«EL
RUIDO DEL TIEMPO»
Julian
Barnes (2016)
«¿Qué
podía oponerse al ruido del tiempo? Sólo esa música que llevamos dentro —la
música de nuestro ser— que algunos transforman en auténtica música. Que, a lo
largo de décadas, si es lo suficientemente fuerte y auténtica y pura para
acallar el ruido del tiempo, se transforma en el susurro de la historia.
A
esto se aferraba él.»
«¿Qué
podía oponerse al ruido del tiempo? Sólo esa música que llevamos dentro —la
música de nuestro ser— que algunos transforman en auténtica música. Que, a lo
largo de décadas, si es lo suficientemente fuerte y auténtica y pura para
acallar el ruido del tiempo, se transforma en el susurro de la historia.
A
esto se aferraba él.»
He de anticipar que, personalmente prefiero las obras donde Julian Barnes (Leicester, 1946) echa mano de asuntos o proyectos extrínsecos a sus ficciones puras de cosecha propia. Tanto sus recreaciones de escenarios y situaciones establecidas en la cultura judeocristiana, caso de lo divertidísimos relatos (primero y último) de Una historia del mundo en diez capítulos y medio; como las novelas que profundizan en un episodio de la vida de un autor, caso de Arthur & George; o las que, como El loro de Flaubert, indagan sobre la vida y obra del escritor. Y ésta es una de ellas...
EL ARTISTA
Y EL PODER
EL RUIDO DEL TIEMPO (2016), novela biográfica de Julián
Barnes, cuenta la historia del pusilánime y
obsesivo compositor ruso Dimitri Dimítrievich Shostakóvich (San
Petersburgo, 1906 - Moscú, 1975), presentando las condiciones vitales y profesionales
de un artista en una dictadura. No es
una biografía al uso, que siga un hilo cronológico convencional de las
vicisitudes de la vida privada o incluso pública de Shostakóvich;
el tema de la novela es la actitud del artista con respecto al Poder, su
relación con éste y cómo puede condicionar (de hecho, siempre lo hace) su creatividad
y su obra. Pero no sólo el Poder político o económico, sino el ambiente social
y el momento histórico en los que vive el artista; ese ruido del tiempo
al que hace referencia el título (tomado del de la obra en prosa, de 1925, del
poeta ruso Ósip Mandelsltam). Novela también sobre las concesiones que uno
está dispuesto a hacer, sobre la cobardía y sobre la traición (empezando por cometida
contra uno mismo).
El ruido del tiempo ofrece un largo monólogo
interior (aunque escrito en tercera persona) del más célebre (junto a Serguéi
Prokófiev), esquivo y contradictorio compositor de la Unión Soviética.
Considerado, en Occidente, como un artista incondicional del régimen y un
símbolo del mismo; el libro, sin embargo, relata las penalidades del
compositor, que colaboró fielmente con las autoridades comunistas para no ser
una víctima más de las terroríficas purgas orquestadas por Iósif Stalin,
como lo fueron Ósip Mandelshtam o Isaak Bábel. Muestra cómo, a
pesar de sus desencuentros con el Poder, logró sobrevivir a la época de Stalin y morir como un músico de éxito respetado
internacionalmente, aunque carcomido por tormentos morales de los que nunca pudo
recuperarse.
Barnes toma a Dmtri
Shostakóvich como pretexto para plantear la verdadera fatalidad que
supone ser artista en un régimen totalitario, dado que no es posible refugiarse
en lo puramente formal, pues la forma siempre implica una posición estética con
una resonancia política.
La afición musical de Julian Barnes que determinaron que el protagonismo
de esta novela recaiga en un compositor, ya se habían manifestado en sendos
relatos contenidos en La mesa limón
(2004): Vigilancia, donde el
protagonista asiste, asediado por las toses vecinas, a un concierto en el Royal
Festival Hall en el que se interpreta la Cuarta Sinfonía de Shostakóvich; y El
silencio, que cierra el volumen, donde la voz narrativa pertenece a
un anciano e innominado Jean Sibelius.
Por
otra parte, no es la primera vez que se toma a Shostakóvich
como personaje novelístico. En Europa Central
(2005), de William T. Vollmann, comparte protagonismo con otros
personajes históricos y, donde se le presenta (además de como creador
fiscalizado y oprimido por el régimen) sobre todo como un hombre enamorado. Aparece
también, aunque no ficcionalizado, en Leningrado.
