«LOS CHICOS DE LA NICKEL»
Colson
Whitehead (2019)
«La Nickel era el colmo del racismo –la mitad de los que trabajaban allí seguramente se ponían el disfraz del Klan los fines de semana–, pero, tal como lo veía Turner, la maldad era algo más profundo que el color de la piel. Era Spencer. Era Spencer y era Griff, y eran todos los padres que dejaban que sus hijos acabaran allí. La maldad eran las personas.»
LA
FÁBRICA DEL DOLOR
LOS CHICOS DE LA NICKEL (2019) de Colson
Whitehead (Nueva York, 1969), nominada como uno de los mejores libros de la
década por la revista TIME, se basa
en una tragedia real, los crímenes ejecutados en la Arthur
G. Dozier School for Boys de Marianna, que
el Estado de Florida dirigió como
reformatorio durante 111 años (1900-2011), y
por la que pasaron niños y jóvenes (6-18 años),
con condenas por lesiones, robo o por no ir a clase, los incorregibles y los
huérfanos.
Tras
décadas de denuncias contra la institución (por palizas, violaciones, torturas
e incluso asesinatos de estudiantes), se inician varias investigaciones consecutivas
por parte del Departamento de Cumplimiento de la Ley de Florida (2010), del Dpto. de Estado de los Estados
Unidos de Justicia (2011) y de la
Universidad del Sur de Florida (2012).
La del Dpto. de Justicia reveló la
existencia prácticas sistémicas, atroces y peligrosas exacerbadas por la
falta de responsabilidad y controles. Y la investigación forense de la Universidad descubrió unas 55 tumbas en
los terrenos de la escuela (diciembre, 2012)
e identificó posibles lugares para tumbas (marzo, 2019).
Las
primeras referencias que Whitehead tuvo al respecto fueron en 2014, vía Twitter.
Pero serían los datos de la investigación universitaria (el hallazgo de varios
cementerios ilegales con innumerables restos de estudiantes violados y
asesinados) los que desataron su interés (por el racismo e indiferencia que encarnaban).
Tras tratar el tema de la esclavitud en El
Ferrocarril Subterráneo (2016), que
le supuso su primer Pulitzer de ficción (2017),
Whitehead no quería escribir otro libro
pesado, pero la elección de Trump le instó a hacerlo. Así nació la versión ficticia (la Nickel
Academy) de la institución real: Whitehead,
para mantener el mayor realismo posible, redujo deliberadamente el alcance del
libro, lo documentó minuciosamente y prescindió de elementos especulativos o
fantásticos (presente en otras novelas suyas).
La
novela reinventa la vida de esas
generaciones de niños prometedores (negros y blancos) sin recursos, víctimas de
abusos ante la indiferencia general. Denuncia que no
se reduce al pasado, sino que encaja en la políticamente correcta sociedad actual, porque esos crímenes ni están
tan alejados en el tiempo ni son tan ajenos a la marginalidad en que siguen
viviendo miles de niños en todo el país (y en todo el mundo).
La
ficción alivia la realidad, pero también permite revivirla y contribuir así a
la memoria histórica de la nación: la
historia de los negros en Estados Unidos y su apartheid institucional y
social. Whitehead, que inició esa revisión
con El ferrocarril subterráneo, aquí
cuenta una historia de la bondad e inocencia infantil sometida a la crueldad con idéntica fuerza narrativa y
despiadado realismo. El autor reincide en su pedagógica labor de memoria histórica para hablar del racismo endémico de la sociedad norteamericana:
los jueces del Premio Pulitzer de ficción 2020
(segundo de Whitehead: es el cuarto escritor
en la historia en ganarlo dos veces) calificaron la novela como una
exploración sobria y devastadora del abuso en un reformatorio en la era de Jim
Crow en Florida que, en última instancia, es una poderosa historia de
perseverancia humana, dignidad y redención. Las Leyes
de Jim Crow (estatales y locales), promulgadas a fines del siglo XIX, por las legislaturas
estatales sureñas (dominadas por los demócratas después del período de
Reconstrucción entre 1876-1965), propugnaban
la segregación racial en todas las instalaciones públicas por mandato de
iure bajo el lema «separados pero iguales» y se aplicaban a los
negros y a otros grupos étnicos no blancos. Condujeron a que tratamiento y alojamientos
fueran por lo general inferiores a los de los blancos, sistematizando un número
de desventajas sociales, educativas y económicas.
