domingo, 29 de diciembre de 2024

LA VEGETARIANA

 

«LA VEGETARIANA»
Han Kang
(2007)

«Yo ya no soy un animal—dijo Yeonghye muy bajito, escrutando la habitación vacía, como si estuviera revelando un importante secreto—. Ya no necesito comer. Puedo vivir sin alimentarme.»

ORIGEN Y REPERCUSIÓN

Para una mejor comprensión de LA VEGETARIANA (2007), parece conveniente tener en cuenta cómo surge la idea motriz de la novela. Parece ser que, mientras la escritora surcoreana Han Kang (Gwangju, 1970) estaba en la universidad, la lectura de un verso («Creo que las personas han de ser plantas») del poeta surcoreano de inicios del siglo XX, Yi Sang, le supuso una epifanía creativa muy en línea con una idea a la que venía dando vueltas: Un día estaba revisando unos papeles y encontré una nota mía que decía: ‘Que triste que el hombre tenga que comer carne’. Me parecía que era un acto violento que nos remitía a nuestra condición más animal. Luego, en la universidad, leí el verso de Yi Sang. La verdad es que, en 1997, 10 años antes de La vegetariana, había escrito un relato sobre una mujer que se convierte en planta. Ahí encajaron las piezas para crear esta novela.

Igualmente conviene considerar la recepción que ha tenido esta tercera novela de Han Kang (HK). Llega a nuestro país de la mano de la editorial Rata (2012), con traducción de la surcoreana Sunme Yoon (hoy está disponible en la publicación de Random House); y, en parte, por ese novedoso fenómeno de expansión a través de las redes sociales; en parte, por la obtención (ya traducida al inglés) del Man Booker International Prize en 2016 (nueve años después de su publicación), se convirtió en novela de culto. Quizá habría que añadir a las razones del éxito el desconocimiento general de la cultura y la literatura orientales. Más allá de Murakami pocos autores son conocidos y leídos en España; autores que muestran mundos que, aunque hoy sean cercanos, resultan lo bastante exóticos (incluso extraños) como para producir un sentimiento de curiosidad, contraste e incomodidad en nuestra mentalidad occidental.

HK fue la primera sorprendida con la resurrección de su novela, puesto que en 2007 apenas tuvo recepción y muchas de las reseñas fueron especialmente duras debido a las incómodas emociones que provoca (Hubo lectores que me dijeron abiertamente que el libro era demasiado perturbador, que les molestaba). A todos los efectos la novela resultó incómoda para un país socialmente muy conservador (aunque económicamente muy liberal) y con un mundo literario dispuesto en torno a autores de la vieja escuela. De ahí que la recepción de una novela protagonizada por una mujer que se salía del molde tradicional se repartiese entre un silencio censor y un rechazo visceral.

No obstante, a las mujeres les fascinó: A las mujeres, en cambio, les gustó aunque les impactase. Comprenden mejor los sentimientos de Yeonghye. Quizá porque parecen comprender mejor los sentimientos de la protagonista; y los comprenden porque su cuerpo, despojado de deseo, es la representación del atávico cuerpo femenino: la belleza de la pasividad venerada en el arte, idealizada por los poetas y deseada por los hombres; en suma, el cuerpo pasivo de la mujer expuesto a los ojos y a los deseos masculinos.

NOVELA DE PERSONAJE

Para escribir esta novela, HK ha recurrido a un recurso típico de la narrativa: construir una trama en torno a un personaje en una situación inusual: Mientras escribía mi tercera novela, entre 2003 y 2005, me rondaban por la cabeza algunas preguntas dolorosas: ¿Puede una persona llegar a ser completamente inocente? ¿Hasta qué punto podemos rechazar la violencia? ¿Qué le sucede a quien se niega a pertenecer a la especie llamada humana? Para responder a estas y otras cuestiones que le fueron surgiendo construye un personaje y lo sitúa en el eje de una trama que llevan estás preguntas al extremo. Estamos pues ante una historia de personaje: Yeonghye.

Su principal distintivo estriba en no destacar por nada especial, en resultar anodina: siempre se ha ajustado a su papel de mujer sumisa y atenta para con su marido; le prepara la cena y atiende sus exigencias sexuales cuando llega borracho a casa, no porque esté enamorada, sino por obligación conyugal. Precisamente eso parece ser el único motivo por el que él la eligió: porque no tiene ningún atractivo en especial ni defecto en particular (resulta molesto el modo en que habla de ella, casi despectivamente, como si se tratara de un mueble).

Pero, un día, Yeonghye se despierta tras una pesadilla y comienza a vaciar el congelador de su casa arrojando a la basura todo alimento de origen animal: es la decisión inicial de su transformación. A partir de ahí, su actitud pasa a verse como un ultraje vergonzoso e intolerable para sus familiares: su decisión despierta feroces instintos en los hombres que la rodean, quienes terminan solventando la preocupación por su bienestar mediante el ataque físico. Estar dormida supone bregar contra su sombrío subconsciente, pero despertar le supone enfrentarse a una lucha social tan o más demoledora. Mientras las mujeres perciben con congoja su cuerpo cada vez más desnutrido y consumido, los hombres deciden actuar directamente con su físico: bien para forzarla a comer a golpes, bien para reducirla a un delicado objeto sexual.

A continuación, pasa a desarrollar un proceso psicológico y espiritual, que se va manifestando físicamente, y que contemplamos a través de la visión de quienes la rodean, que lo perciben, reaccionando cada uno de distinta manera. Lo interesante es que muchos la ven muy débil, pero yo la escribí como una mujer fuerte y valiente. Es una mujer que se separa de la comunidad humana, de la violencia y del canibalismo. Lo hace porque tiene sueños violentos, sus sueños son casi lo único que rompe el silencio de Yeonghye, y cree que podrá dejar de tener esos sueños si deja de comer carne y, finalmente, de comer.

En este sentido, cabe destacar cómo casi toda la crítica literaria ha catalogado a Yeonghye de antiheroína por sus rarezas. Al perseverar en su decisión de no comer carne y, más tarde, en la de no probar bocado en absoluto, la protagonista verá reducida su lucha, primero, a un trastorno alimenticio y, después, a un problema psiquiátrico. Otro sector de la crítica ha comparado La vegetariana con La metamorfosis de Kafka, porque el sueño de la protagonista es abandonar su cuerpo y todas las flaquezas que pervierten a la especie humana. Su pretensión es desligarse de todo lo que implica el animal humano, su violencia, su canibalismo y su intolerancia, hasta convertirse en un ser enteramente vegetal.

LA MIRADA DE LOS OTROS

La trama se desarrolla en tres partes, con tres perspectivas bien diferenciadas: el marido, el cuñado y la hermana. Los tres relatos de estos personajes secundarios jalonan el descenso de la protagonista hacia un estado de la existencia que poco a poco se aleja de la idea de lo humano hacia otra cosa. Y la sutileza del cambio va allanando el camino hacia un final sombrío y perturbador: desde que decide no comer carne hasta que intenta convertirse en una planta; proceso a lo largo del que p (asa por episodios de violencia, locura, deseo y engaño.

A partir de tal estructura se desarrolla el argumento de la novela, la vida de Yeonghye, contado en tres grandes bloques, cada uno de ellos con una perspectiva diferente (aunque ninguna de ellas narrada desde la perspectiva de Yeonghye, que sólo toma la palabra a través de los sueños) en un juego narrativo mediante el que algunas escenas se cuentan desde diferentes perspectivas completando un cuadro global, pero haciendo avanzar la narración de manera casi lineal. En paralelo al modo en que el entorno de la protagonista le niega la voz, tratando de forzar su decisión, HK hace lo mismo, cediendo la voz a quienes la rodean.

Tres personajes la describen y, en lugar de considerar su mente, su comportamiento, la esencia humana del personaje, las tres visiones se concentran en su cuerpo, en su físico: el cuerpo tiene una enorme presencia en la novela, y no siempre, como se verá, de forma agradable. Cada uno de estos personajes presentan, desde sus distintas perspectivas, episodios muy significativos, que avanzan en el tiempo y muestran la voluntad inquebrantable y autodestructiva de Yeonghye.

La primera parte, intitulada La vegetariana, está contada en primera persona (narrador subjetivo) por el marido; personaje que será quien inicialmente experimente el cambio y sus consecuencias. Un día, por primera vez en su vida comienza el día sin su desayuno habitual, y a partir de ahí las consecuencias irán sucediéndose. Acobardado, recurre a su familia política para tratar de enderezar la situación. Asignar la voz narrativa a un personaje tan confuso y prototípico, supuso optar por la opción más obvia, pero también por la más complicada, pues HK corría el riesgo que la lectura se centrase en la tensión psicológica que afecta al marido, en lugar de considerar la transformación de Yeonghye. En ningún momento hay equívocos, pues HK consigue, desde la primera página, que el marido se desvanezca prácticamente (casi hasta la invisibilidad), en beneficio de la verdadera protagonista y su metamorfosis. Esta parte es la única en que se manifiesta la voz narrativa en primera persona (narrador subjetivo) de Yeonghye, a través de la verbalización de seis de sus extraños, sangrientos sueños. Lo que queda patente en esta parte es la insensibilidad del padre y del marido.