Asedio y sinfonía (2014) de Brian Moynahan, como un músico heroico
inmerso en la composición de su titánica Séptima Sinfonía en su ciudad
natal; o en la magnífica Sinfonía para los
muertos: Dmitri Shostakóvich y el asedio de Leningrado (2015), de Matthew
Tobin Anderson.
ESTRUCTURA
A TRES
La
novela y su ficción se articulan como un auténtico flujo de conciencia desarrollado
por un narrador omnisciente que desvela recuerdos fragmentados de toda
una vida de incertidumbres. Mediante este recurso se despliegan décadas de una
existencia ensombrecida por la opresión y se exponen los fantasmas que presumiblemente
acompañaron al compositor durante esa vida de constantes incertidumbres y
coartadas morales.
Por
medio de tres calas equidistantes (tres pivotes narrativos
correspondientes a situaciones de terror, derrota y humillación) en la
biografía de Shostakóvich,
tres episodios bien conocidos y no especialmente originales, separados
por periodos de doce años (y coincidentes con coincidentes años bisiestos). El
editorial de Pravda (Bulla en vez
de música) que denigraba Lady Macbeth
de Mtsensk dos días después de que Stalin
hubiera asistido a una representación de la ópera (1936). Un nuevo ataque al
supuesto formalismo de su música por parte de las autoridades (1948) y su viaje
a Nueva York el año siguiente como miembro de la delegación soviética en el
Congreso Cultural y Científico para la Paz Mundial. Y su tardía afiliación
formal al Partido Comunista, que le impusieron para poder ser nombrado
presidente de la Unión de Compositores de la Federación Rusa (1960). Barnes los
salpica de datos que va introduciendo en aparente desorden, con constantes
saltos atrás y adelante, para dar apariencia de verosimilitud a ese flujo de
conciencia (aunque, no siempre la logre).
El
libro se estructura pues en esas tres partes a través de los recuerdos y
reflexiones que asaltan al compositor en momentos de espera, bajo diversas
circunstancias en cada una de las cuales se describe una situación concreta a
modo de narración enmarcada que ofrece el punto de partida para tales recuerdos
y cavilaciones por aparte de Shostakóvich,
que sin nada más que hacer, se deja llevar por los pensamientos que dedica a su
vida, a su música, a su familia... pero sobre todo, a su relación con el Poder,
sus diálogos (casi siempre incoherentes) con éste y cómo afectó a su carrera, a
su obra musical y, sobre todo, a su vida.
EL MARCO…
La
novela comienza y finaliza con la misma escena. A través de ese detalle poético
se enmarca delicadamente la reflexión lírica de la novela. Shostakóvich viaja con un amigo en un tren que se
detiene en una estación apartada, en medio de la inmensidad del territorio ruso.
Por el andén deambula un mendigo, un veterano de guerra, al que han amputado
las piernas en la Gran Guerra, que canta procaces canciones cuartelarias para
agradar a los viajeros y así obtener unas monedas. El compositor y su amigo le
muestran la botella de vodka que llevan y el mendigo accede a beber con ellos. Se
apean provistos de unos vasos que llenan, pero con diferente cantidad. Al
brindar, la diferente cantidad de vodka en cada vaso produce una armonía que Shostakóvich capta de inmediato. Una escena
sencilla: la armonía de vasos de vodka en un andén olvidado brindando con quien
lo ha perdido todo, menos la voz para cantar, beber vodka y pedir para
sobrevivir. Barnes, mediante la voz de un Shostakóvich desdichado, angustiado y, pese a todo,
puro, muestra que la música es universal y está en todas partes, independientemente
de las circunstancias del poder, la miseria humana y las desgracias existenciales,
más allá del ruido del tiempo, de la historia, de las contingencias y
pérdidas. Un marco ideal para una novela en la que la esencia del arte
se sitúa más allá del miedo, la culpa y el dolor.
De
ese comienzo, en letra cursiva, de la primera parte de la breve narración enmarcada,
se pasa al desarrollo de la narración principal que comienza con una imagen
grotesca y perturbadora: Shostakóvich
pasando la noche de pie junto al ascensor de su edificio, frente a la puerta de
su apartamento, vestido y con una maleta, esperando a que la policía secreta (NKVD)
llegue a detenerle, para así evitar que irrumpan en su casa y su esposa y su
pequeña hija tengan que pasar por esto (circunstancia más que habitual en aquel
tiempo y lugar).
