domingo, 8 de diciembre de 2024

MATAMONSTRUOS



 

«MATAMONSTRUOS»
Jon Bilbao (2024)

«La ficción no alberga ningún poder sanador en sí misma, pero que quizá sí pueda servir como brújula, como mapa desdibujado, como instrucciones en forma de acertijo intrincado que orienten sus pasos hacia ese espacio interior donde se convertirá en alguien más fuerte.»


NO HAY DOS SIN TRES

MATAMONSTRUOS (2024) es la octava novela de Jon Bilbao (Ribadesellla, 1972) y la tercera y última entrega de la trilogía de la Saga de John Dunbar, una de las más interesantes de la literatura española No siendo una novela (carece de una línea anecdótica firme), y tampoco un libro de relatos (pues en él participan la estampa cotidiana y desquiciamiento inventivo), presenta, igual que las entregas precedentes, una serie de relatos que conforman una novela combinada, donde se engarzan anécdotas de diversa índole, emancipadas de cualquier patrón narrativo, y donde cada capítulo es independiente, pero, al mismo tiempo, constituyente de una unidad narrativa de mayor entidad.

En ella, Bilbao vuelve a entremezclar sus dos arcos temporales, saltando de uno a otro (presente y pasado), en ese complejo artilugio de dualidad narrativa iniciado en Basilisco (2020), logrando un texto recorrido por un hálito crepuscular propio de Tom Spanbauer, fallecido recientemente (21 de septiembre).

Las tres novelas, junto con la novela corta, Los extraños (publicada en 2021, entre Basilisco y Araña), giran en torno a Jon Bilbao-personaje que es, a su vez, fuente de creación y aglutinador de la historia. Matamonstruos reúne, como ya hiciera el escritor en sus narraciones anteriores

Para quien no haya leído las entregas anteriores (Basilisco y Araña), aclarar que ambos libros desarrollaban relatos sobre dos protagonistas: Jon, un escritor de Ribadesella, que trata de hacer frente a su realidad, padre separado de dos hijos, mientras aborda la venta de la casa familiar, construida en su villa natal. Es él quien, en sus ratos libres, escribe los relatos sobre un personaje del Lejano Oeste, conocido como El Basilisco, para lo que viaja en ocasiones a esa zona de Estados Unidos para documentarse. En paralelo, ese John Dunbar, un pistolero del Salvaje Oeste, duro y silencioso, cuyas hazañas corren de boca en boca hasta convertirse en folletines que fomentan su fama (como héroe literario condenado por sus autores a una suerte de inmortalidad, para dar cabida a más y más aventuras), se enfrenta a temibles enemigos: el más aterrador de todos la Araña, una especie de mal ponzoñoso con centenares de seguidores, encarnado en el cuerpo de su madre.

HILOS ENREDADOS

En Matamonstruos, las andanzas de John Dunbar vuelven a correr a cargo de ese escritor y traductor de nombre Jon, personaje que vive en Ribadesella en una casa idéntica a la familiar de Jon Bilbao (a ese alter ego se le atribuye incluso en el texto un relato sobre una pareja que viajaba a la isla de Estrómboli, obra de autor asturiano). Con las novelas que Jon-personaje escribe intenta erradicar a un monstruo que vive dentro de él, como el Basilisco lo hace dentro de su personaje (John Dunbar), y que, ahora atenuado, lo hace también dentro de su madre. Se trata de la Araña, que en este caso no es un personaje, sino una representación paradigmática de lo dañino, de lo malsano, de lo ofensivo, de todo cuanto despierta un miedo real y fundado; en suma, de la melancolía y la depresión, caracterizada como un ser capaz de saltar entre los distintos niveles de la ficción.

La obra se inicia donde terminó la entrega anterior, retomando, con todas sus virtudes y flaquezas, sus mismos protagonistas. Por una parte, Jon, el escritor creador de las aventuras del Basilisco, que regresa a Ribadesella e intenta entender a sus padres, separados recientemente. Decidido a recomprar la casa familiar y vivir allí junto a su padre, mantiene una relación fría pero afectuosa con su madre, con la que decide irse de viaje, acompañados también de su hija, por el Egeo. Además, para las interpolaciones del mundo de John Dunbar, Bilbao echa mano de los personajes de Los extraños: su supuesto primo, Markel, (desparecido allí en extrañas circunstancias), y sobre todo de su acompañante, Virginia, una rival que estuvo a punto de arruinarle la vida y que parece dispuesta a intentarlo de nuevo, pues viene a Ribadesella, acompañada por su marido, Percy Blake, con la intención de comprar la casa familiar que ahora intentan arreglar Jon y su padre.

