martes, 17 de diciembre de 2024

EL RUIDO DEL TIEMPO

 

«EL RUIDO DEL TIEMPO»
Julian Barnes
(2016)


«¿Qué podía oponerse al ruido del tiempo? Sólo esa música que llevamos dentro la música de nuestro ser que algunos transforman en auténtica música. Que, a lo largo de décadas, si es lo suficientemente fuerte y auténtica y pura para acallar el ruido del tiempo, se transforma en el susurro de la historia.
A esto se aferraba él.»

 

He de anticipar que, personalmente prefiero las obras donde Julian Barnes (Leicester, 1946) echa mano de asuntos o proyectos extrínsecos a sus ficciones puras de cosecha propia. Tanto sus recreaciones de escenarios y situaciones establecidas en la cultura judeocristiana, caso de lo divertidísimos relatos (primero y último) de Una historia del mundo en diez capítulos y medio; como las novelas que profundizan en un episodio de la vida de un autor, caso de Arthur & George; o las que, como El loro de Flaubert, indagan sobre la vida y obra del escritor. Y ésta es una de ellas...

EL ARTISTA Y EL PODER

EL RUIDO DEL TIEMPO (2016), novela biográfica de Julián Barnes, cuenta la historia del pusilánime y obsesivo compositor ruso Dimitri Dimítrievich Shostakóvich (San Petersburgo, 1906 - Moscú, 1975), presentando las condiciones vitales y profesionales de un artista en una dictadura. No es una biografía al uso, que siga un hilo cronológico convencional de las vicisitudes de la vida privada o incluso pública de Shostakóvich; el tema de la novela es la actitud del artista con respecto al Poder, su relación con éste y cómo puede condicionar (de hecho, siempre lo hace) su creatividad y su obra. Pero no sólo el Poder político o económico, sino el ambiente social y el momento histórico en los que vive el artista; ese ruido del tiempo al que hace referencia el título (tomado del de la obra en prosa, de 1925, del poeta ruso Ósip Mandelsltam). Novela también sobre las concesiones que uno está dispuesto a hacer, sobre la cobardía y sobre la traición (empezando por cometida contra uno mismo).

El ruido del tiempo ofrece un largo monólogo interior (aunque escrito en tercera persona) del más célebre (junto a Serguéi Prokófiev), esquivo y contradictorio compositor de la Unión Soviética. Considerado, en Occidente, como un artista incondicional del régimen y un símbolo del mismo; el libro, sin embargo, relata las penalidades del compositor, que colaboró fielmente con las autoridades comunistas para no ser una víctima más de las terroríficas purgas orquestadas por Iósif Stalin, como lo fueron Ósip Mandelshtam o Isaak Bábel. Muestra cómo, a pesar de sus desencuentros con el Poder, logró sobrevivir a la época de Stalin y morir como un músico de éxito respetado internacionalmente, aunque carcomido por tormentos morales de los que nunca pudo recuperarse.

Barnes toma a Dmtri Shostakóvich como pretexto para plantear la verdadera fatalidad que supone ser artista en un régimen totalitario, dado que no es posible refugiarse en lo puramente formal, pues la forma siempre implica una posición estética con una resonancia política.

La afición musical de Julian Barnes que determinaron que el protagonismo de esta novela recaiga en un compositor, ya se habían manifestado en sendos relatos contenidos en La mesa limón (2004): Vigilancia, donde el protagonista asiste, asediado por las toses vecinas, a un concierto en el Royal Festival Hall en el que se interpreta la Cuarta Sinfonía de Shostakóvich; y El silencio, que cierra el volumen, donde la voz narrativa pertenece a un anciano e innominado Jean Sibelius.

Por otra parte, no es la primera vez que se toma a Shostakóvich como personaje novelístico. En Europa Central (2005), de William T. Vollmann, comparte protagonismo con otros personajes históricos y, donde se le presenta (además de como creador fiscalizado y oprimido por el régimen) sobre todo como un hombre enamorado. Aparece también, aunque no ficcionalizado, en Leningrado. Asedio y sinfonía (2014) de Brian Moynahan, como un músico heroico inmerso en la composición de su titánica Séptima Sinfonía en su ciudad natal; o en la magnífica Sinfonía para los muertos: Dmitri Shostakóvich y el asedio de Leningrado (2015), de Matthew Tobin Anderson.

