distinto al de las otras niñas, en especial al de las hijas de Mariú y Liliana sus amigas de escuela.
Así, la voz narradora, va mostrando
los abismos reales y metafóricos en los que vive su familia. Abismos
paisajísticos, que tienen importancia dramática en la novela, generando en
algunos momentos cierta tensión (suspense, incluso). Abismos íntimos y
metafóricos, los más importantes, que muestran a una familia en crisis, a una madre
al borde del precipicio, a una hija que siente placer (cosquillas en el
estómago) y miedo tanto ante los terrenales como ante los familiares.
La novela se divide en cuatro
partes, cada una de ellas asociada a un momento determinante en la infancia
de Claudia, comenzando (Primera Parte) con una especie de
contextualización, a manera de introducción a la historia de esta familia,
usando recursos como las fotografías para ir identificando a los personajes,
hasta llegar a la crisis del adulterio. Continúa (Segunda
Parte) con el distanciamiento y tensión entre los padres hasta la muerte
de Gloria Inés, tras la cual (Tercera Parte) se da la reconciliación y la
estancia veraniega en la finca de las O’Brien, que acaba con el suicidio
de Paulina. El regreso precipitado a Cali (Cuarta Parte) para el velorio de Rebeca O’Brien (que propicia el rencuentro con un
amor de juventud y, de nuevo, la tensión matrimonial), da paso al trabajo de Claudia madre, momento a partir del que se
precipitan los hechos y los sentimientos hasta el ambiguo final.
Se podría decir que cada una de
estas partes representa un abismo en sí mismo, una fisura en la estructura de
la familia de Claudia. Esta estructura crea la atmósfera adecuada para que los
lectores tengamos las herramientas necesarias para identificar los abismos
físicos y metafóricos que se van presentando.
ESTILO MINIMALISTA
Dado que estamos ante una novela
intimista conducida por una voz narradora que, desde la memoria del hogar y a
través de las obsesiones que pueblan la niñez, requiere
una caracterización verosímil de una niña de 8 años. Pilar Quintana (PQ)
la aborda mediante el despliegue de toda una serie de elementos: el vocabulario
que utiliza, los juegos que practica con otros niños, sus diálogos con Paulina, la contumacia en preguntar que llega a
desesperar a los adultos, etcétera, buscando que sean las palabras, los juegos,
los diálogos con los juguetes, las preguntas reiteradas a los mayores... que
realizan los niños, cualquier niño de esa edad.
Debo admitir que este recurso estilístico
no me convenció: la voz narrativa que percibí no me ha resultado adecuada. Claudia, la narradora en primera persona de a
veces me parece demasiado madura y demasiado egocéntrica (la historia se centra
más en ella que en lo que observa): Claudia pretende narrar la historia desde
la perspectiva de su yo de ocho años (no hay un descubrí más tarde / me
doy cuenta ahora), pero la voz que se plasma parece la de alguien mucho
mayor.
Otra particularidad de la novela
para el hablante español radica en el léxico, los términos propios del español
hablado en Colombia, que impregna la narración, dotándola de una indudable
riqueza expresiva: batola, capul, esculcar, habilitar,
jejenes, juepucha, jugar al parqué, levantadora, mangones,
overol de bluyín, pereque, pintas, sacoleva, samanes,
entre otros.
Este vocabulario junto a la
presentación de una naturaleza constreñida en la casa y salvaje y abrupta
fuera, las curvas y revueltas de la carretera que lleva de Cali a la finca
donde veranean, constituyen el marco coyuntural para que la imaginación infantil
se abra a cualquier posibilidad: la aparición del viruñas (El
viruñas, me dijo, era un diablo que vivía en las fincas, dentro de las casas,
pero no de este lado, sino detrás de las paredes. Dormía de día y se despertaba
de noche); el despeñamiento del padre cualquier día volviendo en coche por
la peligrosa carretera entre profundísimos precipicios desde Cali; la atracción
fatal que la niña siente por saltar y, a la vez, por alejarse del barranco.