Whitehead ha calificado la obra como novela de ficción histórica, pues, aunque
está basada en hechos reales, cambió algunos nombres (como el del reformatorio)
y creó personajes ficticios.
Relato
de estilo
ágil, muy próximo a la crónica
periodística, muestra una gran economía
expresiva destilada en una prosa seca y directa, huyendo de cualquier adorno
estilístico: su objetivo es, más que
plasmar un artificio literario, emitir un mensaje.
Prima el discurso
sobre el estilo: interesa
por la contundencia de lo contado (fondo)
más que por los recursos que utiliza (forma).
El resultado es una narración detallada
(a la vez que clara y sencilla), con vívidas descripciones de los escenarios y
diferentes acontecimientos, así como de olores, sensaciones y sentimientos.
Es
de agradecer que el relato no se limite a la sucesión de maltratos y torturas,
pues el tema resulta propicio para caer en el cliché y el estereotipo, pues
hubieran desviado la historia hacia los tópicos de los melodramas decimonónicos
o de los relatos de miedo. No carga las tintas,
no cae en lo fácil, ni en la estridencia. Consigue con muy pocos detalles, mediante la sugerencia, mucho más que con la
descripción cruda y detallada. Por ejemplo, mediante las (muy reveladoras) frases con que se iniciaba el castigo pretendidamente educativo por parte
de los supervisores («Como te oiga quejarte una sola vez, tendrás propina.»
«Cierra la puta boca, negro de mierda.»), seguidas de la enunciación, seca y carente de detalles
escabrosos, de la tanda de correazos (reducidos al número: unos setenta y al
detalle de una hebilla golpeando el techo) en nalgas y piernas; y finalizaba en
la enfermería, con diagnósticos secos, pero reveladores («De resultas de los
correazos, fragmentos del pantalón viejo se le habían incrustado en la piel.»).
Del mismo modo se tratan, un torneo de boxeo que tiene ciertas consecuencias y
unos árboles con
argollas de hierro donde encadenan a los casos perdidos para
que luego desaparezcan discretamente.
La
historia se expone mediante la alternancia de
varias épocas, que giran en torno la experiencia del protagonista; y,
aunque con algún altibajo (como en su
novela anterior, aquí también hay partes donde decae el pulso narrativo, aunque el
conjunto no resulta afectado), la fragmentación
temporal confiere un tono adecuado al mensaje.
Mención
aparte merece el final; pues, a
través de un inesperado giro abordado con delicadeza, ahonda en un dramatismo
sosegado pero demoledor, que se recibe con sorpresa y que condiciona la opinión
sobre lo leído hasta llegar ahí.
ESTRUCTURA
DISCURSIVA
La
novela se estructura en tres Partes más un Prólogo y un Epílogo.
Prólogo y Epílogo se sitúan en el momento actual y
sirven de marco a la historia que se cuenta perfectamente estructurada en las
tres secciones que obedecen al clásico planteamiento,
nudo y desenlace.