ESTRUCTURA A TRES

La novela y su ficción se articulan como un auténtico flujo de conciencia desarrollado por un narrador omnisciente que desvela recuerdos fragmentados de toda una vida de incertidumbres. Mediante este recurso se despliegan décadas de una existencia ensombrecida por la opresión y se exponen los fantasmas que presumiblemente acompañaron al compositor durante esa vida de constantes incertidumbres y coartadas morales.

Por medio de tres calas equidistantes (tres pivotes narrativos correspondientes a situaciones de terror, derrota y humillación) en la biografía de Shostakóvich, tres episodios bien conocidos y no especialmente originales, separados por periodos de doce años (y coincidentes con coincidentes años bisiestos). El editorial de Pravda (Bulla en vez de música) que denigraba Lady Macbeth de Mtsensk dos días después de que Stalin hubiera asistido a una representación de la ópera (1936). Un nuevo ataque al supuesto formalismo de su música por parte de las autoridades (1948) y su viaje a Nueva York el año siguiente como miembro de la delegación soviética en el Congreso Cultural y Científico para la Paz Mundial. Y su tardía afiliación formal al Partido Comunista, que le impusieron para poder ser nombrado presidente de la Unión de Compositores de la Federación Rusa (1960). Barnes los salpica de datos que va introduciendo en aparente desorden, con constantes saltos atrás y adelante, para dar apariencia de verosimilitud a ese flujo de conciencia (aunque, no siempre la logre).

El libro se estructura pues en esas tres partes a través de los recuerdos y reflexiones que asaltan al compositor en momentos de espera, bajo diversas circunstancias en cada una de las cuales se describe una situación concreta a modo de narración enmarcada que ofrece el punto de partida para tales recuerdos y cavilaciones por aparte de Shostakóvich, que sin nada más que hacer, se deja llevar por los pensamientos que dedica a su vida, a su música, a su familia... pero sobre todo, a su relación con el Poder, sus diálogos (casi siempre incoherentes) con éste y cómo afectó a su carrera, a su obra musical y, sobre todo, a su vida.

EL MARCO…

La novela comienza y finaliza con la misma escena. A través de ese detalle poético se enmarca delicadamente la reflexión lírica de la novela. Shostakóvich viaja con un amigo en un tren que se detiene en una estación apartada, en medio de la inmensidad del territorio ruso. Por el andén deambula un mendigo, un veterano de guerra, al que han amputado las piernas en la Gran Guerra, que canta procaces canciones cuartelarias para agradar a los viajeros y así obtener unas monedas. El compositor y su amigo le muestran la botella de vodka que llevan y el mendigo accede a beber con ellos. Se apean provistos de unos vasos que llenan, pero con diferente cantidad. Al brindar, la diferente cantidad de vodka en cada vaso produce una armonía que Shostakóvich capta de inmediato. Una escena sencilla: la armonía de vasos de vodka en un andén olvidado brindando con quien lo ha perdido todo, menos la voz para cantar, beber vodka y pedir para sobrevivir. Barnes, mediante la voz de un Shostakóvich desdichado, angustiado y, pese a todo, puro, muestra que la música es universal y está en todas partes, independientemente de las circunstancias del poder, la miseria humana y las desgracias existenciales, más allá del ruido del tiempo, de la historia, de las contingencias y pérdidas. Un marco ideal para una novela en la que la esencia del arte se sitúa más allá del miedo, la culpa y el dolor.

De ese comienzo, en letra cursiva, de la primera parte de la breve narración enmarcada, se pasa al desarrollo de la narración principal que comienza con una imagen grotesca y perturbadora: Shostakóvich pasando la noche de pie junto al ascensor de su edificio, frente a la puerta de su apartamento, vestido y con una maleta, esperando a que la policía secreta (NKVD) llegue a detenerle, para así evitar que irrumpan en su casa y su esposa y su pequeña hija tengan que pasar por esto (circunstancia más que habitual en aquel tiempo y lugar).