La naturaleza y la descripción de
las selvas, la doméstica y la real, tienen un importante papel en la novela. A
través de ellas PQ desentraña el mundo
interno de las protagonistas: las plantas, los precipicios, la niebla densa
hablan de sus emociones contenidas. De hecho, naturaleza y familia se mezclan
en el apartamento de Cali donde viven y en cuya planta inferior la vegetación
está desatada. Esas plantas, que cuida Claudia madre,
son un poco ella; pues siguen sus ritmos vitales: al final ya no se mostrarán
tan desaforadas, del mismo modo que también ella se muestra más serena,
abandonando muchos de los refugios donde se evadía: el whisky, la pasión
erótica adultera, el ensimismamiento esquivo, la realización laboral… Podría
pensarse que la familia se ha salvado, quizá sí. O quizá no, tal vez solo se ha
encaminado hacia el abismo de la vulgaridad, la cotidianidad, el hastío...
Y si la naturaleza forma parte de
la novela con su lado hermoso y macabro al mismo tiempo, qué decir de Cali,
hundida y seguramente por eso tan influyente en el ánimo de los personajes. Es
como si la ubicación de la ciudad provocara un embrujo en sus ciudadanos, o al
menos tanto como el calor y la humedad. Un calor tan sensual y provocador, como
aplastante. Sin duda, Los Abismos es
también una novela sobre Cali: sus calles, su clima, su río, sus barrios y su
lenguaje.
PQ cuida el detalle (no se le escapa
nada) en la frase y diálogo corto, en el ritmo suave pero duro (guante con
mano de hierro), en la narración sencilla y profunda, en la descripción de
paisajes tan hermosos como peligrosos… Minimalista en el detalle, es en lo que
no dice, donde se encuentra lo más oscuro, triste y bello.
Destacan, en efecto, los diálogos
entre las tocayas, madre e hija. Claudia madre cuenta
a Claudia hija sucesos que seguramente no
son adecuados para una niña. Pero ésta, con su ingenuidad infantil, no hace más
que preguntarle por esos acontecimientos de los que Jorge,
el padre, apenas habla y que cuando se entera que la madre los cuenta a la niña
se muestra molesto. Sobre la reacción de Jorge
dice la niña: Mi papá siguió mudo. El monstruo, lo sentí en su
respiración agitada, asomándose. Esos diálogos las caracterizan a cada una:
que un adulto hable a una niña como a un igual es revelador de cierta insania
mental (una madre no le pregunta a su hija pequeña si se quiere morir, ni le
dice que hay personas que se cansan de vivir y quieren escapar suicidándose);
mientras que, por el contrario, que una niña hable con igual soltura a su madre
que a su muñeca Paulina es entendible, dada
la mentalidad de una persona de esa edad; porque la pequeña Claudia (que, por cierto, tiene una relación mucho
más cariñosa con su tía Amelia que con su
madre) vive entre los precipicios de los adultos.
Otro aspecto llamativo: la
contextualización temporal a través de Claudia
madre: en la época en la que sucede la historia, las mujeres como ella
leen esas revistas donde aparecen mujeres que parecen ser y tener unas vidas
perfectas. La historia se sitúa en los primeros años '80, pero remarca la
evolución habida en las costumbres de la época de los abuelos (años '50) a esos
'80, que había supuesto un evidente avance en liberalidad y realización
personal. Las revistas y sus contenidos marcan el avance del tiempo objetivo y,
al mismo tiempo, el subjetivo de Claudia madre
y sus circunstancias vitales.
LAS MUJERES SEGÚN PQ
Las mujeres de esta sexta novela de
PQ viven casamientos, traiciones y
desencantos, que bien podrían pertenecer a un culebrón televisivo de los ochenta.
Sin embargo, con tales ingredientes, la autora conforma una trama familiar
contemporánea. Una historia que recorre, en un primer nivel, el imaginario del
amor romántico para exponer, en el fondo, los espacios en sombra del deseo y la
maternidad.
Desde las primeras páginas la
novela plantea el hogar como un lugar peligroso: En el apartamento había
tantas plantas que le decíamos la selva, dice la narradora como metáfora
descriptiva de su mundo cotidiano.
