«MATAMONSTRUOS»
Jon Bilbao
(2024)
«La ficción no alberga
ningún poder sanador en sí misma, pero que quizá sí pueda servir como brújula,
como mapa desdibujado, como instrucciones en forma de acertijo intrincado que
orienten sus pasos hacia ese espacio interior donde se convertirá en alguien
más fuerte.»
NO HAY DOS SIN TRES
MATAMONSTRUOS (2024) es la octava novela
de Jon Bilbao (Ribadesellla, 1972) y la tercera y última entrega de la
trilogía de la Saga de John Dunbar, una de las más interesantes de la literatura española No
siendo una novela (carece de una línea anecdótica firme), y tampoco un libro de
relatos (pues en él participan la estampa cotidiana y desquiciamiento
inventivo), presenta, igual que las entregas precedentes, una serie de relatos
que conforman una novela combinada, donde se engarzan
anécdotas de diversa índole, emancipadas de cualquier
patrón narrativo, y donde cada capítulo es independiente, pero, al mismo
tiempo, constituyente de una unidad narrativa de mayor entidad.
En
ella, Bilbao vuelve a entremezclar sus dos
arcos temporales, saltando de uno a otro (presente y pasado), en ese complejo
artilugio de dualidad narrativa iniciado en Basilisco
(2020), logrando un texto recorrido por un hálito crepuscular propio de Tom
Spanbauer, fallecido recientemente (21 de septiembre).
Las tres novelas, junto con la novela
corta, Los extraños (publicada en
2021, entre Basilisco y Araña), giran en torno a Jon Bilbao-personaje
que es, a su vez, fuente de creación y aglutinador de la historia. Matamonstruos reúne, como ya hiciera el
escritor en sus narraciones anteriores
Para quien no haya leído las entregas
anteriores (Basilisco y Araña), aclarar que ambos libros desarrollaban
relatos sobre dos protagonistas: Jon, un escritor de Ribadesella, que trata de
hacer frente a su realidad, padre separado de dos hijos, mientras aborda la
venta de la casa familiar, construida en su villa natal. Es él quien, en sus
ratos libres, escribe los relatos sobre un personaje del Lejano Oeste, conocido
como El Basilisco, para lo que viaja en ocasiones a esa zona de Estados
Unidos para documentarse. En paralelo, ese John
Dunbar, un pistolero del Salvaje Oeste, duro y silencioso, cuyas
hazañas corren de boca en boca hasta convertirse en folletines que fomentan su
fama (como héroe literario condenado por sus autores a una suerte de
inmortalidad, para dar cabida a más y más aventuras), se enfrenta a temibles enemigos:
el más aterrador de todos la Araña, una especie de mal ponzoñoso con
centenares de seguidores, encarnado en el cuerpo de su madre.
HILOS ENREDADOS
En Matamonstruos,
las andanzas de John Dunbar vuelven a correr
a cargo de ese escritor y traductor de nombre Jon,
personaje que vive en Ribadesella en una casa idéntica a la familiar de Jon Bilbao (a ese alter ego se le atribuye incluso
en el texto un relato sobre una pareja que
viajaba a la isla de Estrómboli, obra de autor asturiano). Con las novelas que Jon-personaje escribe intenta erradicar a un
monstruo que vive dentro de él, como el Basilisco lo hace dentro de su
personaje (John Dunbar), y que, ahora
atenuado, lo hace también dentro de su madre.
Se trata de la Araña, que en este caso no es un personaje, sino una representación
paradigmática de lo dañino, de lo malsano, de lo ofensivo, de todo cuanto
despierta un miedo real y fundado; en suma, de la melancolía y la depresión,
caracterizada como un ser capaz de saltar entre los distintos niveles de la
ficción.
La obra se inicia donde
terminó la entrega anterior, retomando, con todas sus virtudes y flaquezas, sus
mismos protagonistas. Por una parte, Jon, el
escritor creador de las aventuras del Basilisco, que regresa a
Ribadesella e intenta entender a sus padres, separados recientemente. Decidido
a recomprar la casa familiar y vivir allí junto a su padre, mantiene una
relación fría pero afectuosa con su madre,
con la que decide irse de viaje, acompañados también de su hija, por el Egeo. Además, para las
interpolaciones del mundo de John Dunbar, Bilbao echa mano de los personajes de Los extraños: su
supuesto primo, Markel, (desparecido
allí en extrañas circunstancias), y sobre todo de su acompañante, Virginia, una rival que estuvo a punto de
arruinarle la vida y que parece dispuesta a intentarlo de nuevo, pues viene a
Ribadesella, acompañada por su marido, Percy
Blake, con la intención de comprar la casa familiar que ahora
intentan arreglar Jon y su padre.