…DE NARRACIÓN ENMARCADA

En esa primera parte (En las escaleras) se describe una situación de 1936: después de que la ópera Lady Macbeth de Mzensk ocasionara el descontento de Stalin y Shostakóvich fuera declarado enemigo del pueblo, acusándole también de ser cómplice de una conspiración contra el Gran Timonel, espera todas las noches ser arrestado por la NKVD: convencido de que su fin está cerca, decide estar preparado. Espera de pie frente al ascensor, con una pequeña maleta en la que empaca un pijama, un cepillo de dientes, un dentífrico, para salvar a su familia de las tribulaciones de la detención. Noches enteras en vela en las que medita sobre su existencia y los compromisos a que le obliga componer en una sociedad constreñida y asfixiante. Pasan por su mente el primer amor, su timidez, su talento para la música y su torpeza para con los seres humanos, las ideas sobre el amor libre, las adaptaciones que conlleva tener una familia… Shostakóvich se ve forzado a elegir entre ser un mártir o un artista superviviente… y prefiere sobrevivir.

La segunda parte (En el avión) sitúa a Shostakóvich en el vuelo de regreso desde Nueva York en 1949, donde ha asistido a un congreso de paz soviético-estadounidense en los comienzos de la guerra fría (1948). A los ojos de la dirección soviética, ha sido rehabilitado. Si bien no hubiera querido participar en el congreso para no dejarse monopolizar por la propaganda estatal, no ha tenido otra opción. Incluso ha tenido que desvincularse oficialmente de algunas de sus obras anteriores y de los compositores que realmente admiraba, pero que iban en contra de la doctrina del arte socialista realista.

Ese viaje solo le reporta más degradación moral y un sentimiento de culpa que le acompañará siempre. Ha de pronunciar como suyos los discursos que le han escrito los funcionarios del Estado; comulgar con artículos que se han atribuido a su nombre sin que siquiera los haya visto de antemano, responder a preguntas hirientes de quienes asisten a sus conferencias, sobre todo de Nicholas Nabokov (pariente del famoso escritor y colaborador de la CIA, como se sabrá después), quien hace hincapié en su condena de la música formalista y, en especial, de Ígor Stravinski (compositor al que más admira), hace años exilado en dicho país y que se ha negado a asistir, para no apoyar la farsa de ese congreso por la paz y al régimen que desprecia. El discurso que pronuncia lo hace con monotonía displicente, las respuestas le salen prefabricadas y sosas, su actitud es vacua y desencajada. En el avión, se pregunta cómo ha podido llegar a tal nivel de bajeza moral, de constante cobardía.

La tercera parte (En el coche) muestra a un Shostakóvich maduro, reconocido y asentado en su profesión, que revisa los últimos años del artista en la era del sucesor de Stalin, Nikita Jruschov (Nikita el Mazorca). Se ha convertido en el compositor más famoso de su país, es conducido por Moscú por su chofer y es director de la federación de compositores de Rusia. Para ello, ha tenido que hacerse miembro del Partido Comunista, lo que había evitado toda su vida, ya muerto Stalin y durante el proceso de cambio desde el período del culto a la personalidad al de reformas parciales y apertura hacia Occidente. Acepta las muchas medallas y honores del estado con bastante indiferencia. Lee discursos y firma artículos periodísticos que otros han escrito para él. Sus amigos saben que piensa realmente, pero todos los demás lo ven como un lacayo del gobierno soviético. Cree que se ha ajustado demasiado al sistema y, como resultado, ha perdido el respeto por sí mismo. Sin embargo, ya no tiene los frecuentes pensamientos suicidas que tenía en años anteriores.