PQ relata, sobre todo, la selva
familiar de Claudia madre; su marido, Jorge; su hija, Claudia
niña, y de la tía Amelia, de Gonzalo, de Gloria
Inés, de la abuela, las amigas de la abuela, de Rebeca
y su familia, de Natalie Wood, Karen Carpenter, Grace
de Mónaco, para poco a poco revelar, a través de los ojos de la
niña-narradora, los oscuros abismos que colman y comunican la vida
aparentemente normal de todas esas mujeres, de todas las familias, de
sociedades enteras.
La narradora puede verse como alter
ego de PQ, pues
a través de los ojos y recuerdos de esa niña pone de manifiesto y
analiza una parte del universo femenino; generaciones de mujeres obligadas (de
manera sutil o forzada) a quedarse donde no quieren, a conformarse con una vida
que no soñaron ni desearon, a cumplir con las prescripciones que el pensamiento
social (patriarcal) determinaba para ellas.
Además del núcleo familiar, puebla
esta novela una galería de personajes que, como las fotos que analiza Claudia, sirven para presentar un contexto en el
que la norma social (patriarcal por antonomasia) asfixia no solo a las mujeres
sino también a los hombres. Porque mientras que a ellas les niega la
posibilidad de una vida distinta al matrimonio, la maternidad y el hogar (así
cuando la madre dice que quiere trabajar, su marido le responde que no entiende
para qué), a ellos los reduce al papel de meros proveedores económicos, con
nulas posibilidades para la expresión de afectos y miedos.
Es cierto que algunas mujeres de la
novela no quieren ser como sus madres, no quieren repetir la historia, pero en
el intento se refleja lo inevitable: la historia se repite, se reproduce. A
mayor esfuerzo por alejarse de lo que no quieren, más se hunden en el abismo
del que han pretendido huir. No en vano, las figuras femeninas de Los abismos son mujeres cansadas.
Para abordarlo se recurre al relato
infantil (aunque para nada cándido) de una serie de sucesos, diálogos y
descripciones. Por un lado, se presentan acontecimientos cotidianos, pero
aparecen también sucesos inesperados que nadie quiere explicarle a la narradora
y que ella descifra a su manera. Nadie le explica lo que hay tras las emociones
que empieza a detectar en los adultos y, en consecuencia, nadie le explica
tampoco el miedo que ella misma comienza a sentir. Porque no se trata del miedo
a los monstruos, ni a la oscuridad, ni a ninguna de esas situaciones que suelen
angustiar a los niños, sino de algo mucho peor: un miedo a los propios
pensamientos. Ni la tendencia a la depresión y el alcoholismo de su madre, ni las
normas sociales reinantes, ni las infidelidades matrimoniales desequilibrarán su
mundo con la intensidad que la certeza de que el amor de sus padres no es
inconmovible y de que la felicidad es un estado que puede desaparecer con
facilidad.
Pero es el itinerario vital de Claudia madre
el que hilvana la trama desde las primeras páginas de la novela, cuando una Claudia adolescente se atreve a comunicarle a su
padre el deseo de estudiar derecho. Más adelante, tras la muerte de su padre y
habiendo perdido cierta posición social y económica, se hace voluntaria en un
hospital, el texto deja claro que esa sí hubiese sido una actividad aprobada
por el padre. En el hospital se topa con el hombre que será su marido: por
insistencia de su madre (partícipe del ideario patriarcal) termina casándose
con Jorge, muchísimo mayor que ella y al que
no ama. Una pista para comprender lo que sucederá comienza aquí, en la
descripción de la ceremonia de matrimonio a partir de la foto en el estudio:
…Estaban en el
altar. El cura la mesa y el cristo al fondo. Los novios, delante, cara a cara,
en el intercambio de las argollas. Él sonreía radiante. Ella, porque tenía los
ojos gachos, parecía triste, pero era que estaba concentrada en ponerle la
argolla.
Este es otro tema presente: las relaciones
tóxicas, desde el hecho de que el abuelo paterno de la narradora abandonó a su
padre y a su hermana Amelia; a la historia
del padre de Claudia madre, el abuelo
materno, un hombre grande y peludo que le negó a su hija la opción de estudiar
Derecho.