Por la otra, en el Lejano Oeste, la
metamorfosis de John Dunbar, iniciada en la
entrega anterior, continua imparable: en este sentido resulta especialmente demostrativo
que este peculiar personaje lea en esta ocasión Grandes
esperanzas de Dickens
(obra que desea comentar con Lucrecia) y,
significativamente, Anábasis de Jenofonte.
Aquí, busca, junto a su pareja embarazada, dejar atrás la vida violenta y errante
que lo ha perseguido. Serán acogidos, por su hermano Matthew y su esposa (en realidad es su primo),
en una próspera Virginia City que atrae tanto a compañías circenses como a
buscadores de fortuna en sus minas, y acoge a Ambos
Lados del Río, el hijo de un antiguo enemigo, Lengua Azul. Personaje que protagoniza un evocador
episodio en la mina Yellow Jacket (que hace pensar en la famosa serie de western
moderno protagonizada por Kevin Costner). No obstante, acabarán por irse
buscando la tranquilidad, con su hija pequeña, Felicidad,
en los solitarios parajes del Valle de las Rocas (Monument Valley), en
pleno territorio navajo. El pistolero, más sosegado, parece haber dejado atrás
al Basilisco, esa quimera de tristeza, fantasías negativas y enfado, que
siempre h formado parte (más despiadada) consustancial de él, y trata de
aceptar el amor de su mujer y de su hija como algo por lo que no tiene que
pagar. Sin embargo, hasta allí le perseguirán los enemigos más aterradores e
insospechados, procedentes de su mismo mundo (El sitio de donde procedían
tenía algo en común con el valle: ambos existían al margen de la historia),
en un capítulo de una violencia elíptica que marca el eje central del libro. Tras
dudar del amor de Lucrecia, finalizará con
unos textos donde la metaficción, el homenaje (otro más) al cine y a la ficción
hacen que la vida del personaje y la de su creador se aproximen hasta
confundirse.
SECUNDARIOS (PERO NO TANTO)
Retablo por el que pasan personajes
de diferentes épocas y de diferentes libros, en los que el propio autor dibuja
su reflejo en la ficción y donde el narrador nunca deja de tener en cuenta al
lector: es mejor aclarar, antes de que sea demasiado tarde, que esta
historia no tratará sobre Markel. Tampoco lo hará sobre Emilia, advierte
poco después de hablar bastante de ambos.
Incide también en esta entrega en los
demás personajes, nada secundarios, con especial machaconería en Lucrecia y en el padre
de Jon, por ejemplo, junto a otros muchos, entre los que destacan el sexagenario
arqueólogo londinense William Henry Jacques.
que vive en Samos, estudiando la obra de Eupalino de Megara (foco de
interés en ese momento de la madre de Jon);
el abogado Katcher, representante,
primero, y amante después, de Lucrecia en
Boston; y Marcus Compson, el amigo de
Bramble que introduce la duda sobre la identidad de John Dunbar…
Y, especialmente, la Araña, a través de tres encarnaciones: la madre depresiva de Jon; la enajenada Virginia, la intrusa; y la caótica casa familiar,
que cobra entidad de un personaje más, privada de las paredes no sustentantes
de toda la estructura: (revisión de la casa enajenada y enajenante de William
Hope Hodgson), una casa tan fuera de las leyes que rigen el resto del mundo
como el propio Valle de las Rocas, donde creyó Dunbar
que iba a sentar su vida. Esa araña que da título al segundo volumen de la saga
y que vuelve a tener su lugar destacado aquí. Símbolo, metáfora o cruda
realidad, lo cierto es que la araña siempre aparece en momentos claves del
relato; a veces, incluso a través de
referencias anejas, como en el caso del inefable restaurante denominado el Palacio de las Telarañas, donde tendrá
lugar una escena fundamental sobre la identidad. Una araña que remite al cine
fantástico de serie B que forma parte de la educación estética y sentimental
del escritor Jon, tanto del autor de carne y
hueso (Bilbao) como del Jon-personaje, también escritor, y que vive en un
libro que comienza en un cine y acaba en un cine
con esa proyección de la película El gran
robo al tren, dirigida por Edwin S. Potter mediante un
kinetoscopio de la Edison Manufacturing Company.