La segunda parte de la novela, intitulada La mancha mongólica, está narrada en tercera persona (narrador objetivo) desde la perspectiva del cuñado de Yeonghye, videoartista, que se obsesionará con su cuñada por su mezcla de tenacidad y delicadeza, por esa coherencia y firmeza de sus convicciones pese a todas las censuras y disputas. Actitud que, desde su punto de vista, encaja con su vena artística, atenuada por el tiempo, y le anima a recuperar el entusiasmo creativo. Esta es, sin duda, la parte más poética e interesante de la novela; donde bajo un cierto tono onírico se revela una nueva faceta (más libre y confiada) de la protagonista que se muestra menos cerrada que en la anterior. Además, la personalidad protectora y adaptada de su hermana mayor, Inhye, sirven de contrapunto al silencio incomprendido de Yeonghye. El tono erótico, en algunos pasajes casi pornográfico, aunque contrasta con el resto de la obra, encaja de manera perfecta, convirtiéndose en el vértice narrativo de la trama: por una parte, el cuerpo de Yeonghye asume el protagonismo, adquiriendo un papel que supone un giro primordial a los temas que se abordan en la tercera parte; por otra, es aquí donde se comienzan a vislumbrar y comprender sus motivos y emociones, al abrirse sutilmente la coraza psicológica que sustentaba en la parte anterior.

La tercera parte, Los árboles en llamas, también narrada en tercera persona, adopta el punto de vista de Inhye, quien en un principio se había alineado con (los discrepantes) los que le reprochaban su tozudez (sin considerar, paradójicamente, la suya propia) pero que se irá aproximándose poco a poco a su hermana…

«Relatada en tres voces, desde tres perspectivas diferentes, esta historia precisa, inquietante y bien dispuesta novela trata el rechazo de la mujer a las convenciones y suposiciones que la unen a su hogar, su familia y su sociedad. En un estilo que es a la vez lírico y ofensivo, descubre el impacto de este rechazo tanto en la protagonista como en quienes la rodean.» (Boyd Tonkin, portavoz del jurado del Man Booker International Prize). Contada así, se comprende la apreciación crítica que relaciona a HK con la obra Kafka, pues en la obra de ambos, un comienzo anodino, extravagante y escasamente literario, desencadena consecuencias inesperadas en un mundo desligado de nuestra realidad (a pesar de que el entorno sea estrictamente realista). Paralelismo extensible, también, al estilo de ambos: tienen en común la crudeza sin adornos, la descripción impasible y álgida de los hechos, una narración casi notarial de sucesos inquietantes. Aunque, pese a ello, HK introduce breves fragmentos líricos en forma de alusiones veladas, descripciones o referencias a la naturaleza (como atracción fascinante en ocasiones, siniestra en otras).

CUERPO Y LIBERTAD

La obra se ha interpretado como un acto de libertad por parte de Yeonghye para llevar sus decisiones hasta las últimas consecuencias. Se ha venido insistiendo en que se trata de un acto voluntario, en que no está loca, por lo que cabría pensar que se trata de una reflexión sobre la imposibilidad de eludir las normas sociales y el enorme coste que supone; o una crítica del afán (e injerencia indefectible) de la medicina por salvar la vida de quien no quiere ya vivir.

La cuestión es si realmente Yeonghye obra con entera libertad o su conducta viene condicionada por el tratamiento paterno desde su infancia y de su pareja después: ha sido una niña intimidada y emocionalmente desatendida, una joven afectivamente desatendida (menoscabada, incluso) que ejerce una violencia contra sí misma que la aboca a un deseo letal. Ciertamente, se nos dice que la novela es básicamente una condena de la violencia y, sin embargo, la violencia que Yeonghye ejerce sobre su propio cuerpo resulta extrema y letal.

La autodestrucción de un ser humano persiguiendo un ideal es algo que perturba (como perturba al personaje de la hermana, Ingye, cuya amoldada existencia empieza a parecerle vacía), pero que requiere una revisión crítica. La inadaptación de Yeonghye es extrema; desde niña ha sufrido los arranques de ira de su padre, que se continúa al conocer su decisión; y, después, como joven casada sin consideración ni cariño, sufre la incomprensión de su marido. Su respuesta, tal y como ha venido aconteciendo con muchas mujeres en la literatura (y en la historia), se concreta en una sistemática autoagresión; comportamiento que suele atraer a ciertos hombres, como al cuñado que, fascinado por tal actitud, tras su decisión de no comer carne. El no enfrentamiento, la pasividad llevada al extremo, la negación del acto, incluso la paralización de cualquier movimiento deliberado son los mecanismos que utiliza para dejar clara su postura.

Como el resto de asuntos, la corporalidad explícita se va incrementando a medida que se desarrolla la historia: el cuerpo está presente a múltiples niveles (onírico, lóbrego, en movimiento, simbólico…): el lenguaje corporal va sustituyendo paulatinamente al habla de Yeonghye, pues será a través de sus gestos y su desnudez como intente relacionarse con ese mundo que nunca llega a comprenderla. Si algo preconiza la novela es la reivindicación del cuerpo, que se presenta en diversas situaciones. Desde una escena de sexo (casi pornográfico) que difícilmente podría considerarse consentido, hasta el ingreso hospitalario y psiquiátrico: violencia física, purgas, vómitos… se abaten sobre el cuerpo de la protagonista, que va siendo forzada de todas las formas imaginables para finalizar acorazando su mente, el único reducto inalcanzable para los demás. Porque ésta es además una historia de contrastes: la protagonista gana a cada página en fuerza mental mientras que su cuerpo desnutrido se descompone, mientras que resiste de forma pasiva, sin querer imponer su opinión a los demás, pero sin entender por qué no le conceden a ella el mismo derecho.

Las reflexiones sobre el cuerpo son casi constantes, desde el uso que se le da hasta la exposición y veneración que se hace de él. Indudablemente, siempre hay un control ejercido por el otro sobre el cuerpo propio, pues estamos expuestos, en menor o mayor medida, a sus opiniones y decisiones, que, en líneas generales, determinan nuestra masa física, así como nuestro contacto con el exterior. Eso (que no nos pertenece) es precisamente lo que pretende recuperar Yeonghye: la historia cuenta cómo quiere poner fin al desposeimiento padecido en su propio ser y cómo los demás se lo niegan rotundamente: coaccionándola, primero; rechazándola y marginándola, después, cuando los otros se dan cuenta de que no pueden hacerle cambiar de parecer.

CUESTIONES SIN RESPUESTA

El de Yeonghye es un cuerpo desnudo, sin propósito, sin deseo, pero fascinador para los hombres. El único deseo de la protagonista radica en su aspiración a la fusión vegetal que, aparentemente, le inspira su cuñado cuando pinta flores de colores sobre su piel desnuda y ella deja esa noche de tener sus recurrentes pesadillas. Potente metáfora de la sumisión femenina (que recuerda la de la película The pillow book –1996– de Peter Greenaway), de la heterodesignación expuesta por Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949): los hombres imponen a las mujeres la traba de que no asuman su existencia como sujetos, sino que se identifiquen con la proyección que en ellas hacen de sus deseos.

Un aspecto colateral al tema aparece en dos momentos de la novela, episodios que plantean la violación dentro del matrimonio, un tabú poco frecuente en la literatura. La intención no era hacer un catálogo de las violencias que hay en la sociedad. Me enfoqué en la sensibilidad de la protagonista y todo lo que a ella le aberraba en el ser humano, como esos encuentros sexuales forzados: el primero, muestra al marido borracho forzando a una indolente Yeonghye; el segundo, a su cuñado violando a su hermana, bañada en lágrimas, porque no puede contener el deseo hacia otra mujer.

Otro aspecto, no tan colateral en la trama, es la representación de la mujer como enferma (Yeonghye será finalmente internada en un hospital psiquiátrico como aquejada de anorexia; su rebeldía se medicaliza como sucedía con la rebeldía de las histéricas  en el siglo XIX), tan inscrita en el imaginario colectivo, anclado en los estereotipos de un pasado-presente. Esto HK la relaciona más a más a Tolstoi (Ana Karenina) que a Melville (Bartleby, el escribiente); a Lars Von Triers (Bailando en la oscuridad, Rompiendo las olas), que a Kafka. La pasividad de los protagonistas kafkianos y melvilleanos es política, representa el mundo y la lucha contra él, mientras que la negatividad de la mujer representa solo la problemática femenina-singular.

La historia acaba planteando nuevas preguntas y ofreciendo muy pocas respuestas. De hecho, HK reconoce que entre 2003 y 2005, mientras escribía la novela, se planteaba algunas desazonantes preguntas: ¿Hasta qué punto se puede rechazar la violencia? ¿Una persona puede llegar a ser completamente inocente? ¿Qué le puede ocurrir a quien se niega a pertenecer a la especie humana? Esto es lo que me atrae de este trabajo: la manera en que puedo profundizar y detenerme en las preguntas que considero imperativas y urgentes, hasta el punto de que decido aceptar el sacrificio. (…). De lo que no cabe duda es que la novela exige una profunda reflexión sobre el papel de la persona, como individuo y como integrante de una colectividad: sobre la siempre difícil elección entre transigir y beneficiarse o disentir y dejar de pertenecer. Abre preguntas sobre la violencia, la belleza y el amor; que van desde la ruptura de los esquemas sociales tradicionales a los mínimos derechos humanos; desde la figura de la mujer en la sociedad (aunque buena parte de lo que plantea sea aplicable a cualquier sexo) al concepto de locura.