Así se despliega una mirada hacia
la realidad de las mujeres: habla de salud mental, de soledad, de adicciones,
de depresión, de suicidio… Habla de la presión social sobre las mujeres, de esa
máscara que a veces se siente necesaria para poder ser aceptadas en sociedad,
de los estándares sociales impuestos, del matrimonio, de los desafíos de la
maternidad y de todo lo que empuja a las mujeres al borde del abismo… Por eso,
a medida que avanza el relato, con una progresiva violencia, los imperativos de
belleza, las apariencias y la tradición van coartando esas vidas (tan cercanas):
el vacío se despliega como una salida temible, pero tentadora.
OTRA MIRADA A LA MATERNIDAD
A partir de ahí, surge la selva en
la sala de la casa, el embarazo, que, aunque no se dice abiertamente, no fue deseado…
Es significativo ver cómo la novela representa a mujeres de una posición social
acomodada con hijas no deseadas, frente a la protagonista de su anterior novela,
La perra, una mujer de un estrato
social menos afortunado, que desea con toda su alma ser madre pero que la vida
y la naturaleza le niegan tal posibilidad. De hecho, Los abismos puede leerse como la contrapartida de La Perra: mientras en aquella contaba la
historia de una mujer que quería ser madre y no podía, en esta se ocupa de
mujeres que son madres pero que hubieran preferido no serlo. Depresión,
soledad, violencia simbólica, suicidio, deseo femenino, códigos sociales y
enfermedad mental son algunos de los temas que aparecen en esta obra.
Aunque en efecto, PQ ya había abordado el tema de la maternidad, en
esta ocasión, la elección del punto de vista infantil le permite mostrar con
una sensibilidad distinta los dos lados que componen ese vínculo. Claudia niña conocerá en primera persona el abismo
del amor/odio con su madre, a la que le llega a preguntar si ha sido un error
tener una hija como ella, igual que su abuela decía que criar una hija sí lo
había sido. Porque Claudia madre se sume en
periodos de depresión en los que no sale de la cama y bebe whisky a cualquier
hora del día, en Cali o en la casa que les dejan para pasar unos días en verano
y donde desapareció hacía años Rebeca O’Brien
(una de esas mujeres atrapadas por los abismos que dan título al libro). Con
una mirada tan tierna como honesta, la narradora sigue con preocupación la vida
de su madre, que pasa los días tirada en cama. Trata de acercarse y animarla,
pero la madre (remedo de Madame Bovary)
alimenta su vacío no con folletines, sino con historias de las revistas, vidas
de mujeres reales como Grace Kelly, Natalie Wood y Karen
Carpenter, que murieron de modo trágico. Ellas constituyen, además, el
único tema del que habla con su hija. La maternidad aparece así, oscilando
entre el hastío y la depresión, retratada desde la expectativa de una hija que
anhela un vínculo imposible.
Así queda a la vista el peso que
implica la herencia que se transmite de mujer a mujer, por un lado, y por otro,
la absoluta orfandad que habita a los personajes. Para no dejar espacio a la
duda madre e hija se llaman igual: el nombre se erige en signo inequívoco del
destino común.
Resalta
también mucho el tema de la ponderación entre la maternidad y la paternidad:
¿qué repercute más, la ausencia del padre o la depresión de la madre? La novela
hace pensar en los miedos que tenemos de niños, en la muerte de nuestros
padres, en la pérdida de un ser amado, en la separación de la familia, en esos abismos
de los que cuesta salir. La posibilidad de la muerte súbita aparece en cada
página de la novela. Para morir sólo hace falta caer por un abismo y lanzarse
es una opción. Porque los abismos del título son reales y físicos: el hueco de
una escalera, un barranco en las montañas, el vacío desde el balcón de un piso
alto. Pero también son metafóricos: la distancia entre los deseos y la
realidad, la separación de las personas a raíz de los silencios y secretos, la
frustración, la depresión, las expectativas incumplidas, etc. Y todos
igualmente peligrosos.
La
novela considera esas situaciones que llevan a algunas mujeres a fugarse, a
desparecer o a simplemente querer morir. Los ejemplos de mujeres famosas y de
otras no tan famosas, pero sí más cercanas, van preparando a Claudia niña
para enfrentarse a la muerte y los deseos suicidas de las personas que la
rodean. Porque en esta historia están muy presentes la muerte, el alcohol, los
silencios mortales y la naturaleza (las plantas como símbolo de vida, pero
también de muerte).