…DE
NARRACIÓN ENMARCADA
En
esa primera parte (En las escaleras) se describe una situación de
1936: después de que la ópera Lady Macbeth de
Mzensk ocasionara el descontento de Stalin
y Shostakóvich fuera declarado enemigo del
pueblo, acusándole también de ser cómplice de una conspiración contra el
Gran Timonel, espera todas las noches ser arrestado por la NKVD: convencido de que su
fin está cerca, decide estar preparado. Espera de pie frente al ascensor, con
una pequeña maleta en la que empaca un pijama, un cepillo de dientes, un
dentífrico, para salvar a su familia de las tribulaciones de la detención.
Noches enteras en vela en las que medita sobre su existencia y los compromisos
a que le obliga componer en una sociedad constreñida y asfixiante. Pasan por su
mente el primer amor, su timidez, su talento para la música y su torpeza para
con los seres humanos, las ideas sobre el amor libre, las adaptaciones que
conlleva tener una familia… Shostakóvich se
ve forzado a elegir entre ser un mártir o un artista superviviente… y prefiere
sobrevivir.
La
segunda parte (En el avión) sitúa a Shostakóvich en el vuelo de regreso desde Nueva
York en 1949, donde ha asistido a un congreso de paz soviético-estadounidense en
los comienzos de la guerra fría (1948). A los ojos de la dirección soviética,
ha sido rehabilitado. Si bien no hubiera querido participar en el congreso para
no dejarse monopolizar por la propaganda estatal, no ha tenido otra opción. Incluso
ha tenido que desvincularse oficialmente de algunas de sus obras anteriores y
de los compositores que realmente admiraba, pero que iban en contra de la
doctrina del arte socialista realista.
Ese
viaje solo le reporta más degradación moral y un sentimiento de culpa que le
acompañará siempre. Ha de pronunciar como suyos los discursos que le han escrito
los funcionarios del Estado; comulgar con artículos que se han atribuido a su
nombre sin que siquiera los haya visto de antemano, responder a preguntas
hirientes de quienes asisten a sus conferencias, sobre todo de Nicholas
Nabokov (pariente del famoso escritor y colaborador de la CIA, como se
sabrá después), quien hace hincapié en su condena de la música formalista y, en
especial, de Ígor Stravinski (compositor al que más admira), hace años
exilado en dicho país y que se ha negado a asistir, para no apoyar la farsa de
ese congreso por la paz y al régimen que desprecia. El discurso que pronuncia
lo hace con monotonía displicente, las respuestas le salen prefabricadas y
sosas, su actitud es vacua y desencajada. En el avión, se pregunta cómo ha
podido llegar a tal nivel de bajeza moral, de constante cobardía.
La
tercera parte (En el coche) muestra a
un Shostakóvich maduro, reconocido y
asentado en su profesión, que revisa los últimos años del artista en la era del
sucesor de Stalin, Nikita Jruschov (Nikita el Mazorca). Se ha convertido en el compositor
más famoso de su país, es conducido por Moscú por su chofer y es director de la
federación de compositores de Rusia. Para ello, ha tenido que hacerse miembro
del Partido Comunista, lo que había evitado toda su vida, ya muerto Stalin y durante el proceso de cambio desde el
período del culto a la personalidad al de reformas parciales y apertura hacia
Occidente. Acepta las muchas medallas y honores del estado con bastante
indiferencia. Lee discursos y firma artículos periodísticos que otros han
escrito para él. Sus amigos saben que piensa realmente, pero todos los demás lo
ven como un lacayo del gobierno soviético. Cree que se ha ajustado demasiado al
sistema y, como resultado, ha perdido el respeto por sí mismo. Sin embargo, ya
no tiene los frecuentes pensamientos suicidas que tenía en años anteriores.
Ahora
se le necesita para darle un nuevo lustre al comunismo soviético y para dirigir
los destinos de la música en Rusia. Antes, el compositor ha sido sometido a una
reeducación política a domicilio, que aseguraría su comprensión de los
principios básicos del socialismo realmente existente, uno de los cuales era
asentir y callar. Barnes pretende hacernos creer que Shostakovich
no tiene más remedio que afiliarse, lo que le ocasiona el desprecio de muchos y
que se suma a su larga lista de cobardías y culpas, por las que sufre el más
acerbo remordimiento, por la que se desprecia a sí mismo incluso más que antes.