Ahora se le necesita para darle un nuevo lustre al comunismo soviético y para dirigir los destinos de la música en Rusia. Antes, el compositor ha sido sometido a una reeducación política a domicilio, que aseguraría su comprensión de los principios básicos del socialismo realmente existente, uno de los cuales era asentir y callar. Barnes pretende hacernos creer que Shostakovich no tiene más remedio que afiliarse, lo que le ocasiona el desprecio de muchos y que se suma a su larga lista de cobardías y culpas, por las que sufre el más acerbo remordimiento, por la que se desprecia a sí mismo incluso más que antes. Pero ahí está, su fama consolidada, su reputación a salvo, su música interpretada en todas partes: miembro del Partido y de una élite de artistas que el Poder utiliza para promocionarse, para justificarse. Unos años después moriría, admirado por su país y el mundo musical, pero derrotado por el poder, quebrado en su conciencia, lo que expresaría al final de su vida en una serie de cuartetos desgarradores y tortuosos que expresarían mejor que cualquier biografía su tormento interior.

CHISPAZOS DE CONCIENCIA

Julian Barnes utiliza una prosa introspectiva, fluida y levemente lírica para recrear este descenso a los infiernos de Shostakóvich. Novela la conciencia del compositor durante algunos momentos cruciales de su vida, haciendo uso de un estilo libre indirecto íntimo (mediante el que se insertan en la voz del narrador enunciados propios del protagonista), y algo desapegado a la vez, a la manera del monólogo interior, pero equilibrando el relato con referencias a la situación política y social de la Unión Soviética del momento, con escenas verosímiles de supuestas conversaciones con el Poder y con episodios de su vida personal.

Narrada con un tono general poético, de intensidad contenida, despliega el desgarramiento de una conciencia que se ve constreñida por sus principios artísticos y éticos de un lado, y la necesidad de sobrevivir, tanto él como su familia, amigos y allegados, en una sociedad en la que la más mínima desviación o signo de disidencia podía costar la vida a todos, del otro. El resultado es una novela escrita con acierto técnico y expresamente documentada (al final se revelan las fuentes en que se ha basado su escritura), pero no exenta de disonancias, pues entre el sujeto de su exploración poética y lo que se sabe del mismo (de la época, de la cultura y del propio compositor) no se ajustan, predominando la visión del autor: el Shostakóvich que, a pesar de sus desencuentros con el Poder, logró sobrevivir a la época de Stalin y morir como un músico de éxito y respetado internacionalmente, pero estragado por abismos morales de los que nunca supo recuperarse.

Un detalle formal curiosamente llamativo del libro radica en la capacidad de componer una biografía interior con originales y diversos matices a partir de la ficción, colmándola de las prerrogativas y licencias propias de la narrativa, sin reducir la verosimilitud del relato. Más bien, al contrario, Barnes logra mayor veracidad, una ficción más real quizá que la realidad conocida sobre el compositor y su tiempo.

FORMA SOBRE FONDO

Desde los discontinuos fragmentos de los párrafos iniciales, el lúcido narrador que se percibe tras todas esas imágenes parece garantizarles un significado simbólico. Barnes muestra atesorar una idea pertinente de cómo era la vida en la Unión Soviética; y capta perspicazmente el humor negro, la ironía y el cinismo que impregnaban los círculos intelectuales en lo que se movía Shostakóvich… Pero, si bien la novela está bellamente escrita, pues Barnes escribe con lúcida claridad y su prosa tiene un ritmo increíble (con esos pasajes largos interrumpidos por destellos intermitentes de frases sueltas), el fondo al que sirven, la contemplación del tormento interior que corroe al protagonista, acaba por resultar tedioso (mientras la música, su principal preocupación, permanece ausente casi por completo).

Aunque el libro pueda leerse como una novela histórica sobre la verdad, el miedo y el oportunismo, es sobre todo una novela de artista que conserva la esperanza de que, si no el mismo, al menos su arte pueda elevarse por encima de los abismos de la historia. El problema es que se ha escrito tanto sobre todos estos temas que despacharlos en las doscientas páginas de una novela casi rigurosamente monódica, ajena a la requerida polifonía que exige el tema (y que convierte El loro de Flaubert en una joya literaria), supone un gran riesgo: es demasiado (y excesivamente complejo) lo que se conoce al respecto y El ruido del tiempo parece obviarlo, quizá por ello deja una cierta sensación de lectura trasnochada.