ESCRITURA MELODIOSA

Hay libros (como los de Javier Marías o Luis Mateo Díez) que hacen olvidar cómo se utiliza el lenguaje, hasta que al finalizar la lectura uno se da cuenta de la enorme diferencia existente entre el habla de sus comunicaciones habituales y el de las páginas de esos libros. Esta novela relata un choque directo y radical contra el sistema, enfrentamiento que nunca llega a verbalizarse, pues sucede a un nivel más profundo: en la superficie una mujer decide dejar de comer carne, pero la fuerza de las palabras en manos de la autora es la que permite que, sin mencionarlo expresamente, se transmita toda una plétora de incómodos asuntos. La novela está narrada en una prosa tersa y precisa, sin adornos poéticos (pese a que HK comenzara publicando poesía y muestra una escritura muy poética en muchas de sus novelas). Una escritura ágil que atrapa desde el principio, es la que determina que, aunque la incomodidad sea extrema, su muestre de una forma melodiosa, dulce, característica de esa literatura oriental que a veces deja que la acción fluya apaciblemente. Pero no nos engañemos, aunque está escrita de manera bastante sencilla y accesible, contiene muchas capas de lectura y profundidad.

Se ha comparado, como se ha visto, a HK con Kafka, pues en la obra de ambos un comienzo trivial, poco literario y casi absurdo, origina consecuencias imprevistas, conduciendo a un mundo propio, desligado de nuestra realidad a pesar de que el contexto sea manifiestamente realista. También el estilo de su prosa tiene en común esa crudeza exenta de adornos, la descripción desapasionada y fría de los hechos, una narración casi notarial de acontecimientos inquietantes. Pese a ello, aunque La vegetariana no llega al grado de poeticidad de otras novelas (como La clase de griego o Imposible decir adiós), contiene descripciones muy simbólicas, como las de los sueños, y otras casi idílicas, como la parte en que el cuñado pinta a la protagonista. Breves destellos líricos en forma de descripciones, de alusiones veladas, y de continuas referencias a la naturaleza, que ejerce una llamada constante a la protagonista, un reclamo a veces siniestro y sugerente en otras ocasiones.

Pero, más que poética, la escritura resulta contundente, dejando muchos vacíos intencionados de sentido, para que el lector, a medida que lee, vaya rellenando. Es una escritura que suministra poca información, pero que proporciona pistas para que se entienda más allá de lo que se dice. Por eso, pese a que no se escucha a la protagonista en ningún momento, salvo a través de sus sueños (del lenguaje simbólico, por tanto), se puede apreciar lo que ella siente. La novelista admite que recurrió a esos ensueños, que rozan el gore, con objeto de permitir al lector empatizar con su compleja protagonista: Ella necesitaba, ya que no tiene voz, mostrar qué era eso tan doloroso que le llevó a tomar una decisión tan drástica. Las pesadillas son una feroz mirada en primera persona hacia la carne, pero también a los instintos asesinos y al deseo de soledad. De hecho, una de las principales habilidades de HK radica en lograr transmitir sin llamar a las cosas por su nombre, con una delicadeza que choca con lo brutal de la narración. Todo ello hace exquisito y perturbador a este breve libro.

TESTIMONIO OSCURO

Quizá su principal lacra radique en la posición extrema en la que se coloca al personaje. No obstante, si el hilo narrativo no hubiese sido tan drástico, si la protagonista, incitada por sus sangrientos sueños, se hubiese limitado a postular una concienciación ecológica crítica y pugnase por lograr un equilibrio con la naturaleza, el interés despertado por la novela seguramente no hubiese sido el mismo.

En el fondo, la novela condena la violencia de los seres humanos a través de Yeonghye que los ve como animales violentos, porque así son los animales. Y eso no va a cambiar, por eso asume que lo único que puede hacer es aspirar a convertirse en vegetal (árbol, planta).

Asumiendo esto, lo cierto es que un punto ciertamente más endeble estriba en el motivo que conduce a Yeonghye a tan drástica decisión: cuando su marido le pregunta por los motivos, le responde que todo se debe a unos sueños que colman cada noche de cadáveres, ríos de sangre, barbacoas y seres que le atraviesan los intestinos a dentelladas. Su entorno (y posiblemente, buena parte de los lectores) no entiende el porqué de su decisión, ni las consecuencias de este acto. Les aterra de un modo que no pueden comprender cómo una persona tan normal y predecible puede tomar una decisión tan inesperada y llevarla a cabo hasta sus últimas consecuencias.

Esa es la (inicial y) única explicación de un proceso que la lleva a la autodestrucción pues rechazar la vida y el mundo para rechazar la violencia es una imposibilidad. Después de todo, no podemos convertirnos en plantas. Sin embargo, tiene algo muy humano pues su opción ética resulta chocante, subversiva, y totalmente alienada, pero ética, al fin y al cabo. Porque el potencialmente trivial acto de alterar su alimentación, impelida por un sueño, pasa de ser algo anecdótico a tomar significado ético de forma gradual. ¿A qué me estoy enfrentando si decido…? ¿Qué estoy alterando para que todo el mundo se ponga contra mí?

Pero precisamente ese desajuste entre los deseos de Yeonghye con los de su círculo es uno de los hilos de la novela: Cuento la historia de incomprensión de una mujer que busca escapar de su actual condición humana para ser mejor humano. La pregunta que quise formular no trata sobre la historia de una desquiciada que no come carne, la pregunta fundamental es qué es el ser humano y por qué anida la violencia en él. La novela pues no es un canto a la mujer y a la reivindicación de su cuerpo como espacio propio, tampoco es una crítica al heteropatriarcado, ni al neoliberalismo. La novela trata realmente de aquellos temas que preocupan a quien la lee, volcando en ella su propia interpretación: contra lo esperable, Yeonghye encarna algo que interpela de alguna manera. Del mismo modo que el Joseph K. de Kafka no representa la lucha contra la burocratización o la mujer del médico de Ensayo sobre la ceguera no representa la clarividencia social (pues no dejan de ser creaciones literarias, aunque algunas, como esas, sean capaces de convertirse en personajes simbólicos y trascender), HK habla de la violencia sorda y callada, de la locura a que lleva la inmensa soledad que vivimos, del ansia de plantarnos como árboles cabeza abajo para crecer libres, sin hablar de ello. Y justamente en eso radica la fuerza del libro: comunicar sin decir expresamente.

En este sentido es perfectamente entendible que la protagonista sea Yeonghye, y no su hermana Inhye, puesto que el eje narrativo no podría ser la crisis de identidad de ésta, con el perfil del eterno femenino: cuidadora, discreta, esposa fiel y madre y hermana amantísima, porque la función femenina no deja de considerarse literariamente tediosa. La mujer interesa cuando es autodestructiva, la representación preponderante de la mujer sigue siendo casi siempre la mujer psicopatológica (la mujer histérica en sus múltiples variantes). Hasta los años 50, las chicas iban al manicomio sólo por desobedecer, dice Joyce Carol Oates, y estamos hablando de Corea del Sur y no de Estados Unidos.

Personalmente lo que más me ha gustado ha sido su propuesta controvertida e interesante: su ambivalencia, su versatilidad, sus múltiples y contradictorias lecturas posibles. Me parece interesante porque partiendo de la historia de una mujer joven y aparentemente insustancial, cuando toma la decisión de dejar de comer carne abre el camino a la reflexión y el análisis. Esa decisión que la llevará progresivamente a la pasividad frente a los otros y frente al mundo, y a una conducta autodestructiva vinculada a un deseo de unión con los árboles y la naturaleza, de disolverse y hacerse una con la tierra. Y todo ello contado con solvencia y encanto. Por otra parte, su vertiente controvertida no necesita mayor explicación, la propia autora ha contado la mala recepción de La vegetariana en su país; los críticos la silenciaron o la repudiaron, para ganar años después el Man Booker y ser traducida y reconocida en todo el mundo. Lo que me ha gustado es precisamente su ambivalencia, su versatilidad, sus múltiples y contradictorias lecturas posibles y, sobre todo, su capacidad de asentar un mito: la mujer obstinada que defiende su decisión a cualquier precio.

No obstante, me parece que está lejos de ser una gran novela (algunas de las posteriores de la autora están bastante por encima de ésta), me parece una novela de idea (la ausencia de detalles de contexto y caracterización externa de los personajes así lo reafirman) que se sustenta más en cómo se narra que en la propia trama narrativa.