En realidad, todo lo anterior no deja
de ser una somera descripción del armazón de una narración que se despliega
exuberante e hipnótica, donde caben estampidas de elefantes, tiroteos y
persecuciones a caballo, arañas gigantes, revueltas populares, un gabinete de
curiosidades, los túneles (tan queridos por el Bilbao
ingeniero de minas), y hasta una compañía de teatro que representa ante Dunbar una obra que lo tiene como protagonista
(como guiño evidente del capítulo titulado Basilisco
de la primera entrega).
EJERCICIO DE ESTILO
La
obra mantiene la voz narradora con ese dejo de comunicador oral que
cuenta en directo la historia al lector, dirigiéndose a él cuando lo considera
oportuno y confiriendo a la historia el valor del pacto narrador-lector: No
puedo mantener mi palabra. Tengo que ver a John Dunbar una vez más. Sin
embargo, he respetado lo prometido hasta casi el último momento. En la fracción
de segundo empleada en pasar una página de este libro, para John Dunbar y su familia
han transcurrido veintisiete años. Acerca de lo que en ese tiempo hicieron,
nada voy a contar porque nada sé.
Pero
no todo se desarrolla siguiendo los patrones anteriores, aquí se percibe un
sutil cambio en el estilo de escritura con respecto a los libros anteriores:
cambio que evoluciona durante la obra y permite que la trama se interne en una
especie de discusión metaliteraria (y casi filosófica) sobre los límites de
la ficción y la realidad y cómo la una puede afectar a la otra. Sea como
fuere, lo que se hace evidente en esta obra, es que el autor ha creado un mundo
que ha conseguido hacer suyo, donde prima la atención al detalle y una
concienzuda caracterización de personajes, que se sustentan en su
notable agilidad, en ese ritmo trepidante que lleva sin descanso de una
historia a otra a través de unas descripciones y unas tramas entrelazadas por
unos mundos y unos personajes a veces realistas y a veces absolutamente
increíbles. Ello hace que estos relatos trufados de aventuras, acción, terror e
incluso fantasía y ciencia ficción (capítulo Área
51 y referencias a los avistamientos de ovnis de Los extraños), dejen una indeleble huella
anímica que hace disfrutar de su lectura y deja un poso de pérdida al cerrar el
libro.
La
base estructural vuelve a ser la idea de la confusión de
identidades: de roles, pecados, pensamientos, miedos… entre personaje y
creador, este juego de espejos que Bilbao extrema en esta última
entrega. Igual que John Bramble, el
escritor de las novelas sobre el Basilisco en la época de John Dunbar, Jon-personaje,
el escritor que hace lo propio en la actualidad, y también Jon Bilbao, claro, necesita ser él: Bramble
buscaba confundirse con Dunbar. Necesitaba ser él. Y cuando no
necesita propiamente ser él, se encuentra, como mínimo, huyendo de los mismos
demonios que acosan a sus personajes: ¡La Araña!
De
lo que no hay duda es que Bilbao, un autor en estado de gracia, ha utilizado
todas sus habilidades narrativas para que la obra fluya sin embrollos,
altibajos o palabras inadecuadas. Su capacidad para presentar las escenas
mediante panorámicas descriptivas (en Cinemascope y Technicolor) que
permiten que los personajes se fijen con mayor fuerza en la memoria del lector,
logra que su escritura, por un lado, se articule como una película de Sam
Peckinpah con banda sonora de Bob Dylan; mientras que, por el otro,
consigue igualmente cautivar desde la cercanía del contexto personal de Jon con una intimidad espinosa propia de John
Casavette con música de Bill Conti.
Desde
luego, Jon Bilbao ha conseguido desnudar el
proceso creativo y convertirlo en literatura, confiriendo tantas capas de
lectura a la ficción que, la realidad primera, la que supone el origen del
relato, se convierte en un elemento más, perdiendo la posición privilegiada que
suele tener en la estructura de la obra. Porque aquí lo principal es la ficción
y el modo en el que afecta tanto al escritor como al lector.