Efectivamente, contiene lúcidas frases aisladas, como la referida al título: El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo (p. 105). Ofrece, asimismo,  pasajes logrados, como los dedicados a Shakespeare (págs. 100-102);  a los «encuentros históricos» con Stravinsky y Ajmátova (p. 149); o al repaso crítico a algunas figuras de la época, como Picasso o Sartre (págs. 146-147), entre otros.  Pero el conjunto encaja mal en el espinoso ámbito de las guerras de Shostakóvich que ha venido librándose en las cuatro últimas décadas. Barnes realmente esgrime con soltura y oficio muchas piezas, pero tanto el Shostakóvich privado (introvertido e inasequible) como el público, cuya connivencia con un Estado dictatorial le salvó la vida, solo se atisban, en el mejor de los casos, tangencialmente.

EL SHOSTAKÓVICH DE BARNES…

Precisamente la mayoría de las críticas negativas se han centrado en la caracterización del protagonista. Cuando Barnes escribe la novela sin duda sabía dónde se metía, la figura de Shostakóvich ha sido (y lo es todavía) especialmente controvertida, así pues, abordar su historia, suponía tomar partido en la contienda de posicionamientos sobre el compositor. Y lo hizo con todas sus consecuencias: al final del libro, admite que sus dos principales fuentes han sido Shostakovich. A Life Remembered (1994), historia oral en la que Elizabeth Wilson (primera biógrafa en mirarlo desde otros ángulos, atender a otras voces, y abrir a esa dimensión personal, íntima y moral que define realmente a las personas) deja que hablen otros (más complacientes que críticos) para transmitir una sensación de neutralidad; y Testimonio (1979), el polémico (cuando no, directamente calificado de fraude) libro de Solomon Volkov, principal desencadenante de las llamadas guerras de Shostakóvich.

La novela, como El loro de Flaubert, mezcla ficción y biografía, memoria y mito. Pero a diferencia de aquella, que señalaba la imposibilidad de reconstruir una biografía, ésta intenta precisamente eso: Barnes asume un conocimiento sobre los pensamientos y emociones privados de Shostakóvich, basándose en esas memorias (no especialmente apreciadas por los especialistas), y pretende que creamos que nos está introduciendo en su cabeza.... Así, consuma desde la novela la caracterización iniciada por Wilson desde la biografía: la ocurrencia de contar anécdotas para recalcar que lo importante no es tanto la veracidad de sus hechos, como su significado: (…). Lo importante no era tanto la veracidad de los hechos de una anécdota concreta como lo que significaba. Lo que significan para Shostakóvich, y para nosotros. El resultado es el Shostakóvich que Barnes imagina no un héroe, sino un gran compositor cuya música aspira a trascender las circunstancias de la historia.

En última instancia, todos elegimos en qué queremos creer y, en este caso, Barnes ha elegido una figura muy próxima a la de Volkov: un Shostakóvich amargado y golpeado por la vida. El disidente secreto, el que hacía justo lo contrario de lo que parecía estar haciendo, el artista aplastado por el régimen (que, sin embargo, lo colmó de cargos oficiales y condecoraciones, seis premios Stalin incluidos), el que incluía constantes mensajes en clave en sus composiciones, el que ha acabado prendiendo en la opinión pública e imponiéndose en las salas de conciertos occidentales.

Un Dmitri Shostakóvich que da la cara y elige evitar la heroicidad de la muerte cediendo ante el poder y traicionando sus convicciones morales. Que escoge vivir con cobardía, desazón y arrepentimiento; desenvolviéndose como pudo para salvaguardar su música. En suma. una especie de cobardía heroica. Este Shostakovich remite a los orígenes sagrados de la música, a su pureza elemental, al espacio armonioso desde el que brota la creación armónica que supera las circunstancias (sociológicas, ideológicas o políticas) de su época, la que hace olvidar sus tormentos, cobardías y humillaciones.

Un Shostakóvich que parte de la crítica ha percibido, incluso, más inglés que ruso: debido a sus reflexiones sarcásticas y circunspectas, marcadas por el miedo, la culpa y el desprecio de sí mismo, pero manifestadas con la resignación de un venerable profesor británico (de Oxford o Cambridge). Ciertamente nadie puede conocer las pasiones convulsiones de su conciencia, pero si se toma la literatura rusa como referente (pues no deja de ser un personaje de novela), se puede afirmar que el Shostakóvich de El ruido del tiempo está lejos de los rasgos de los principales personajes de esa literatura.