Yeonghye, decide no comer carne como forma de rechazar la violencia y, al final, rechaza toda comida y bebida, excepto agua, creyendo que se ha transformado en una planta: se aboca a la irónica situación de apresurarse hacia la muerte en su intento de salvarse. Yeonghye y su hermana Inhye, coprotagonistas en realidad, gritan en silencio durante pesadillas y rupturas devastadoras, pero al final están juntas. Situé la escena final en una ambulancia, ya que esperaba que Yeong-hye siguiera viva en el mundo de esta historia. El coche avanza a toda velocidad por la carretera de montaña bajo hojas verdes resplandecientes mientras la hermana mayor, atenta, mira intensamente por la ventana. Tal vez esperando una respuesta, o tal vez en protesta. Toda la novela reside en un estado de cuestionamiento. Mirando y desafiando. Esperando una respuesta.
(Discurso pronunciado por Han Kang en la recepción de su Premio Nobel)



martes, 17 de diciembre de 2024

EL RUIDO DEL TIEMPO

 

«EL RUIDO DEL TIEMPO»
Julian Barnes
(2016)


«¿Qué podía oponerse al ruido del tiempo? Sólo esa música que llevamos dentro la música de nuestro ser que algunos transforman en auténtica música. Que, a lo largo de décadas, si es lo suficientemente fuerte y auténtica y pura para acallar el ruido del tiempo, se transforma en el susurro de la historia.
A esto se aferraba él.»

 

He de anticipar que, personalmente prefiero las obras donde Julian Barnes (Leicester, 1946) echa mano de asuntos o proyectos extrínsecos a sus ficciones puras de cosecha propia. Tanto sus recreaciones de escenarios y situaciones establecidas en la cultura judeocristiana, caso de lo divertidísimos relatos (primero y último) de Una historia del mundo en diez capítulos y medio; como las novelas que profundizan en un episodio de la vida de un autor, caso de Arthur & George; o las que, como El loro de Flaubert, indagan sobre la vida y obra del escritor. Y ésta es una de ellas...

EL ARTISTA Y EL PODER

EL RUIDO DEL TIEMPO (2016), novela biográfica de Julián Barnes, cuenta la historia del pusilánime y obsesivo compositor ruso Dimitri Dimítrievich Shostakóvich (San Petersburgo, 1906 - Moscú, 1975), presentando las condiciones vitales y profesionales de un artista en una dictadura. No es una biografía al uso, que siga un hilo cronológico convencional de las vicisitudes de la vida privada o incluso pública de Shostakóvich; el tema de la novela es la actitud del artista con respecto al Poder, su relación con éste y cómo puede condicionar (de hecho, siempre lo hace) su creatividad y su obra. Pero no sólo el Poder político o económico, sino el ambiente social y el momento histórico en los que vive el artista; ese ruido del tiempo al que hace referencia el título (tomado del de la obra en prosa, de 1925, del poeta ruso Ósip Mandelsltam). Novela también sobre las concesiones que uno está dispuesto a hacer, sobre la cobardía y sobre la traición (empezando por cometida contra uno mismo).

El ruido del tiempo ofrece un largo monólogo interior (aunque escrito en tercera persona) del más célebre (junto a Serguéi Prokófiev), esquivo y contradictorio compositor de la Unión Soviética. Considerado, en Occidente, como un artista incondicional del régimen y un símbolo del mismo; el libro, sin embargo, relata las penalidades del compositor, que colaboró fielmente con las autoridades comunistas para no ser una víctima más de las terroríficas purgas orquestadas por Iósif Stalin, como lo fueron Ósip Mandelshtam o Isaak Bábel. Muestra cómo, a pesar de sus desencuentros con el Poder, logró sobrevivir a la época de Stalin y morir como un músico de éxito respetado internacionalmente, aunque carcomido por tormentos morales de los que nunca pudo recuperarse.

Barnes toma a Dmtri Shostakóvich como pretexto para plantear la verdadera fatalidad que supone ser artista en un régimen totalitario, dado que no es posible refugiarse en lo puramente formal, pues la forma siempre implica una posición estética con una resonancia política.

La afición musical de Julian Barnes que determinaron que el protagonismo de esta novela recaiga en un compositor, ya se habían manifestado en sendos relatos contenidos en La mesa limón (2004): Vigilancia, donde el protagonista asiste, asediado por las toses vecinas, a un concierto en el Royal Festival Hall en el que se interpreta la Cuarta Sinfonía de Shostakóvich; y El silencio, que cierra el volumen, donde la voz narrativa pertenece a un anciano e innominado Jean Sibelius.

Por otra parte, no es la primera vez que se toma a Shostakóvich como personaje novelístico. En Europa Central (2005), de William T. Vollmann, comparte protagonismo con otros personajes históricos y, donde se le presenta (además de como creador fiscalizado y oprimido por el régimen) sobre todo como un hombre enamorado. Aparece también, aunque no ficcionalizado, en Leningrado. Asedio y sinfonía (2014) de Brian Moynahan, como un músico heroico inmerso en la composición de su titánica Séptima Sinfonía en su ciudad natal; o en la magnífica Sinfonía para los muertos: Dmitri Shostakóvich y el asedio de Leningrado (2015), de Matthew Tobin Anderson.

ESTRUCTURA A TRES

La novela y su ficción se articulan como un auténtico flujo de conciencia desarrollado por un narrador omnisciente que desvela recuerdos fragmentados de toda una vida de incertidumbres. Mediante este recurso se despliegan décadas de una existencia ensombrecida por la opresión y se exponen los fantasmas que presumiblemente acompañaron al compositor durante esa vida de constantes incertidumbres y coartadas morales.

Por medio de tres calas equidistantes (tres pivotes narrativos correspondientes a situaciones de terror, derrota y humillación) en la biografía de Shostakóvich, tres episodios bien conocidos y no especialmente originales, separados por periodos de doce años (y coincidentes con coincidentes años bisiestos). El editorial de Pravda (Bulla en vez de música) que denigraba Lady Macbeth de Mtsensk dos días después de que Stalin hubiera asistido a una representación de la ópera (1936). Un nuevo ataque al supuesto formalismo de su música por parte de las autoridades (1948) y su viaje a Nueva York el año siguiente como miembro de la delegación soviética en el Congreso Cultural y Científico para la Paz Mundial. Y su tardía afiliación formal al Partido Comunista, que le impusieron para poder ser nombrado presidente de la Unión de Compositores de la Federación Rusa (1960). Barnes los salpica de datos que va introduciendo en aparente desorden, con constantes saltos atrás y adelante, para dar apariencia de verosimilitud a ese flujo de conciencia (aunque, no siempre la logre).

El libro se estructura pues en esas tres partes a través de los recuerdos y reflexiones que asaltan al compositor en momentos de espera, bajo diversas circunstancias en cada una de las cuales se describe una situación concreta a modo de narración enmarcada que ofrece el punto de partida para tales recuerdos y cavilaciones por aparte de Shostakóvich, que sin nada más que hacer, se deja llevar por los pensamientos que dedica a su vida, a su música, a su familia... pero sobre todo, a su relación con el Poder, sus diálogos (casi siempre incoherentes) con éste y cómo afectó a su carrera, a su obra musical y, sobre todo, a su vida.

EL MARCO…

La novela comienza y finaliza con la misma escena. A través de ese detalle poético se enmarca delicadamente la reflexión lírica de la novela. Shostakóvich viaja con un amigo en un tren que se detiene en una estación apartada, en medio de la inmensidad del territorio ruso. Por el andén deambula un mendigo, un veterano de guerra, al que han amputado las piernas en la Gran Guerra, que canta procaces canciones cuartelarias para agradar a los viajeros y así obtener unas monedas. El compositor y su amigo le muestran la botella de vodka que llevan y el mendigo accede a beber con ellos. Se apean provistos de unos vasos que llenan, pero con diferente cantidad. Al brindar, la diferente cantidad de vodka en cada vaso produce una armonía que Shostakóvich capta de inmediato. Una escena sencilla: la armonía de vasos de vodka en un andén olvidado brindando con quien lo ha perdido todo, menos la voz para cantar, beber vodka y pedir para sobrevivir. Barnes, mediante la voz de un Shostakóvich desdichado, angustiado y, pese a todo, puro, muestra que la música es universal y está en todas partes, independientemente de las circunstancias del poder, la miseria humana y las desgracias existenciales, más allá del ruido del tiempo, de la historia, de las contingencias y pérdidas. Un marco ideal para una novela en la que la esencia del arte se sitúa más allá del miedo, la culpa y el dolor.

De ese comienzo, en letra cursiva, de la primera parte de la breve narración enmarcada, se pasa al desarrollo de la narración principal que comienza con una imagen grotesca y perturbadora: Shostakóvich pasando la noche de pie junto al ascensor de su edificio, frente a la puerta de su apartamento, vestido y con una maleta, esperando a que la policía secreta (NKVD) llegue a detenerle, para así evitar que irrumpan en su casa y su esposa y su pequeña hija tengan que pasar por esto (circunstancia más que habitual en aquel tiempo y lugar).

…DE NARRACIÓN ENMARCADA

En esa primera parte (En las escaleras) se describe una situación de 1936: después de que la ópera Lady Macbeth de Mzensk ocasionara el descontento de Stalin y Shostakóvich fuera declarado enemigo del pueblo, acusándole también de ser cómplice de una conspiración contra el Gran Timonel, espera todas las noches ser arrestado por la NKVD: convencido de que su fin está cerca, decide estar preparado. Espera de pie frente al ascensor, con una pequeña maleta en la que empaca un pijama, un cepillo de dientes, un dentífrico, para salvar a su familia de las tribulaciones de la detención. Noches enteras en vela en las que medita sobre su existencia y los compromisos a que le obliga componer en una sociedad constreñida y asfixiante. Pasan por su mente el primer amor, su timidez, su talento para la música y su torpeza para con los seres humanos, las ideas sobre el amor libre, las adaptaciones que conlleva tener una familia… Shostakóvich se ve forzado a elegir entre ser un mártir o un artista superviviente… y prefiere sobrevivir.