Por la otra, en el Lejano Oeste, la metamorfosis de John Dunbar, iniciada en la entrega anterior, continua imparable: en este sentido resulta especialmente demostrativo que este peculiar personaje lea en esta ocasión Grandes esperanzas de Dickens (obra que desea comentar con Lucrecia) y, significativamente, Anábasis de Jenofonte. Aquí, busca, junto a su pareja embarazada, dejar atrás la vida violenta y errante que lo ha perseguido. Serán acogidos, por su hermano Matthew y su esposa (en realidad es su primo), en una próspera Virginia City que atrae tanto a compañías circenses como a buscadores de fortuna en sus minas, y acoge a Ambos Lados del Río, el hijo de un antiguo enemigo, Lengua Azul. Personaje que protagoniza un evocador episodio en la mina Yellow Jacket (que hace pensar en la famosa serie de western moderno protagonizada por Kevin Costner). No obstante, acabarán por irse buscando la tranquilidad, con su hija pequeña, Felicidad, en los solitarios parajes del Valle de las Rocas (Monument Valley), en pleno territorio navajo. El pistolero, más sosegado, parece haber dejado atrás al Basilisco, esa quimera de tristeza, fantasías negativas y enfado, que siempre h formado parte (más despiadada) consustancial de él, y trata de aceptar el amor de su mujer y de su hija como algo por lo que no tiene que pagar. Sin embargo, hasta allí le perseguirán los enemigos más aterradores e insospechados, procedentes de su mismo mundo (El sitio de donde procedían tenía algo en común con el valle: ambos existían al margen de la historia), en un capítulo de una violencia elíptica que marca el eje central del libro. Tras dudar del amor de Lucrecia, finalizará con unos textos donde la metaficción, el homenaje (otro más) al cine y a la ficción hacen que la vida del personaje y la de su creador se aproximen hasta confundirse.

SECUNDARIOS (PERO NO TANTO)

Retablo por el que pasan personajes de diferentes épocas y de diferentes libros, en los que el propio autor dibuja su reflejo en la ficción y donde el narrador nunca deja de tener en cuenta al lector: es mejor aclarar, antes de que sea demasiado tarde, que esta historia no tratará sobre Markel. Tampoco lo hará sobre Emilia, advierte poco después de hablar bastante de ambos.

Incide también en esta entrega en los demás personajes, nada secundarios, con especial machaconería en Lucrecia y en el padre de Jon, por ejemplo, junto a otros muchos, entre los que destacan el sexagenario arqueólogo londinense William Henry Jacques. que vive en Samos, estudiando la obra de Eupalino de Megara (foco de interés en ese momento de la madre de Jon); el abogado Katcher, representante, primero, y amante después, de Lucrecia en Boston; y Marcus Compson, el amigo de Bramble que introduce la duda sobre la identidad de John Dunbar…

Y, especialmente, la Araña, a través de tres encarnaciones: la madre depresiva de Jon; la enajenada Virginia, la intrusa; y la caótica casa familiar, que cobra entidad de un personaje más, privada de las paredes no sustentantes de toda la estructura: (revisión de la casa enajenada y enajenante de William Hope Hodgson), una casa tan fuera de las leyes que rigen el resto del mundo como el propio Valle de las Rocas, donde creyó Dunbar que iba a sentar su vida. Esa araña que da título al segundo volumen de la saga y que vuelve a tener su lugar destacado aquí. Símbolo, metáfora o cruda realidad, lo cierto es que la araña siempre aparece en momentos claves del relato; a veces, incluso a través de referencias anejas, como en el caso del inefable restaurante denominado el Palacio de las Telarañas, donde tendrá lugar una escena fundamental sobre la identidad. Una araña que remite al cine fantástico de serie B que forma parte de la educación estética y sentimental del escritor Jon, tanto del autor de carne y hueso (Bilbao) como del Jon-personaje, también escritor, y que vive en un libro que comienza en un cine y acaba en un cine con esa proyección de la película El gran robo al tren, dirigida por Edwin S. Potter mediante un kinetoscopio de la Edison Manufacturing Company.