Pero ahí está, su fama consolidada, su reputación a salvo, su música
interpretada en todas partes: miembro del Partido y de una élite de artistas
que el Poder utiliza para promocionarse, para justificarse. Unos años después
moriría, admirado por su país y el mundo musical, pero derrotado por el poder,
quebrado en su conciencia, lo que expresaría al final de su vida en una serie
de cuartetos desgarradores y tortuosos que expresarían mejor que cualquier
biografía su tormento interior.
CHISPAZOS
DE CONCIENCIA
Julian Barnes utiliza una prosa introspectiva,
fluida y levemente lírica para recrear este descenso a los infiernos de Shostakóvich. Novela la conciencia del compositor
durante algunos momentos cruciales de su vida, haciendo uso de un estilo libre
indirecto íntimo (mediante el que se insertan en la voz del narrador enunciados propios del protagonista), y algo desapegado a la vez, a la manera del monólogo
interior, pero equilibrando el relato con referencias a la situación política y
social de la Unión Soviética del momento, con escenas verosímiles de supuestas
conversaciones con el Poder y con episodios de su vida personal.
Narrada
con un tono general poético, de intensidad contenida, despliega el
desgarramiento de una conciencia que se ve constreñida por sus principios
artísticos y éticos de un lado, y la necesidad de sobrevivir, tanto él como su
familia, amigos y allegados, en una sociedad en la que la más mínima desviación
o signo de disidencia podía costar la vida a todos, del otro. El resultado es
una novela escrita con acierto técnico y expresamente documentada (al final se
revelan las fuentes en que se ha basado su escritura), pero no exenta de
disonancias, pues entre el sujeto de su exploración poética y lo que se sabe
del mismo (de la época, de la cultura y del propio compositor) no se ajustan,
predominando la visión del autor: el Shostakóvich que, a pesar de sus
desencuentros con el Poder, logró sobrevivir a la época de Stalin y morir como
un músico de éxito y respetado internacionalmente, pero estragado por abismos
morales de los que nunca supo recuperarse.
Un
detalle formal curiosamente llamativo del libro radica en la capacidad de componer
una biografía interior con originales y diversos matices a partir de la
ficción, colmándola de las prerrogativas y licencias propias de la narrativa, sin
reducir la verosimilitud del relato. Más bien, al contrario, Barnes logra
mayor veracidad, una ficción más real quizá que la realidad conocida sobre el
compositor y su tiempo.
FORMA SOBRE
FONDO
Desde
los discontinuos fragmentos de los párrafos iniciales, el lúcido narrador que
se percibe tras todas esas imágenes parece garantizarles un significado
simbólico. Barnes muestra atesorar una idea
pertinente de cómo era la vida en la Unión Soviética; y capta perspicazmente el
humor negro, la ironía y el cinismo que impregnaban los círculos intelectuales
en lo que se movía Shostakóvich… Pero, si
bien la novela está bellamente escrita, pues Barnes
escribe con lúcida claridad y su prosa tiene un ritmo increíble (con
esos pasajes largos interrumpidos por destellos intermitentes de frases sueltas),
el fondo al que sirven, la contemplación del tormento interior que corroe al
protagonista, acaba por resultar tedioso (mientras la música, su principal preocupación,
permanece ausente casi por completo).
Aunque
el libro pueda leerse como una novela histórica sobre la verdad, el miedo y el oportunismo, es sobre
todo una novela de artista que conserva la esperanza de que, si no el mismo, al
menos su arte pueda elevarse por encima de los abismos de la historia. El
problema es que se ha escrito tanto sobre todos estos temas que despacharlos en
las doscientas páginas de una novela casi rigurosamente monódica, ajena
a la requerida polifonía que exige el tema (y que convierte El loro de Flaubert en una joya literaria), supone
un gran riesgo: es demasiado (y excesivamente complejo) lo que se conoce al
respecto y El ruido del tiempo parece
obviarlo, quizá por ello deja una cierta sensación de lectura trasnochada.