Prólogo. «Hasta muertos creaban problemas
los chicos.»: así arranca la historia, con el hallazgo de unos cadáveres
por parte de unos urbanistas de un parque empresarial en el lado norte del
campus de la Nickel. Sus pocas
páginas giran en torno a la fosa común: pone
de manifiesto que apenas hay diferencia entre un cementerio oficial y uno
clandestino; ambos se funden en depositarios de despojos marcados por la
tortura y muerte violenta. En efecto, en la investigación forense de la Universidad, los alumnos de arqueología en
prácticas desentierran 43 cadáveres del cementerio oficial de la Nickel, Boot
Hill (en referencia a la película
Duelo en el O. K. Corral). Y una
alumna, Jody, ante un terreno que se
veía raro, descubrirá el cementerio secreto. Esos estudiantes contarán
sus descubrimientos a algunos antiguos residentes y a los familiares de los
chicos que habían desenterrado. Alguien da el soplo a los medios de
comunicación y... Por otra parte, algunos antiguos residentes hacían reuniones
anuales (iban por la quinta) y uno de ellos se encargaba de subir a la red todo
lo que caía en sus manos sobre la Nickel. Sin
embargo, no todos los antiguos alumnos veían bien tales actuaciones, entre
ellos Elwood Curtis, residente en Nueva York.
1ª Parte: Refiere la infancia y adolescencia del protagonista, un
niño negro de familia humilde que escuchaba los discursos de Martin Luther
King en la Tallahasse de la década de los sesenta, criado
por su abuela, tras la marcha de sus padres a California.
Finaliza cuando ilusionadamente el protagonista, buen estudiante y con afán de
aprender (pese a las dificultades que un negro tiene por serlo), a los 16 años, fortuitamente
(cuando se dirige a la Universidad que lo ha admitido para realizar un curso
preuniversitario sobre literatura inglesa) se ve implicado en el robo de un
automóvil. Como consecuencia es condenado a pasar dos
años en la Escuela Reformatorio para
chicos Nickel, en Eleanor (Florida), interrumpiendo sus ilusiones y
comprometiendo su esfuerzo y amor al estudio.
2ª Parte: transcurre en
la Nickel, donde los internos, segregados por raza (los negros sufren
peor trato), apenas reciben educación. El protagonista, asignado a la residencia Cleveland
(una de las destinadas a los negros) se hará amigo de otros residentes y aprenderá a sobrevivir.
Conocerá cómo tratan los trabajadores
de la Nickel a los chicos a su cargo; cómo
son objeto de palizas y abusos sexuales; cómo son utilizados como obreros sin
salario; e, incluso, cómo se les hace desaparecer con la excusa de que
se han escapado del Centro, mientras el personal pasa por alto y encubre todo. Aprender
esos códigos le ocasionará pasar por la Casa
Blanca: viejo almacén donde los supervisores inculcan disciplina
y hacen entender los códigos de conducta no escritos a los
chicos (negros o blancos). Con uno de sus amigos logrará participar en
un servicio que sale del centro una vez por semana, acompañando en coche al
supervisor para desviar fondos y productos a ciertos vecinos de Eleanor, dejando la alimentación y las
instalaciones de la institución en un precario. Así comprenderá que, junto a la
violencia, la corrupción constituye otra norma de la institución.
3ª Parte: la más variada, comienza con el
personaje en la actual Nueva York, convertido
en propietario de una próspera empresa de
mudanzas, con varios empleados en plantilla y una flota de camiones.
Contra todo pronóstico, ha triunfado; aunque sigue marcado por el recuerdo del
reformatorio. Mediante una alternancia temporal presente (2010)
– pasado
(1960) y reveladores flashbacks de lo sucedido hasta el momento, se
va aclarando lo que vivió esa pareja de compañeros hasta que ahora, uno ha
triunfado. El protagonista, aprovechando una
visita de inspección a la Nickel, entregará
a uno de los inspectores una carta denunciando
los abusos sufridos por los chicos y la corrupción del establecimiento. Denuncia
cuyas consecuencias sufrirá en una celda oscura de la que lo van a sacar para
llevarlo a Boot Hill (el cementerio). Afortunadamente,
su colega, enterado de tales planes, decide
que ha llegado el momento de escapar juntos.
Epílogo: se regresa al principio, la década de 2010. Se han encontrado
los cadáveres en los terrenos de la Nickel y
se ha abierto una investigación al respecto. Esto lleva al empresario neoyorkino a revelar a su esposa su historia y su nombre real, para
volar luego a Tallahassee con objeto de dar
testimonio (como tantos otros que fueron confinados siendo niños) y enfrentarse
a los efectos duraderos de sus experiencias allí.