En realidad, todo lo anterior no deja de ser una somera descripción del armazón de una narración que se despliega exuberante e hipnótica, donde caben estampidas de elefantes, tiroteos y persecuciones a caballo, arañas gigantes, revueltas populares, un gabinete de curiosidades, los túneles (tan queridos por el Bilbao ingeniero de minas), y hasta una compañía de teatro que representa ante Dunbar una obra que lo tiene como protagonista (como guiño evidente del capítulo titulado Basilisco de la primera entrega).

EJERCICIO DE ESTILO

La obra mantiene la voz narradora con ese dejo de comunicador oral que cuenta en directo la historia al lector, dirigiéndose a él cuando lo considera oportuno y confiriendo a la historia el valor del pacto narrador-lector: No puedo mantener mi palabra. Tengo que ver a John Dunbar una vez más. Sin embargo, he respetado lo prometido hasta casi el último momento. En la fracción de segundo empleada en pasar una página de este libro, para John Dunbar y su familia han transcurrido veintisiete años. Acerca de lo que en ese tiempo hicieron, nada voy a contar porque nada sé.

Pero no todo se desarrolla siguiendo los patrones anteriores, aquí se percibe un sutil cambio en el estilo de escritura con respecto a los libros anteriores: cambio que evoluciona durante la obra y permite que la trama se interne en una especie de discusión metaliteraria (y casi filosófica) sobre los límites de la ficción y la realidad y cómo la una puede afectar a la otra. Sea como fuere, lo que se hace evidente en esta obra, es que el autor ha creado un mundo que ha conseguido hacer suyo, donde prima la atención al detalle y una concienzuda caracterización de personajes, que se sustentan en su notable agilidad, en ese ritmo trepidante que lleva sin descanso de una historia a otra a través de unas descripciones y unas tramas entrelazadas por unos mundos y unos personajes a veces realistas y a veces absolutamente increíbles. Ello hace que estos relatos trufados de aventuras, acción, terror e incluso fantasía y ciencia ficción (capítulo Área 51 y referencias a los avistamientos de ovnis de Los extraños), dejen una indeleble huella anímica que hace disfrutar de su lectura y deja un poso de pérdida al cerrar el libro.

La base estructural vuelve a ser la idea de la confusión de identidades: de roles, pecados, pensamientos, miedos… entre personaje y creador, este juego de espejos que Bilbao extrema en esta última entrega. Igual que John Bramble, el escritor de las novelas sobre el Basilisco en la época de John Dunbar, Jon-personaje, el escritor que hace lo propio en la actualidad, y también Jon Bilbao, claro, necesita ser él: Bramble buscaba confundirse con Dunbar. Necesitaba ser él. Y cuando no necesita propiamente ser él, se encuentra, como mínimo, huyendo de los mismos demonios que acosan a sus personajes: ¡La Araña!

De lo que no hay duda es que Bilbao, un autor en estado de gracia, ha utilizado todas sus habilidades narrativas para que la obra fluya sin embrollos, altibajos o palabras inadecuadas. Su capacidad para presentar las escenas mediante panorámicas descriptivas (en Cinemascope y Technicolor) que permiten que los personajes se fijen con mayor fuerza en la memoria del lector, logra que su escritura, por un lado, se articule como una película de Sam Peckinpah con banda sonora de Bob Dylan; mientras que, por el otro, consigue igualmente cautivar desde la cercanía del contexto personal de Jon con una intimidad espinosa propia de John Casavette con música de Bill Conti.

Desde luego, Jon Bilbao ha conseguido desnudar el proceso creativo y convertirlo en literatura, confiriendo tantas capas de lectura a la ficción que, la realidad primera, la que supone el origen del relato, se convierte en un elemento más, perdiendo la posición privilegiada que suele tener en la estructura de la obra. Porque aquí lo principal es la ficción y el modo en el que afecta tanto al escritor como al lector.