UMBRALES Y PROCESO CREATIVO
Durante
ese despliegue incesante de historias, Bilbao va acotando el terreno que le
interesa: esos espacios fronterizos (umbrales) entre una realidad
atormentada y una ficción terapéutica. Ya al comienzo del texto, el autor
cuenta cómo el tráiler (de menos de dos minutos de duración) de la película Tarántula, visto de niño en el cine Divino
Argüelles de Ribadesella, fue la causa de su terror a las arañas (hasta ese
momento inexistente, pese a vivir en una casa de campo, plagada de ellas), y se
plantea que, a la inversa, la ficción pueda ayudar a dominar conflictos
internos y superar traumas. En cualquier caso, mientras los personajes de Jon-personaje se enfrentan a materializaciones de
esos y otros males, también se advierte, a través del personaje de Juan, el director de la compañía de teatro, como
la ayuda que la ficción nos presta es limitada, es transitoria y puede ser
ilusoria.
¿Acaso
no había experimentado él, en carne propia, el efecto profundo y permanente que
una ficción —en su caso el mero anuncio de una obra de ficción— puede ejercer
sobre alguien?
Bilbao ha confeccionado una
madeja de historias que se reflejan, se armonizan y se hacen
guiños mutuos; que se mueven por distintos planos temporales para dar a
entender que el rigor del tiempo se relaja en la ficción, dueña y señora del
mismo en su mundo. Porque la cuestión quizá más relevante y mejor tratada en
este minucioso y complejo juego de espejos sea el poder de la
ficción, su autonomía, jugando con diferentes capas de creación para
llegar al alma (del lector, pero también del escritor), reflejando sentimientos
en este ramillete de relatos creados por personajes de ficción que se reflejan
en otro relato hasta no dejar nada sin exponer. No deja de ser relevante que la
novela desemboque en la aparición de un grupo teatral que representa en la boca
de una cueva aventuras de John Dunbar en
presencia del verdadero Dunbar (que también
es un personaje de ficción) con lo que se escenifica (propiamente) otros dos temas
claves del libro: por una parte, el mito de la identidad singular o pura: Dunbar es Basilisco y viceversa, pero en Matamonstruos a
Basilisco se le pretende desechar por lo que representa de instinto y
violencia (mera supervivencia, al fin y al cabo). Por otra, la función
de la ficción como exorcismo, que permite cargar sobre ella las consecuencias
que supondría la vivencia del episodio concreto en la realidad.
En
una historia de umbrales (los de la residencia familiar en Ribadesella; los
de las cuevas; los que se establecen entre ficción y no ficción…), con su
propio dios, (Término), el
cine aparece como un umbral definitivo; la razón que obliga a cambiar
definitivamente la manera de contar historias. A lo largo de sus páginas se
presenta el ocaso de formas de representación: el circo, el teatro ambulante,
el escritor de novelas de baratillo… mientras la escritura resiste (¡!). Se
niega a enmudecer y busca su razón de ser en la raíz, en los orígenes. Este es el
mensaje: los formatos pueden cambiar, pero la esencia de un buen relato no
cambia apenas.
DE LA
SORPRESA AL DESASOSIEGO
Se
puede decir que Matamonstruos
supone no poner límites a la ficción, es decir, construir sin sujeciones
o al menos sin la obligación de entretener por entretener. Se trata de una rigurosa
demostración de arte narrativo: un arriesgado ejercicio de literatura que
impacta de verdad, mucho más de lo que se espera de esa escritura
pretendidamente vanguardista que tanto prolifera últimamente. Bilbao va levantando, relato a relato, página a
página, una loa a la ficción, a su poder para generar sentimientos y provocar
incluso estados de ánimo: henchirnos de tristeza o proporcionarnos valor para
afrontar la vida real.
El
otro eje temático es la familia y sus hilos envolventes que pueden
procurar tanto amparo y cariño, como agobio y sujeción. De hecho, la
imposibilidad de encontrar el sosiego y la paz con su familia es el problema
vital que comparten Jon y su personaje, John Dunbar: no pueden escapar, lo cual se traduce
en un drama constante, que en Jon se vincula
a la escritura y a la recuperación de la casa de Ribadesella; y en Dunbar al asentamiento en el Valle de las Rocas y,
en última instancia, a la violencia.
La
lectura de esta novela exige no olvidar de dónde viene, pues es la entrega que
cierra uno de los proyectos narrativos más ambiciosos y sugestivos de
nuestro país en los últimos años conformando un conjunto
homogéneo y magnífico. Si hubiera que calificarla, podría decirse que se trata
de una obra desasosegante y sorprendente.