La segunda parte (En el avión) sitúa a Shostakóvich en el vuelo de regreso desde Nueva York en 1949, donde ha asistido a un congreso de paz soviético-estadounidense en los comienzos de la guerra fría (1948). A los ojos de la dirección soviética, ha sido rehabilitado. Si bien no hubiera querido participar en el congreso para no dejarse monopolizar por la propaganda estatal, no ha tenido otra opción. Incluso ha tenido que desvincularse oficialmente de algunas de sus obras anteriores y de los compositores que realmente admiraba, pero que iban en contra de la doctrina del arte socialista realista.

Ese viaje solo le reporta más degradación moral y un sentimiento de culpa que le acompañará siempre. Ha de pronunciar como suyos los discursos que le han escrito los funcionarios del Estado; comulgar con artículos que se han atribuido a su nombre sin que siquiera los haya visto de antemano, responder a preguntas hirientes de quienes asisten a sus conferencias, sobre todo de Nicholas Nabokov (pariente del famoso escritor y colaborador de la CIA, como se sabrá después), quien hace hincapié en su condena de la música formalista y, en especial, de Ígor Stravinski (compositor al que más admira), hace años exilado en dicho país y que se ha negado a asistir, para no apoyar la farsa de ese congreso por la paz y al régimen que desprecia. El discurso que pronuncia lo hace con monotonía displicente, las respuestas le salen prefabricadas y sosas, su actitud es vacua y desencajada. En el avión, se pregunta cómo ha podido llegar a tal nivel de bajeza moral, de constante cobardía.

La tercera parte (En el coche) muestra a un Shostakóvich maduro, reconocido y asentado en su profesión, que revisa los últimos años del artista en la era del sucesor de Stalin, Nikita Jruschov (Nikita el Mazorca). Se ha convertido en el compositor más famoso de su país, es conducido por Moscú por su chofer y es director de la federación de compositores de Rusia. Para ello, ha tenido que hacerse miembro del Partido Comunista, lo que había evitado toda su vida, ya muerto Stalin y durante el proceso de cambio desde el período del culto a la personalidad al de reformas parciales y apertura hacia Occidente. Acepta las muchas medallas y honores del estado con bastante indiferencia. Lee discursos y firma artículos periodísticos que otros han escrito para él. Sus amigos saben que piensa realmente, pero todos los demás lo ven como un lacayo del gobierno soviético. Cree que se ha ajustado demasiado al sistema y, como resultado, ha perdido el respeto por sí mismo. Sin embargo, ya no tiene los frecuentes pensamientos suicidas que tenía en años anteriores.

Ahora se le necesita para darle un nuevo lustre al comunismo soviético y para dirigir los destinos de la música en Rusia. Antes, el compositor ha sido sometido a una reeducación política a domicilio, que aseguraría su comprensión de los principios básicos del socialismo realmente existente, uno de los cuales era asentir y callar. Barnes pretende hacernos creer que Shostakovich no tiene más remedio que afiliarse, lo que le ocasiona el desprecio de muchos y que se suma a su larga lista de cobardías y culpas, por las que sufre el más acerbo remordimiento, por la que se desprecia a sí mismo incluso más que antes. Pero ahí está, su fama consolidada, su reputación a salvo, su música interpretada en todas partes: miembro del Partido y de una élite de artistas que el Poder utiliza para promocionarse, para justificarse. Unos años después moriría, admirado por su país y el mundo musical, pero derrotado por el poder, quebrado en su conciencia, lo que expresaría al final de su vida en una serie de cuartetos desgarradores y tortuosos que expresarían mejor que cualquier biografía su tormento interior.

CHISPAZOS DE CONCIENCIA

Julian Barnes utiliza una prosa introspectiva, fluida y levemente lírica para recrear este descenso a los infiernos de Shostakóvich. Novela la conciencia del compositor durante algunos momentos cruciales de su vida, haciendo uso de un estilo libre indirecto íntimo (mediante el que se insertan en la voz del narrador enunciados propios del protagonista), y algo desapegado a la vez, a la manera del monólogo interior, pero equilibrando el relato con referencias a la situación política y social de la Unión Soviética del momento, con escenas verosímiles de supuestas conversaciones con el Poder y con episodios de su vida personal.

Narrada con un tono general poético, de intensidad contenida, despliega el desgarramiento de una conciencia que se ve constreñida por sus principios artísticos y éticos de un lado, y la necesidad de sobrevivir, tanto él como su familia, amigos y allegados, en una sociedad en la que la más mínima desviación o signo de disidencia podía costar la vida a todos, del otro. El resultado es una novela escrita con acierto técnico y expresamente documentada (al final se revelan las fuentes en que se ha basado su escritura), pero no exenta de disonancias, pues entre el sujeto de su exploración poética y lo que se sabe del mismo (de la época, de la cultura y del propio compositor) no se ajustan, predominando la visión del autor: el Shostakóvich que, a pesar de sus desencuentros con el Poder, logró sobrevivir a la época de Stalin y morir como un músico de éxito y respetado internacionalmente, pero estragado por abismos morales de los que nunca supo recuperarse.

Un detalle formal curiosamente llamativo del libro radica en la capacidad de componer una biografía interior con originales y diversos matices a partir de la ficción, colmándola de las prerrogativas y licencias propias de la narrativa, sin reducir la verosimilitud del relato. Más bien, al contrario, Barnes logra mayor veracidad, una ficción más real quizá que la realidad conocida sobre el compositor y su tiempo.

FORMA SOBRE FONDO

Desde los discontinuos fragmentos de los párrafos iniciales, el lúcido narrador que se percibe tras todas esas imágenes parece garantizarles un significado simbólico. Barnes muestra atesorar una idea pertinente de cómo era la vida en la Unión Soviética; y capta perspicazmente el humor negro, la ironía y el cinismo que impregnaban los círculos intelectuales en lo que se movía Shostakóvich… Pero, si bien la novela está bellamente escrita, pues Barnes escribe con lúcida claridad y su prosa tiene un ritmo increíble (con esos pasajes largos interrumpidos por destellos intermitentes de frases sueltas), el fondo al que sirven, la contemplación del tormento interior que corroe al protagonista, acaba por resultar tedioso (mientras la música, su principal preocupación, permanece ausente casi por completo).

Aunque el libro pueda leerse como una novela histórica sobre la verdad, el miedo y el oportunismo, es sobre todo una novela de artista que conserva la esperanza de que, si no el mismo, al menos su arte pueda elevarse por encima de los abismos de la historia. El problema es que se ha escrito tanto sobre todos estos temas que despacharlos en las doscientas páginas de una novela casi rigurosamente monódica, ajena a la requerida polifonía que exige el tema (y que convierte El loro de Flaubert en una joya literaria), supone un gran riesgo: es demasiado (y excesivamente complejo) lo que se conoce al respecto y El ruido del tiempo parece obviarlo, quizá por ello deja una cierta sensación de lectura trasnochada.

Efectivamente, contiene lúcidas frases aisladas, como la referida al título: El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo (p. 105). Ofrece, asimismo,  pasajes logrados, como los dedicados a Shakespeare (págs. 100-102);  a los «encuentros históricos» con Stravinsky y Ajmátova (p. 149); o al repaso crítico a algunas figuras de la época, como Picasso o Sartre (págs. 146-147), entre otros.  Pero el conjunto encaja mal en el espinoso ámbito de las guerras de Shostakóvich que ha venido librándose en las cuatro últimas décadas. Barnes realmente esgrime con soltura y oficio muchas piezas, pero tanto el Shostakóvich privado (introvertido e inasequible) como el público, cuya connivencia con un Estado dictatorial le salvó la vida, solo se atisban, en el mejor de los casos, tangencialmente.

EL SHOSTAKÓVICH DE BARNES…

Precisamente la mayoría de las críticas negativas se han centrado en la caracterización del protagonista. Cuando Barnes escribe la novela sin duda sabía dónde se metía, la figura de Shostakóvich ha sido (y lo es todavía) especialmente controvertida, así pues, abordar su historia, suponía tomar partido en la contienda de posicionamientos sobre el compositor. Y lo hizo con todas sus consecuencias: al final del libro, admite que sus dos principales fuentes han sido Shostakovich. A Life Remembered (1994), historia oral en la que Elizabeth Wilson (primera biógrafa en mirarlo desde otros ángulos, atender a otras voces, y abrir a esa dimensión personal, íntima y moral que define realmente a las personas) deja que hablen otros (más complacientes que críticos) para transmitir una sensación de neutralidad; y Testimonio (1979), el polémico (cuando no, directamente calificado de fraude) libro de Solomon Volkov, principal desencadenante de las llamadas guerras de Shostakóvich.