UMBRALES Y PROCESO CREATIVO

Durante ese despliegue incesante de historias, Bilbao va acotando el terreno que le interesa: esos espacios fronterizos (umbrales) entre una realidad atormentada y una ficción terapéutica. Ya al comienzo del texto, el autor cuenta cómo el tráiler (de menos de dos minutos de duración) de la película Tarántula, visto de niño en el cine Divino Argüelles de Ribadesella, fue la causa de su terror a las arañas (hasta ese momento inexistente, pese a vivir en una casa de campo, plagada de ellas), y se plantea que, a la inversa, la ficción pueda ayudar a dominar conflictos internos y superar traumas. En cualquier caso, mientras los personajes de Jon-personaje se enfrentan a materializaciones de esos y otros males, también se advierte, a través del personaje de Juan, el director de la compañía de teatro, como la ayuda que la ficción nos presta es limitada, es transitoria y puede ser ilusoria.

¿Acaso no había experimentado él, en carne propia, el efecto profundo y permanente que una ficción —en su caso el mero anuncio de una obra de ficción— puede ejercer sobre alguien?

Bilbao ha confeccionado una madeja de historias que se reflejan, se armonizan y se hacen guiños mutuos; que se mueven por distintos planos temporales para dar a entender que el rigor del tiempo se relaja en la ficción, dueña y señora del mismo en su mundo. Porque la cuestión quizá más relevante y mejor tratada en este minucioso y complejo juego de espejos sea el poder de la ficción, su autonomía, jugando con diferentes capas de creación para llegar al alma (del lector, pero también del escritor), reflejando sentimientos en este ramillete de relatos creados por personajes de ficción que se reflejan en otro relato hasta no dejar nada sin exponer. No deja de ser relevante que la novela desemboque en la aparición de un grupo teatral que representa en la boca de una cueva aventuras de John Dunbar en presencia del verdadero Dunbar (que también es un personaje de ficción) con lo que se escenifica (propiamente) otros dos temas claves del libro: por una parte, el mito de la identidad singular o pura: Dunbar es Basilisco y viceversa, pero en Matamonstruos a Basilisco se le pretende desechar por lo que representa de instinto y violencia (mera supervivencia, al fin y al cabo). Por otra, la función de la ficción como exorcismo, que permite cargar sobre ella las consecuencias que supondría la vivencia del episodio concreto en la realidad.

En una historia de umbrales (los de la residencia familiar en Ribadesella; los de las cuevas; los que se establecen entre ficción y no ficción…), con su propio dios, (Término), el cine aparece como un umbral definitivo; la razón que obliga a cambiar definitivamente la manera de contar historias. A lo largo de sus páginas se presenta el ocaso de formas de representación: el circo, el teatro ambulante, el escritor de novelas de baratillo… mientras la escritura resiste (¡!). Se niega a enmudecer y busca su razón de ser en la raíz, en los orígenes. Este es el mensaje: los formatos pueden cambiar, pero la esencia de un buen relato no cambia apenas.

DE LA SORPRESA AL DESASOSIEGO

Se puede decir que Matamonstruos supone no poner límites a la ficción, es decir, construir sin sujeciones o al menos sin la obligación de entretener por entretener. Se trata de una rigurosa demostración de arte narrativo: un arriesgado ejercicio de literatura que impacta de verdad, mucho más de lo que se espera de esa escritura pretendidamente vanguardista que tanto prolifera últimamente. Bilbao va levantando, relato a relato, página a página, una loa a la ficción, a su poder para generar sentimientos y provocar incluso estados de ánimo: henchirnos de tristeza o proporcionarnos valor para afrontar la vida real.

El otro eje temático es la familia y sus hilos envolventes que pueden procurar tanto amparo y cariño, como agobio y sujeción. De hecho, la imposibilidad de encontrar el sosiego y la paz con su familia es el problema vital que comparten Jon y su personaje, John Dunbar: no pueden escapar, lo cual se traduce en un drama constante, que en Jon se vincula a la escritura y a la recuperación de la casa de Ribadesella; y en Dunbar al asentamiento en el Valle de las Rocas y, en última instancia, a la violencia.

La lectura de esta novela exige no olvidar de dónde viene, pues es la entrega que cierra uno de los proyectos narrativos más ambiciosos y sugestivos de nuestro país en los últimos años conformando un conjunto homogéneo y magnífico. Si hubiera que calificarla, podría decirse que se trata de una obra desasosegante y sorprendente.