PERSONIFICACIÓN
DE LA TRAGEDIA
Sobresale,
pues, en la novela esa narración detallada, pero también la caracterización del protagonista (desde su inicial ilusión infantil hasta su esperanza
posterior): destaca la habilidad
para explicar el pasado de un personaje en
tres páginas de pura vida (las que narran, por ejemplo, la de Harriet, la abuela de Elwood,
son espectaculares).
Ese
protagonista, Elwood Curtis, es un
chico negro estudioso, trabajador, crédulo e iluso, con un sentido idealista de
la justicia, que intenta llevar a la práctica las ideas de Martin Luther
King Jr. (escuchadas reiteradamente, hasta interiorizarlas, en el único
disco que tiene: Martin Luther King at Zion Hill,
regalo navideño de su abuela en 1962).
Aplicado estudiante de secundaria, se ve inspirado por las clases y el ejemplo
de un profesor implicado en el Movimiento
por los Derechos Civiles. Seleccionado para asistir a clases universitarias, se
ve implicado en un desafortunado incidente y, como tantos negros que sufren la
violencia y el racismo en Estados Unidos, es
condenado a ser internado en la Escuela para Chicos
Nickel. Allí, intenta cumplir su condena sin incidentes; pero su
tendencia a hacer bien las cosas, luchar contra las injusticias y defender
causas perdidas le traerán problemas con supervisores y responsables: será severamente
castigado en dos ocasiones. Así, dolorosamente, se dará cuenta de que lo mejor
es pasar desapercibido. Su único refugio es la amistad con Turner, Jaimie o Desmond;
juntos idean e imaginan venganzas contra estos crueles supervisores que casi
nunca realizan (sólo con Earl). Con Turner los lazos serán más estrechos,
porque los dos ayudan al supervisor Harper
a dar salida, bajo cuerda, a muchos de los productos y donaciones recibidas
por la escuela, o sea, serán mano de obra gratuita en la corrupción practicada
por los miembros de la institución.
Jack Turner: compañero de residencia, primero; y,
luego, amigo. Mientras está en la Nickel
mantendrá una visión más cínica del mundo y de la administración de la
institución... Pero, cuando logra la libertad, intentará estar a la altura de
los ideales de Elwood.
Whitehead ha descrito a estos dos protagonistas como dos partes diferentes de
mi personalidad: Elwood Curtis, la
parte optimista o esperanzada de mí que cree que podemos hacer del mundo un
lugar mejor si seguimos trabajando en ello; Jack
Turner, el lado cínico que dice que no: este país se basa en el
genocidio, el asesinato, la esclavitud, y siempre será así.
Aunque
Whitehead prima la humanidad de los protagonistas
frente a la miseria de sus antagonistas,
no por ello, estos dejan de estar perfectamente caracterizados. Sobre todo, el superintendente Maynard Spencer: blanco
de cincuenta años largos y algunas canas en su pelo negro muy
corto, severo e intimidante. Un auténtico «castigador» (como diría Harriet) que se movía con un aire de
determinación, como si lo ensayara todo delante de un espejo: angosta cara de
mapache, nariz diminuta, ojeras oscuras bajo los ojos, y cejas espesas y
erizadas. Muy puntilloso con su uniforme azul oscuro de
la Nickel, cada pliegue de sus prendas parecía lo bastante afilado
como para cortar, como si él fuera un cuchillo andante.
Y
su opuesto, pero no menos inquietante, Blakeley:
rollizo, de cabellos blancos, piel oscura y ojos grises y alborozados, de
carácter suave y agradable. Llevaba once años trabajando allí y estaba al mando de la
residencia Cleveland. Solía decir que
la escuela tenía su filosofía: poner el destino de los chicos en sus propias
manos.