La novela, como El loro de Flaubert, mezcla ficción y biografía, memoria y mito. Pero a diferencia de aquella, que señalaba la imposibilidad de reconstruir una biografía, ésta intenta precisamente eso: Barnes asume un conocimiento sobre los pensamientos y emociones privados de Shostakóvich, basándose en esas memorias (no especialmente apreciadas por los especialistas), y pretende que creamos que nos está introduciendo en su cabeza.... Así, consuma desde la novela la caracterización iniciada por Wilson desde la biografía: la ocurrencia de contar anécdotas para recalcar que lo importante no es tanto la veracidad de sus hechos, como su significado: (…). Lo importante no era tanto la veracidad de los hechos de una anécdota concreta como lo que significaba. Lo que significan para Shostakóvich, y para nosotros. El resultado es el Shostakóvich que Barnes imagina no un héroe, sino un gran compositor cuya música aspira a trascender las circunstancias de la historia.

En última instancia, todos elegimos en qué queremos creer y, en este caso, Barnes ha elegido una figura muy próxima a la de Volkov: un Shostakóvich amargado y golpeado por la vida. El disidente secreto, el que hacía justo lo contrario de lo que parecía estar haciendo, el artista aplastado por el régimen (que, sin embargo, lo colmó de cargos oficiales y condecoraciones, seis premios Stalin incluidos), el que incluía constantes mensajes en clave en sus composiciones, el que ha acabado prendiendo en la opinión pública e imponiéndose en las salas de conciertos occidentales.

Un Dmitri Shostakóvich que da la cara y elige evitar la heroicidad de la muerte cediendo ante el poder y traicionando sus convicciones morales. Que escoge vivir con cobardía, desazón y arrepentimiento; desenvolviéndose como pudo para salvaguardar su música. En suma. una especie de cobardía heroica. Este Shostakovich remite a los orígenes sagrados de la música, a su pureza elemental, al espacio armonioso desde el que brota la creación armónica que supera las circunstancias (sociológicas, ideológicas o políticas) de su época, la que hace olvidar sus tormentos, cobardías y humillaciones.

Un Shostakóvich que parte de la crítica ha percibido, incluso, más inglés que ruso: debido a sus reflexiones sarcásticas y circunspectas, marcadas por el miedo, la culpa y el desprecio de sí mismo, pero manifestadas con la resignación de un venerable profesor británico (de Oxford o Cambridge). Ciertamente nadie puede conocer las pasiones convulsiones de su conciencia, pero si se toma la literatura rusa como referente (pues no deja de ser un personaje de novela), se puede afirmar que el Shostakóvich de El ruido del tiempo está lejos de los rasgos de los principales personajes de esa literatura.

EL SUSURRO DE LA HISTORIA

Mas allá de la verdadera personalidad del hombre y la naturaleza moral del artista, el tema de fondo, el verdadero motivo de la novela es, sin duda, la (bella e interesante) reflexión sobre los límites entre integridad y corrupción, entre la honestidad artística y la personal, y la redefinición de la heroicidad y la cobardía en una época en que fue factible (aunque nunca fácil) ser héroe, pero muy difícil ser cobarde. Barnes se sirve para ello tanto de Shostakóvich como de sus coetáneos, con el fin de presentar un esbozo de las distintas posibilidades del ser moral: dar la espalda a la situación, huir y permanecer ajeno a los problemas (como Stravinski); mirar de perfil y sacar ventaja de una natural inocencia y pasividad (como Prokófiev); ponerse frente al poder y elegir entre insubordinarse y verse represaliado-morir (Anna Ajmátova), o someterse y resistir (Shostakóvich).

Porque, si algún tema insufla y estructura la novela, es el de la cobardía, la de quienes tuvieron que vivir en un sistema criminal que no respetaba ningún límite ético o político, una cobardía que suscita las reflexiones amargas e irónicas del Shostakovich de Barnes, que le hacen incluso postular la paradoja de que se requiere más valentía para persistir en la cobardía toda la vida, con la constante amenaza de detención, represalias y humillación, que ejecutar un acto heroico que significase el fin de la vida en la Unión Soviética, hecho que le ocurrió a muchos otros artistas, conocidos y desconocidos. Una cobardía que solo encuentra respiro en la ironía, en el cinismo, en el silencio. Y en la música, por supuesto, la que sostiene su vida y su existencia, más allá del absurdo de la tiranía.

En ese eterno problema de la tensión entre libertad artística y poder estatal absoluto, Barnes pretende dejar al lector el juicio moral a ese compositor (ojo, el personaje creado por él) que tuvo que traicionar su conciencia para sobrevivir y crear una de las obras musicales más notables del siglo veinte (admirada por unos, considerada mediocre por otros). Pese a que la música pertenezca a otro orden que el simbólico o el racional, la obra Shostakovich no pudo evitar que, según la interpretación despótica, se vieran en ella luchas de clases o irónicos desplantes al poder. Su caso y su obra han sido (y siguen siendo) debatidos, asumiendo siempre que la música traduce realidades que le son ajenas o distantes. La disputa académica quizá no tiene solución o final. Pero, para el Shostakovich de Barnes, la música es la que le hace olvidar sus tormentos, cobardías y humillaciones.

El ruido del tiempo es, pues, una novela arriesgada sobre un artista que no se atrevió a desafiar al poder totalitario, que postula que no se le puede recriminar su deseo de sobrevivir, pues el heroísmo es un gesto de grandeza, no un imperativo ético. El Dmitri Shostakóvich de Barnes resulta muy humano y juzgarle hoy desde las libertades democráticas sería injusto; como absurdo, despreciar su música. Sus grandes obras han sobrevivido a todo y a todos y, con independencia de la biografía de su creador, nunca han perdido su valor como arte en estado puro. Para Stalin, caprichoso, paranoico y megalómano, la humanidad se dividía en revolucionarios (que aceptaban su autoridad y acataban sus órdenes) y contrarrevolucionarios (quienes se oponían a sus designios, los matizaban o, sencillamente, los contemplaban con indiferencia) y sus purgas se parecían a la tala de un árbol. Cada tajo hacía saltar infinidad de astillas. Shostakóvich le había irritado y para no ser una de esas astillas, debió manifestar públicamente su arrepentimiento y jurar lealtad incondicional al gran líder. Pero, a la postre, logró que El arte (su música, que) es el susurro de la historia se oiga por encima del ruido del tiempo.

«Y sabía, por consiguiente, que todas las definiciones verdaderas del arte son circulares, y todas las definiciones falsas del arte le atribuyen una función específica.»

domingo, 8 de diciembre de 2024

MATAMONSTRUOS



 

«MATAMONSTRUOS»
Jon Bilbao (2024)

«La ficción no alberga ningún poder sanador en sí misma, pero que quizá sí pueda servir como brújula, como mapa desdibujado, como instrucciones en forma de acertijo intrincado que orienten sus pasos hacia ese espacio interior donde se convertirá en alguien más fuerte.»


NO HAY DOS SIN TRES

MATAMONSTRUOS (2024) es la octava novela de Jon Bilbao (Ribadesellla, 1972) y la tercera y última entrega de la trilogía de la Saga de John Dunbar, una de las más interesantes de la literatura española No siendo una novela (carece de una línea anecdótica firme), y tampoco un libro de relatos (pues en él participan la estampa cotidiana y desquiciamiento inventivo), presenta, igual que las entregas precedentes, una serie de relatos que conforman una novela combinada, donde se engarzan anécdotas de diversa índole, emancipadas de cualquier patrón narrativo, y donde cada capítulo es independiente, pero, al mismo tiempo, constituyente de una unidad narrativa de mayor entidad.

En ella, Bilbao vuelve a entremezclar sus dos arcos temporales, saltando de uno a otro (presente y pasado), en ese complejo artilugio de dualidad narrativa iniciado en Basilisco (2020), logrando un texto recorrido por un hálito crepuscular propio de Tom Spanbauer, fallecido recientemente (21 de septiembre).

Las tres novelas, junto con la novela corta, Los extraños (publicada en 2021, entre Basilisco y Araña), giran en torno a Jon Bilbao-personaje que es, a su vez, fuente de creación y aglutinador de la historia. Matamonstruos reúne, como ya hiciera el escritor en sus narraciones anteriores

Para quien no haya leído las entregas anteriores (Basilisco y Araña), aclarar que ambos libros desarrollaban relatos sobre dos protagonistas: Jon, un escritor de Ribadesella, que trata de hacer frente a su realidad, padre separado de dos hijos, mientras aborda la venta de la casa familiar, construida en su villa natal. Es él quien, en sus ratos libres, escribe los relatos sobre un personaje del Lejano Oeste, conocido como El Basilisco, para lo que viaja en ocasiones a esa zona de Estados Unidos para documentarse. En paralelo, ese John Dunbar, un pistolero del Salvaje Oeste, duro y silencioso, cuyas hazañas corren de boca en boca hasta convertirse en folletines que fomentan su fama (como héroe literario condenado por sus autores a una suerte de inmortalidad, para dar cabida a más y más aventuras), se enfrenta a temibles enemigos: el más aterrador de todos la Araña, una especie de mal ponzoñoso con centenares de seguidores, encarnado en el cuerpo de su madre.