Efectivamente, contiene lúcidas frases aisladas, como la referida al título: El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo (p. 105). Ofrece, asimismo, pasajes logrados, como los dedicados a Shakespeare (págs. 100-102); a los «encuentros históricos» con Stravinsky y Ajmátova (p. 149); o al repaso crítico a algunas figuras de la época, como Picasso o Sartre (págs. 146-147), entre otros. Pero el conjunto encaja mal en el espinoso ámbito de las guerras de Shostakóvich que ha venido librándose en las cuatro últimas décadas. Barnes realmente esgrime con soltura y oficio muchas piezas, pero tanto el Shostakóvich privado (introvertido e inasequible) como el público, cuya connivencia con un Estado dictatorial le salvó la vida, solo se atisban, en el mejor de los casos, tangencialmente.
EL
SHOSTAKÓVICH DE BARNES…
Precisamente
la mayoría de las críticas negativas se han centrado en la caracterización del
protagonista. Cuando Barnes escribe la
novela sin duda sabía dónde se metía, la figura de Shostakóvich
ha sido (y lo es todavía) especialmente controvertida, así pues, abordar su
historia, suponía tomar partido en la contienda de posicionamientos sobre el
compositor. Y lo hizo con todas sus consecuencias: al final del libro, admite
que sus dos principales fuentes han sido Shostakovich.
A Life Remembered (1994), historia oral en la que Elizabeth
Wilson (primera biógrafa en mirarlo desde otros ángulos, atender a otras
voces, y abrir a esa dimensión personal, íntima y moral que define realmente a
las personas) deja que hablen otros (más complacientes que críticos) para
transmitir una sensación de neutralidad; y Testimonio
(1979), el polémico
(cuando no, directamente calificado de fraude) libro de Solomon Volkov, principal
desencadenante de las llamadas guerras de Shostakóvich.
La
novela, como El loro de Flaubert,
mezcla ficción y biografía, memoria y mito. Pero a diferencia de aquella, que señalaba
la imposibilidad de reconstruir una biografía, ésta intenta precisamente eso: Barnes
asume un conocimiento sobre los pensamientos y emociones privados de Shostakóvich, basándose en esas memorias (no
especialmente apreciadas por los especialistas), y pretende que creamos que nos
está introduciendo en su cabeza.... Así, consuma desde la novela la
caracterización iniciada por Wilson desde la
biografía: la ocurrencia de contar anécdotas para recalcar que lo importante no
es tanto la veracidad de sus hechos, como su significado: (…). Lo importante no era tanto la veracidad de
los hechos de una anécdota concreta como lo que significaba. Lo que
significan para Shostakóvich, y para nosotros.
El resultado es el Shostakóvich que Barnes imagina no un héroe, sino un gran
compositor cuya música aspira a trascender las circunstancias de la historia.
En
última instancia, todos elegimos en qué queremos creer y, en este caso, Barnes ha elegido una figura muy próxima a la de Volkov: un Shostakóvich
amargado y golpeado por la vida. El disidente secreto, el que hacía justo lo
contrario de lo que parecía estar haciendo, el artista aplastado por el régimen
(que, sin embargo, lo colmó de cargos oficiales y condecoraciones, seis premios
Stalin incluidos), el que incluía constantes mensajes en clave en sus
composiciones, el que ha acabado prendiendo en la opinión pública e
imponiéndose en las salas de conciertos occidentales.
Un
Dmitri Shostakóvich que da la cara y elige
evitar la heroicidad de la muerte cediendo ante el poder y traicionando sus
convicciones morales. Que escoge vivir con cobardía, desazón y arrepentimiento;
desenvolviéndose como pudo para salvaguardar su música. En suma. una especie de
cobardía heroica. Este Shostakovich remite a
los orígenes sagrados de la música, a su pureza elemental, al espacio armonioso
desde el que brota la creación armónica que supera las circunstancias (sociológicas,
ideológicas o políticas) de su época, la que hace olvidar sus tormentos,
cobardías y humillaciones.
Un
Shostakóvich que parte de la crítica ha percibido,
incluso, más inglés que ruso: debido a sus reflexiones sarcásticas y circunspectas,
marcadas por el miedo, la culpa y el desprecio de sí mismo, pero manifestadas con
la resignación de un venerable profesor británico (de Oxford o Cambridge). Ciertamente
nadie puede conocer las pasiones convulsiones de su conciencia, pero si se toma
la literatura rusa como referente (pues no deja de ser un personaje de novela),
se puede afirmar que el Shostakóvich de El ruido del tiempo está lejos de los rasgos
de los principales personajes de esa literatura.