EL SUSURRO DE LA HISTORIA

Mas allá de la verdadera personalidad del hombre y la naturaleza moral del artista, el tema de fondo, el verdadero motivo de la novela es, sin duda, la (bella e interesante) reflexión sobre los límites entre integridad y corrupción, entre la honestidad artística y la personal, y la redefinición de la heroicidad y la cobardía en una época en que fue factible (aunque nunca fácil) ser héroe, pero muy difícil ser cobarde. Barnes se sirve para ello tanto de Shostakóvich como de sus coetáneos, con el fin de presentar un esbozo de las distintas posibilidades del ser moral: dar la espalda a la situación, huir y permanecer ajeno a los problemas (como Stravinski); mirar de perfil y sacar ventaja de una natural inocencia y pasividad (como Prokófiev); ponerse frente al poder y elegir entre insubordinarse y verse represaliado-morir (Anna Ajmátova), o someterse y resistir (Shostakóvich).

Porque, si algún tema insufla y estructura la novela, es el de la cobardía, la de quienes tuvieron que vivir en un sistema criminal que no respetaba ningún límite ético o político, una cobardía que suscita las reflexiones amargas e irónicas del Shostakovich de Barnes, que le hacen incluso postular la paradoja de que se requiere más valentía para persistir en la cobardía toda la vida, con la constante amenaza de detención, represalias y humillación, que ejecutar un acto heroico que significase el fin de la vida en la Unión Soviética, hecho que le ocurrió a muchos otros artistas, conocidos y desconocidos. Una cobardía que solo encuentra respiro en la ironía, en el cinismo, en el silencio. Y en la música, por supuesto, la que sostiene su vida y su existencia, más allá del absurdo de la tiranía.

En ese eterno problema de la tensión entre libertad artística y poder estatal absoluto, Barnes pretende dejar al lector el juicio moral a ese compositor (ojo, el personaje creado por él) que tuvo que traicionar su conciencia para sobrevivir y crear una de las obras musicales más notables del siglo veinte (admirada por unos, considerada mediocre por otros). Pese a que la música pertenezca a otro orden que el simbólico o el racional, la obra Shostakovich no pudo evitar que, según la interpretación despótica, se vieran en ella luchas de clases o irónicos desplantes al poder. Su caso y su obra han sido (y siguen siendo) debatidos, asumiendo siempre que la música traduce realidades que le son ajenas o distantes. La disputa académica quizá no tiene solución o final. Pero, para el Shostakovich de Barnes, la música es la que le hace olvidar sus tormentos, cobardías y humillaciones.

El ruido del tiempo es, pues, una novela arriesgada sobre un artista que no se atrevió a desafiar al poder totalitario, que postula que no se le puede recriminar su deseo de sobrevivir, pues el heroísmo es un gesto de grandeza, no un imperativo ético. El Dmitri Shostakóvich de Barnes resulta muy humano y juzgarle hoy desde las libertades democráticas sería injusto; como absurdo, despreciar su música. Sus grandes obras han sobrevivido a todo y a todos y, con independencia de la biografía de su creador, nunca han perdido su valor como arte en estado puro. Para Stalin, caprichoso, paranoico y megalómano, la humanidad se dividía en revolucionarios (que aceptaban su autoridad y acataban sus órdenes) y contrarrevolucionarios (quienes se oponían a sus designios, los matizaban o, sencillamente, los contemplaban con indiferencia) y sus purgas se parecían a la tala de un árbol. Cada tajo hacía saltar infinidad de astillas. Shostakóvich le había irritado y para no ser una de esas astillas, debió manifestar públicamente su arrepentimiento y jurar lealtad incondicional al gran líder. Pero, a la postre, logró que El arte (su música, que) es el susurro de la historia se oiga por encima del ruido del tiempo.

«Y sabía, por consiguiente, que todas las definiciones verdaderas del arte son circulares, y todas las definiciones falsas del arte le atribuyen una función específica.»

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