HILOS ENREDADOS

En Matamonstruos, las andanzas de John Dunbar vuelven a correr a cargo de ese escritor y traductor de nombre Jon, personaje que vive en Ribadesella en una casa idéntica a la familiar de Jon Bilbao (a ese alter ego se le atribuye incluso en el texto un relato sobre una pareja que viajaba a la isla de Estrómboli, obra de autor asturiano). Con las novelas que Jon-personaje escribe intenta erradicar a un monstruo que vive dentro de él, como el Basilisco lo hace dentro de su personaje (John Dunbar), y que, ahora atenuado, lo hace también dentro de su madre. Se trata de la Araña, que en este caso no es un personaje, sino una representación paradigmática de lo dañino, de lo malsano, de lo ofensivo, de todo cuanto despierta un miedo real y fundado; en suma, de la melancolía y la depresión, caracterizada como un ser capaz de saltar entre los distintos niveles de la ficción.

La obra se inicia donde terminó la entrega anterior, retomando, con todas sus virtudes y flaquezas, sus mismos protagonistas. Por una parte, Jon, el escritor creador de las aventuras del Basilisco, que regresa a Ribadesella e intenta entender a sus padres, separados recientemente. Decidido a recomprar la casa familiar y vivir allí junto a su padre, mantiene una relación fría pero afectuosa con su madre, con la que decide irse de viaje, acompañados también de su hija, por el Egeo. Además, para las interpolaciones del mundo de John Dunbar, Bilbao echa mano de los personajes de Los extraños: su supuesto primo, Markel, (desparecido allí en extrañas circunstancias), y sobre todo de su acompañante, Virginia, una rival que estuvo a punto de arruinarle la vida y que parece dispuesta a intentarlo de nuevo, pues viene a Ribadesella, acompañada por su marido, Percy Blake, con la intención de comprar la casa familiar que ahora intentan arreglar Jon y su padre.

Por la otra, en el Lejano Oeste, la metamorfosis de John Dunbar, iniciada en la entrega anterior, continua imparable: en este sentido resulta especialmente demostrativo que este peculiar personaje lea en esta ocasión Grandes esperanzas de Dickens (obra que desea comentar con Lucrecia) y, significativamente, Anábasis de Jenofonte. Aquí, busca, junto a su pareja embarazada, dejar atrás la vida violenta y errante que lo ha perseguido. Serán acogidos, por su hermano Matthew y su esposa (en realidad es su primo), en una próspera Virginia City que atrae tanto a compañías circenses como a buscadores de fortuna en sus minas, y acoge a Ambos Lados del Río, el hijo de un antiguo enemigo, Lengua Azul. Personaje que protagoniza un evocador episodio en la mina Yellow Jacket (que hace pensar en la famosa serie de western moderno protagonizada por Kevin Costner). No obstante, acabarán por irse buscando la tranquilidad, con su hija pequeña, Felicidad, en los solitarios parajes del Valle de las Rocas (Monument Valley), en pleno territorio navajo. El pistolero, más sosegado, parece haber dejado atrás al Basilisco, esa quimera de tristeza, fantasías negativas y enfado, que siempre h formado parte (más despiadada) consustancial de él, y trata de aceptar el amor de su mujer y de su hija como algo por lo que no tiene que pagar. Sin embargo, hasta allí le perseguirán los enemigos más aterradores e insospechados, procedentes de su mismo mundo (El sitio de donde procedían tenía algo en común con el valle: ambos existían al margen de la historia), en un capítulo de una violencia elíptica que marca el eje central del libro. Tras dudar del amor de Lucrecia, finalizará con unos textos donde la metaficción, el homenaje (otro más) al cine y a la ficción hacen que la vida del personaje y la de su creador se aproximen hasta confundirse.

SECUNDARIOS (PERO NO TANTO)

Retablo por el que pasan personajes de diferentes épocas y de diferentes libros, en los que el propio autor dibuja su reflejo en la ficción y donde el narrador nunca deja de tener en cuenta al lector: es mejor aclarar, antes de que sea demasiado tarde, que esta historia no tratará sobre Markel. Tampoco lo hará sobre Emilia, advierte poco después de hablar bastante de ambos.

Incide también en esta entrega en los demás personajes, nada secundarios, con especial machaconería en Lucrecia y en el padre de Jon, por ejemplo, junto a otros muchos, entre los que destacan el sexagenario arqueólogo londinense William Henry Jacques. que vive en Samos, estudiando la obra de Eupalino de Megara (foco de interés en ese momento de la madre de Jon); el abogado Katcher, representante, primero, y amante después, de Lucrecia en Boston; y Marcus Compson, el amigo de Bramble que introduce la duda sobre la identidad de John Dunbar…

Y, especialmente, la Araña, a través de tres encarnaciones: la madre depresiva de Jon; la enajenada Virginia, la intrusa; y la caótica casa familiar, que cobra entidad de un personaje más, privada de las paredes no sustentantes de toda la estructura: (revisión de la casa enajenada y enajenante de William Hope Hodgson), una casa tan fuera de las leyes que rigen el resto del mundo como el propio Valle de las Rocas, donde creyó Dunbar que iba a sentar su vida. Esa araña que da título al segundo volumen de la saga y que vuelve a tener su lugar destacado aquí. Símbolo, metáfora o cruda realidad, lo cierto es que la araña siempre aparece en momentos claves del relato; a veces, incluso a través de referencias anejas, como en el caso del inefable restaurante denominado el Palacio de las Telarañas, donde tendrá lugar una escena fundamental sobre la identidad. Una araña que remite al cine fantástico de serie B que forma parte de la educación estética y sentimental del escritor Jon, tanto del autor de carne y hueso (Bilbao) como del Jon-personaje, también escritor, y que vive en un libro que comienza en un cine y acaba en un cine con esa proyección de la película El gran robo al tren, dirigida por Edwin S. Potter mediante un kinetoscopio de la Edison Manufacturing Company.

En realidad, todo lo anterior no deja de ser una somera descripción del armazón de una narración que se despliega exuberante e hipnótica, donde caben estampidas de elefantes, tiroteos y persecuciones a caballo, arañas gigantes, revueltas populares, un gabinete de curiosidades, los túneles (tan queridos por el Bilbao ingeniero de minas), y hasta una compañía de teatro que representa ante Dunbar una obra que lo tiene como protagonista (como guiño evidente del capítulo titulado Basilisco de la primera entrega).

EJERCICIO DE ESTILO

La obra mantiene la voz narradora con ese dejo de comunicador oral que cuenta en directo la historia al lector, dirigiéndose a él cuando lo considera oportuno y confiriendo a la historia el valor del pacto narrador-lector: No puedo mantener mi palabra. Tengo que ver a John Dunbar una vez más. Sin embargo, he respetado lo prometido hasta casi el último momento. En la fracción de segundo empleada en pasar una página de este libro, para John Dunbar y su familia han transcurrido veintisiete años. Acerca de lo que en ese tiempo hicieron, nada voy a contar porque nada sé.

Pero no todo se desarrolla siguiendo los patrones anteriores, aquí se percibe un sutil cambio en el estilo de escritura con respecto a los libros anteriores: cambio que evoluciona durante la obra y permite que la trama se interne en una especie de discusión metaliteraria (y casi filosófica) sobre los límites de la ficción y la realidad y cómo la una puede afectar a la otra. Sea como fuere, lo que se hace evidente en esta obra, es que el autor ha creado un mundo que ha conseguido hacer suyo, donde prima la atención al detalle y una concienzuda caracterización de personajes, que se sustentan en su notable agilidad, en ese ritmo trepidante que lleva sin descanso de una historia a otra a través de unas descripciones y unas tramas entrelazadas por unos mundos y unos personajes a veces realistas y a veces absolutamente increíbles. Ello hace que estos relatos trufados de aventuras, acción, terror e incluso fantasía y ciencia ficción (capítulo Área 51 y referencias a los avistamientos de ovnis de Los extraños), dejen una indeleble huella anímica que hace disfrutar de su lectura y deja un poso de pérdida al cerrar el libro.

La base estructural vuelve a ser la idea de la confusión de identidades: de roles, pecados, pensamientos, miedos… entre personaje y creador, este juego de espejos que Bilbao extrema en esta última entrega. Igual que John Bramble, el escritor de las novelas sobre el Basilisco en la época de John Dunbar, Jon-personaje, el escritor que hace lo propio en la actualidad, y también Jon Bilbao, claro, necesita ser él: Bramble buscaba confundirse con Dunbar. Necesitaba ser él. Y cuando no necesita propiamente ser él, se encuentra, como mínimo, huyendo de los mismos demonios que acosan a sus personajes: ¡La Araña!

De lo que no hay duda es que Bilbao, un autor en estado de gracia, ha utilizado todas sus habilidades narrativas para que la obra fluya sin embrollos, altibajos o palabras inadecuadas. Su capacidad para presentar las escenas mediante panorámicas descriptivas (en Cinemascope y Technicolor) que permiten que los personajes se fijen con mayor fuerza en la memoria del lector, logra que su escritura, por un lado, se articule como una película de Sam Peckinpah con banda sonora de Bob Dylan; mientras que, por el otro, consigue igualmente cautivar desde la cercanía del contexto personal de Jon con una intimidad espinosa propia de John Casavette con música de Bill Conti.