Sorprendente,
efectivamente, porque no siendo realmente un wéstern al finalizarla deja
la impresión de un wéstern al uso (incluso, de vez en cuando, de una
película del género). E igualmente deja un poso melancólico respecto a la realidad
del creador del wéstern, el escritor que intenta sobrevivir en el mundo
actual. Sorprende, igualmente, la incursión en la mente de los
personajes (Jon y John) que se
mezclan, se confunden y otras veces se separan inexorablemente (idea de la
confusión de identidades); a ratos metaliteratura pura y dura, a ratos
pura fantasía metafísica. Y esto sin olvidar nunca la acción y la violencia (en
Ribadesella, sublimadas; en el Oeste, explícitas), aunque siempre
(magistralmente) elípticas.
Desasosegante
porque, aunque se puede leer como una entretenida novela de aventuras,
la parte final y las incursiones contemporáneas, entroncadas en la novela breve
Los extraños, introducen una
reflexión inquietante: Una parte de la ficción siempre permanece fuera de
nuestro alcance, se niega a dejarse domar y a servir de alivio a nuestras
necesidades. Las ficciones se apilan unas sobre las otras, construyen torres
que no necesariamente se vuelven más esbeltas a medida que se elevan, sino que
pueden engrosar, aspirando a emular la base en que se apoyan, nuestra realidad,
no lo olvidemos, a emularla en lo complejo y lo tangible, pero declinando
imposiciones, condicionamientos y servidumbres. El ejemplo más claro es la página 297, donde se expresa, a manera de
hipótesis (o quizá de tesis) la engañosa relación entre ficción y realidad, más
aún, sobre qué sean ficción y realidad: un peculiar modo de navegar
desde la ficción por los secretos, ilusiones y fracasos humanos.
GRAND
FINALE
Como
última entrega, su final supone la conclusión de la trilogía. Por ello conviene
destacar que, en la segunda mitad de la obra, Jon
Bilbao se decanta por la metaficción y el juego de espejos. Los dos
últimos capítulos y el posfacio se constituyen en el mejor ejemplo.
El
cierre es magnífico: la ambientación, el simbolismo (cuevas, túneles, arañas) y
también el onirismo se convierten en eje narrativo, realzados por un lenguaje
muy conciso en lo visual. Bilbao podría
haber elegido un cierre más fácil y seguro, pero se arriesga dando una (inesperada)
vuelta a un personaje literario ya icónico. El juego de espejos llevado al
límite, plagado de simbolismo entre descripciones y atmósferas construidas de
manera minuciosa y que introducen dentro de los universos creados a través de
diferentes capas narrativas. Incluso se atreve a llevar la trama, como se ha
dicho, a un planteamiento de tono filosófico sobre los límites y las conexiones
entre la realidad y la ficción.
Pero
como todo lo reflejado en la obra es ficción, incluso la parte que concierne a
ese Jon-personaje, el origen último, la
fuente de la que surge, toda la obra se diluye como en una visión de la que no
sabemos si es un espejismo o una realidad. El resultado es una trilogía,
escrita a lo largo de cinco años, que resulta abrumadora: un elogio de la
literatura en la que realidad y ficción confunden causas y efectos.
La
única pega que quizá pueda achacársele es que en las primeras cien
páginas hay quizá demasiada retrospección (y explicación: es la entrega más
explicativa) y que algunos de sus personajes se expresan de una forma
excesivamente pulida (detrás de los diálogos de la madre de Jon se percibe al
autor hablando por ella). Sea como fuere, sin duda se trata de una obra admirable,
con pequeños defectos (algunos descensos a la simpleza del folletín menos
literario) y grandes virtudes (un lenguaje exquisitamente adusto y un
equilibrio armónico envidiable).
Mención especial merece el capítulo El Valle de las Rocas. Un relato en tres actos, donde hacen su aparición los monstruos retratados con una minuciosa y elíptica técnica grotesca que protagonizan las escenas más salvajes de la trilogía. Se desarrolla con una combinación de detalle y elipsis, que va encajando descripción, narración y diálogo hasta conseguir que el mecanismo de la violencia y el horror funcione con la contundencia de un grand guignol. Porque, no solo se aprecia cómo se articulan las piezas, sino también la mano del autor, el papel en el que escribe e incluso la inexistente cámara que graba (las obras de Bilbao Son tan sensitivas que se ven y se huelen): el proceso completo. Y, a partir de ahí, el descenso hacia ese final apoteósico con la pantalla agujereada por las balas de la ficción.
«La ficción puede hacer daño, te puede desconectar de la realidad»
(Jon Bilbao)

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