No obstante, en la novela hay
esperanza: Claudia madre deja el whisky y
deja de pasarse el día tumbada en la cama (ser una tumbada). Pero, sobre
todo, en el ejemplo de la autora, que publica su novela en 2021, y concibe la
vida de las mujeres de manera muy diferente a la de su madre, tía y abuelas,
como mujer realizada (después de vivir una relación abusiva por parte de us pareja) que no precisa perderse en
adicciones diversas.
PROPUESTAS INCUMPLIDAS
Aunque abundan las imágenes sugerentes
y algunos pasajes descriptivos vibrantes, especialmente los que presentan los
paisajes de Cali y las montañas cercanas, la novela se me antoja, en general,
bastante irregular y, a veces, frustrante. Por momentos, parece un extenso
retrato de una madre y su hija, a pesar de sus diversas alusiones a cierto
misterio gótico, manifestado a través de una trama que recuerda aspectos de Rebeca de Daphne Du Maurier. Hay
tramos fatigosos de diálogos mundanos, y aunque la incursión de PQ en el tema de la influencia del patriarcado y
los roles de género destructivos tiene cierto calado, su desarrollo no está a
la altura de su propuesta. Sólo el entorno colombiano resulta fascinante y proporciona
al libro una inyección de energía.
Verdaderamente, salvo contados
fragmentos y algunas alusiones a la naturaleza y los abismos (literales y
figurados), la narración se queda a medio camino de lo que promete tratar: el
temor a la orfandad y otros temores de la infancia. Sin duda hay algunas escenas
poderosas que ilustran cómo los niños se ven profundamente afectados por su
entorno familiar, pero en general no sobrepasa lo manido. Últimamente parecen
proliferar los libros que abordan la claustrofobia de los roles de género
estándar, especialmente la difícil situación de las mujeres inteligentes a
quienes no se les permite trabajar fuera de casa, y la consiguiente represión y
frustración del control patriarcal que afecta negativamente la salud mental.
Siendo un tema importante, quizá mis lecturas recientes hayan versado sobre
estas temáticas y he llegado a cierta saturación. No digo que no.
No obstante, pienso que las
alusiones a esos temas no se profundizan como lo exigían (y permitirían) los
abismos, precipicios o barrancos de los que trata. Si bien es una historia bien
escrita (quizá la forma en que se narra la historia sea lo más interesante), con
una cierta agudeza en algunos pensamientos de los personajes, y bastante
directa a la vez que muy intensa (intensidad que, por cierto, raya en lo
recargado) pero que no aportan nada más.
Los sucesos en sí mismos resultan
un tanto insignificantes y mezquinos, de modo que se hace difícil sentir
lástima o preocupación por esos pobres personajes privilegiados (que
diría Nuria Labarri) y sus diversas debilidades. Ciertamente resulta muy
complicado escribir una historia donde predomine la perspectiva de un niño,
donde se espera que los lectores vayan más allá de las perspectivas limitadas
de la mirada infantil y veamos el panorama en su totalidad. Pocos autores lo
han conseguido y aquí, a mi modo de ver, no se ha logrado: no encontré significados
más profundos que lo que hay (simple postulado de temas como se ha dicho): no he
logrado captar ese tono propio de la mirada infantil, como he dicho, esa niña
me ha parecido demasiado adulta, madura y suspicaz para sus años. Si añadimos
que la descripción (salvo casos contados) me ha resultado monótona, excesiva en
acontecimientos sin interés, los abismos de peligro, temor y muerte que la niña
parece percibir, para mí, han sido tediosos abismos.
Como abismo se presenta también ese
final abierto, que deja indiferente. Lo que pretende comunicar una tristeza profunda,
no deja de ser un final ambivalente entre el final feliz (la vida continúa y la
familia sigue junta) y el desasosegante (todo sigue igual, la monotonía, la vaciedad
y el desasosiego continúan).
«Mis
papás no se separaron a la mañana siguiente. Desayunamos los tres, como todos
los días, yo arreglada para el colegio y ellos en piyama, callados.»

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