Sorprendente, efectivamente, porque no siendo realmente un wéstern al finalizarla deja la impresión de un wéstern al uso (incluso, de vez en cuando, de una película del género). E igualmente deja un poso melancólico respecto a la realidad del creador del wéstern, el escritor que intenta sobrevivir en el mundo actual. Sorprende, igualmente, la incursión en la mente de los personajes (Jon y John) que se mezclan, se confunden y otras veces se separan inexorablemente (idea de la confusión de identidades); a ratos metaliteratura pura y dura, a ratos pura fantasía metafísica. Y esto sin olvidar nunca la acción y la violencia (en Ribadesella, sublimadas; en el Oeste, explícitas), aunque siempre (magistralmente) elípticas.

Desasosegante porque, aunque se puede leer como una entretenida novela de aventuras, la parte final y las incursiones contemporáneas, entroncadas en la novela breve Los extraños, introducen una reflexión inquietante: Una parte de la ficción siempre permanece fuera de nuestro alcance, se niega a dejarse domar y a servir de alivio a nuestras necesidades. Las ficciones se apilan unas sobre las otras, construyen torres que no necesariamente se vuelven más esbeltas a medida que se elevan, sino que pueden engrosar, aspirando a emular la base en que se apoyan, nuestra realidad, no lo olvidemos, a emularla en lo complejo y lo tangible, pero declinando imposiciones, condicionamientos y servidumbres. El ejemplo más claro es la página 297, donde se expresa, a manera de hipótesis (o quizá de tesis) la engañosa relación entre ficción y realidad, más aún, sobre qué sean ficción y realidad: un peculiar modo de navegar desde la ficción por los secretos, ilusiones y fracasos humanos.

GRAND FINALE

Como última entrega, su final supone la conclusión de la trilogía. Por ello conviene destacar que, en la segunda mitad de la obra, Jon Bilbao se decanta por la metaficción y el juego de espejos. Los dos últimos capítulos y el posfacio se constituyen en el mejor ejemplo.

El cierre es magnífico: la ambientación, el simbolismo (cuevas, túneles, arañas) y también el onirismo se convierten en eje narrativo, realzados por un lenguaje muy conciso en lo visual. Bilbao podría haber elegido un cierre más fácil y seguro, pero se arriesga dando una (inesperada) vuelta a un personaje literario ya icónico. El juego de espejos llevado al límite, plagado de simbolismo entre descripciones y atmósferas construidas de manera minuciosa y que introducen dentro de los universos creados a través de diferentes capas narrativas. Incluso se atreve a llevar la trama, como se ha dicho, a un planteamiento de tono filosófico sobre los límites y las conexiones entre la realidad y la ficción.

Pero como todo lo reflejado en la obra es ficción, incluso la parte que concierne a ese Jon-personaje, el origen último, la fuente de la que surge, toda la obra se diluye como en una visión de la que no sabemos si es un espejismo o una realidad. El resultado es una trilogía, escrita a lo largo de cinco años, que resulta abrumadora: un elogio de la literatura en la que realidad y ficción confunden causas y efectos.

La única pega que quizá pueda achacársele es que en las primeras cien páginas hay quizá demasiada retrospección (y explicación: es la entrega más explicativa) y que algunos de sus personajes se expresan de una forma excesivamente pulida (detrás de los diálogos de la madre de Jon se percibe al autor hablando por ella). Sea como fuere, sin duda se trata de una obra admirable, con pequeños defectos (algunos descensos a la simpleza del folletín menos literario) y grandes virtudes (un lenguaje exquisitamente adusto y un equilibrio armónico envidiable).

Mención especial merece el capítulo El Valle de las Rocas. Un relato en tres actos, donde hacen su aparición los monstruos retratados con una minuciosa y elíptica técnica grotesca que protagonizan las escenas más salvajes de la trilogía. Se desarrolla con una combinación de detalle y elipsis, que va encajando descripción, narración y diálogo hasta conseguir que el mecanismo de la violencia y el horror funcione con la contundencia de un grand guignol. Porque, no solo se aprecia cómo se articulan las piezas, sino también la mano del autor, el papel en el que escribe e incluso la inexistente cámara que graba (las obras de Bilbao Son tan sensitivas que se ven y se huelen): el proceso completo. Y, a partir de ahí, el descenso hacia ese final apoteósico con la pantalla agujereada por las balas de la ficción.

«La ficción puede hacer daño, te puede desconectar de la realidad» 

(Jon Bilbao)



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