EL
SUSURRO DE LA HISTORIA
Mas
allá de la verdadera personalidad del hombre y la naturaleza moral del artista,
el tema de fondo, el verdadero motivo de la novela es, sin duda, la (bella e
interesante) reflexión sobre los límites entre integridad y corrupción,
entre la honestidad artística y la personal, y la
redefinición de la heroicidad y la cobardía en una época en que
fue factible (aunque nunca fácil) ser héroe, pero muy difícil ser cobarde.
Barnes se sirve para ello tanto de Shostakóvich
como de sus coetáneos, con el fin de presentar un esbozo de las distintas
posibilidades del ser moral: dar la espalda a la situación, huir y
permanecer ajeno a los problemas (como Stravinski); mirar de perfil y
sacar ventaja de una natural inocencia y pasividad (como Prokófiev);
ponerse frente al poder y elegir entre insubordinarse y verse represaliado-morir
(Anna Ajmátova), o someterse y resistir (Shostakóvich).
Porque,
si algún tema insufla y estructura la novela, es el de la cobardía,
la de quienes tuvieron que vivir en un sistema criminal que no respetaba ningún
límite ético o político, una cobardía que suscita las reflexiones amargas e
irónicas del Shostakovich de Barnes, que le hacen incluso postular la paradoja
de que se requiere más valentía para persistir en la cobardía toda la vida, con
la constante amenaza de detención, represalias y humillación, que ejecutar un
acto heroico que significase el fin de la vida en la Unión Soviética, hecho que
le ocurrió a muchos otros artistas, conocidos y desconocidos. Una cobardía que
solo encuentra respiro en la ironía, en el cinismo, en el silencio. Y en la
música, por supuesto, la que sostiene su vida y su existencia, más allá del
absurdo de la tiranía.
En
ese eterno problema de la tensión entre libertad artística y poder estatal
absoluto, Barnes pretende dejar al lector el juicio moral a ese compositor
(ojo, el personaje creado por él) que tuvo que traicionar su conciencia para
sobrevivir y crear una de las obras musicales más notables del siglo veinte (admirada
por unos, considerada mediocre por otros). Pese a que la música pertenezca a
otro orden que el simbólico o el racional, la obra Shostakovich
no pudo evitar que, según la interpretación despótica, se vieran en ella luchas
de clases o irónicos desplantes al poder. Su caso y su obra han sido (y siguen
siendo) debatidos, asumiendo siempre que la música traduce realidades que le
son ajenas o distantes. La disputa académica quizá no tiene solución o final. Pero, para el Shostakovich
de Barnes, la música es la que le hace olvidar sus tormentos, cobardías
y humillaciones.
El ruido del tiempo es, pues, una novela arriesgada
sobre un artista que no se atrevió a desafiar al poder totalitario, que postula
que no se le puede recriminar su deseo de sobrevivir, pues el heroísmo es un
gesto de grandeza, no un imperativo ético. El Dmitri
Shostakóvich de Barnes resulta muy humano y juzgarle hoy desde las
libertades democráticas sería injusto; como absurdo, despreciar su música. Sus
grandes obras han sobrevivido a todo y a todos y, con independencia de
la biografía de su creador, nunca han perdido su valor como arte en estado puro.
Para Stalin, caprichoso, paranoico y
megalómano, la humanidad se dividía en revolucionarios (que aceptaban su
autoridad y acataban sus órdenes) y contrarrevolucionarios (quienes se oponían
a sus designios, los matizaban o, sencillamente, los contemplaban con indiferencia)
y sus purgas se parecían a la tala de un árbol. Cada tajo hacía saltar
infinidad de astillas. Shostakóvich le
había irritado y para no ser una de esas astillas, debió manifestar
públicamente su arrepentimiento y jurar lealtad incondicional al gran líder.
Pero, a la postre, logró que El arte (su música, que) es el susurro
de la historia se oiga por encima del ruido del tiempo.
«Y sabía, por consiguiente, que todas las definiciones verdaderas del arte son circulares, y todas las definiciones falsas del arte le atribuyen una función específica.»

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