Desde luego, Jon Bilbao ha conseguido desnudar el proceso creativo y convertirlo en literatura, confiriendo tantas capas de lectura a la ficción que, la realidad primera, la que supone el origen del relato, se convierte en un elemento más, perdiendo la posición privilegiada que suele tener en la estructura de la obra. Porque aquí lo principal es la ficción y el modo en el que afecta tanto al escritor como al lector.

UMBRALES Y PROCESO CREATIVO

Durante ese despliegue incesante de historias, Bilbao va acotando el terreno que le interesa: esos espacios fronterizos (umbrales) entre una realidad atormentada y una ficción terapéutica. Ya al comienzo del texto, el autor cuenta cómo el tráiler (de menos de dos minutos de duración) de la película Tarántula, visto de niño en el cine Divino Argüelles de Ribadesella, fue la causa de su terror a las arañas (hasta ese momento inexistente, pese a vivir en una casa de campo, plagada de ellas), y se plantea que, a la inversa, la ficción pueda ayudar a dominar conflictos internos y superar traumas. En cualquier caso, mientras los personajes de Jon-personaje se enfrentan a materializaciones de esos y otros males, también se advierte, a través del personaje de Juan, el director de la compañía de teatro, como la ayuda que la ficción nos presta es limitada, es transitoria y puede ser ilusoria.

¿Acaso no había experimentado él, en carne propia, el efecto profundo y permanente que una ficción —en su caso el mero anuncio de una obra de ficción— puede ejercer sobre alguien?

Bilbao ha confeccionado una madeja de historias que se reflejan, se armonizan y se hacen guiños mutuos; que se mueven por distintos planos temporales para dar a entender que el rigor del tiempo se relaja en la ficción, dueña y señora del mismo en su mundo. Porque la cuestión quizá más relevante y mejor tratada en este minucioso y complejo juego de espejos sea el poder de la ficción, su autonomía, jugando con diferentes capas de creación para llegar al alma (del lector, pero también del escritor), reflejando sentimientos en este ramillete de relatos creados por personajes de ficción que se reflejan en otro relato hasta no dejar nada sin exponer. No deja de ser relevante que la novela desemboque en la aparición de un grupo teatral que representa en la boca de una cueva aventuras de John Dunbar en presencia del verdadero Dunbar (que también es un personaje de ficción) con lo que se escenifica (propiamente) otros dos temas claves del libro: por una parte, el mito de la identidad singular o pura: Dunbar es Basilisco y viceversa, pero en Matamonstruos a Basilisco se le pretende desechar por lo que representa de instinto y violencia (mera supervivencia, al fin y al cabo). Por otra, la función de la ficción como exorcismo, que permite cargar sobre ella las consecuencias que supondría la vivencia del episodio concreto en la realidad.

En una historia de umbrales (los de la residencia familiar en Ribadesella; los de las cuevas; los que se establecen entre ficción y no ficción…), con su propio dios, (Término), el cine aparece como un umbral definitivo; la razón que obliga a cambiar definitivamente la manera de contar historias. A lo largo de sus páginas se presenta el ocaso de formas de representación: el circo, el teatro ambulante, el escritor de novelas de baratillo… mientras la escritura resiste (¡!). Se niega a enmudecer y busca su razón de ser en la raíz, en los orígenes. Este es el mensaje: los formatos pueden cambiar, pero la esencia de un buen relato no cambia apenas.

DE LA SORPRESA AL DESASOSIEGO

Se puede decir que Matamonstruos supone no poner límites a la ficción, es decir, construir sin sujeciones o al menos sin la obligación de entretener por entretener. Se trata de una rigurosa demostración de arte narrativo: un arriesgado ejercicio de literatura que impacta de verdad, mucho más de lo que se espera de esa escritura pretendidamente vanguardista que tanto prolifera últimamente. Bilbao va levantando, relato a relato, página a página, una loa a la ficción, a su poder para generar sentimientos y provocar incluso estados de ánimo: henchirnos de tristeza o proporcionarnos valor para afrontar la vida real.

El otro eje temático es la familia y sus hilos envolventes que pueden procurar tanto amparo y cariño, como agobio y sujeción. De hecho, la imposibilidad de encontrar el sosiego y la paz con su familia es el problema vital que comparten Jon y su personaje, John Dunbar: no pueden escapar, lo cual se traduce en un drama constante, que en Jon se vincula a la escritura y a la recuperación de la casa de Ribadesella; y en Dunbar al asentamiento en el Valle de las Rocas y, en última instancia, a la violencia.

La lectura de esta novela exige no olvidar de dónde viene, pues es la entrega que cierra uno de los proyectos narrativos más ambiciosos y sugestivos de nuestro país en los últimos años conformando un conjunto homogéneo y magnífico. Si hubiera que calificarla, podría decirse que se trata de una obra desasosegante y sorprendente.

Sorprendente, efectivamente, porque no siendo realmente un wéstern al finalizarla deja la impresión de un wéstern al uso (incluso, de vez en cuando, de una película del género). E igualmente deja un poso melancólico respecto a la realidad del creador del wéstern, el escritor que intenta sobrevivir en el mundo actual. Sorprende, igualmente, la incursión en la mente de los personajes (Jon y John) que se mezclan, se confunden y otras veces se separan inexorablemente (idea de la confusión de identidades); a ratos metaliteratura pura y dura, a ratos pura fantasía metafísica. Y esto sin olvidar nunca la acción y la violencia (en Ribadesella, sublimadas; en el Oeste, explícitas), aunque siempre (magistralmente) elípticas.

Desasosegante porque, aunque se puede leer como una entretenida novela de aventuras, la parte final y las incursiones contemporáneas, entroncadas en la novela breve Los extraños, introducen una reflexión inquietante: Una parte de la ficción siempre permanece fuera de nuestro alcance, se niega a dejarse domar y a servir de alivio a nuestras necesidades. Las ficciones se apilan unas sobre las otras, construyen torres que no necesariamente se vuelven más esbeltas a medida que se elevan, sino que pueden engrosar, aspirando a emular la base en que se apoyan, nuestra realidad, no lo olvidemos, a emularla en lo complejo y lo tangible, pero declinando imposiciones, condicionamientos y servidumbres. El ejemplo más claro es la página 297, donde se expresa, a manera de hipótesis (o quizá de tesis) la engañosa relación entre ficción y realidad, más aún, sobre qué sean ficción y realidad: un peculiar modo de navegar desde la ficción por los secretos, ilusiones y fracasos humanos.

GRAND FINALE

Como última entrega, su final supone la conclusión de la trilogía. Por ello conviene destacar que, en la segunda mitad de la obra, Jon Bilbao se decanta por la metaficción y el juego de espejos. Los dos últimos capítulos y el posfacio se constituyen en el mejor ejemplo.

El cierre es magnífico: la ambientación, el simbolismo (cuevas, túneles, arañas) y también el onirismo se convierten en eje narrativo, realzados por un lenguaje muy conciso en lo visual. Bilbao podría haber elegido un cierre más fácil y seguro, pero se arriesga dando una (inesperada) vuelta a un personaje literario ya icónico. El juego de espejos llevado al límite, plagado de simbolismo entre descripciones y atmósferas construidas de manera minuciosa y que introducen dentro de los universos creados a través de diferentes capas narrativas. Incluso se atreve a llevar la trama, como se ha dicho, a un planteamiento de tono filosófico sobre los límites y las conexiones entre la realidad y la ficción.

Pero como todo lo reflejado en la obra es ficción, incluso la parte que concierne a ese Jon-personaje, el origen último, la fuente de la que surge, toda la obra se diluye como en una visión de la que no sabemos si es un espejismo o una realidad. El resultado es una trilogía, escrita a lo largo de cinco años, que resulta abrumadora: un elogio de la literatura en la que realidad y ficción confunden causas y efectos.

La única pega que quizá pueda achacársele es que en las primeras cien páginas hay quizá demasiada retrospección (y explicación: es la entrega más explicativa) y que algunos de sus personajes se expresan de una forma excesivamente pulida (detrás de los diálogos de la madre de Jon se percibe al autor hablando por ella). Sea como fuere, sin duda se trata de una obra admirable, con pequeños defectos (algunos descensos a la simpleza del folletín menos literario) y grandes virtudes (un lenguaje exquisitamente adusto y un equilibrio armónico envidiable).

Mención especial merece el capítulo El Valle de las Rocas. Un relato en tres actos, donde hacen su aparición los monstruos retratados con una minuciosa y elíptica técnica grotesca que protagonizan las escenas más salvajes de la trilogía. Se desarrolla con una combinación de detalle y elipsis, que va encajando descripción, narración y diálogo hasta conseguir que el mecanismo de la violencia y el horror funcione con la contundencia de un grand guignol. Porque, no solo se aprecia cómo se articulan las piezas, sino también la mano del autor, el papel en el que escribe e incluso la inexistente cámara que graba (las obras de Bilbao Son tan sensitivas que se ven y se huelen): el proceso completo. Y, a partir de ahí, el descenso hacia ese final apoteósico con la pantalla agujereada por las balas de la ficción.

«La ficción puede hacer daño, te puede desconectar de la realidad» 

(Jon Bilbao)



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