Junto
a ellos aparece toda una serie de secundarios,
que a veces sólo aparecen en una especie de chispazo de un par de páginas (caso
de Griff, el boxeador, o Goodal, el patético profesor), pero cuyas
vivencias cimentan la historia, ejemplifican lo que ocurre y también lo que hay
detrás, motivaciones, odios y un enorme desprecio hacia la vida.
Así,
unos sirven para asentar la tradición familiar del protagonista: su padre, Percy, condecorado por su papel como
soldado en la Guerra Mundial que escribió a
sus superiores denunciando el trato desigual dado a los soldados de color; el
abuelo Monty que pagó cara su
intervención en una pelea con afán de separar a los contendientes; su bisabuelo, el padre de la abuela Harriet, castigado con dureza por no apartarse del
camino de una señora blanca en Tennessee Avenue.
Y, sobre todo, la abuela Harriet: una
pobre mujer mayor, que, dado que los padres de Elwood
no estaban (su padre ha muerto y su madre lo ha abandonado), será quien lo crie.
Trabajaba en el Hotel Richmond desde
los catorce años, donde su madre formaba parte del personal de limpieza, y
ve cómo sus ahorros se desvanecen.
Otros,
serán personajes inspiradores para Elwood,
como su profesor en el instituto Lincoln,
el señor Hill, que llega a Tallahassee tras terminar estudios de magisterio.
Su primera visita a Florida había sido el
verano anterior, como «viajero de la libertad». Había participado en
manifestaciones; se había sentado en bares prohibidos a los negros esperando a
que alguien le sirviera; y estuvo en la cárcel por alterar el orden público. Sobre
el ojo derecho tiene una cicatriz en forma de media luna, recuerdo de la barra
de hierro de un blanco. Profesor de Historia de
Estados Unidos, que en sus clases relaciona lo sucedido cien años atrás
con el presente, con sus vidas actuales; es quien le dio a conocer obras
escritas por autores negros que denunciaban la desigualdad.
Recorriendo
en segundo plano todas las páginas, está el personaje de Martir Luther King, cuyo discurso grabado en
el disco y su resonancia en los pensamientos y acciones de Elwood lo convierten en eje ético de la novela
(que le rinde homenaje por su lucha a favor de los derechos civiles).
Precisamente la lucha pacífica, en forma de escritos
y cartas denunciando abusos y
vejaciones sobre la población de color, la realiza Elwood,
secundándole (también en su sacrificio, paralelo al del pastor, asesinado en
1968).
Sobre la base de la amistad entre
Elwood y Turner, la novela podría leerse (aparte de como denuncia
o bosquejo de un contexto social convincente), como una novela decimonónica (de Dickens o Mark
Twain); pero Whitehead no necesita
seguir las convenciones de este género (y lo podría haber hecho, atendiendo a
lo mucho que abarca en términos éticos y políticos) para presentar su discurso.
La precisa concisión de su prosa supone un gesto de modestia ante una tragedia
que continúa.
Si El
ferrocarril subterráneo trataba la realidad de la esclavitud y la
lucha por salir de ella, Los chicos de la Nickel
se plantea en momentos más actuales,
cuando parecía que las leyes cambiaban y blancos y negros eran iguales… Pero la
verdad real suele ser anacrónica y llegar tarde, apareciendo después del
ejercicio de la violencia, como reconstrucción del pasado; de ahí que se la
califique de ejercicio de arqueología
espectral, pues la novela relata exhumaciones de cuerpos objeto
de múltiples y crueles excesos, pero sobre todo desentierra el pasado (¿y el
presente?).
A este respecto, ahí está la ironía del azar que empuja a Elwood a subir, sin saberlo, a un coche robado,
precisamente para dirigirse al lugar (¡la universidad!) donde iba a acceder a
una vida que, en la América del segregacionismo, significaba el paraíso para un adolescente de raza negra: Paul
Auster diría que no se trata de mala suerte, sino de la siniestra música
del azar, que en el caso de los ciudadanos negros de Estados Unidos suele
darse con frecuencia: suelen estar en el lugar equivocado en el momento
equivocado (caso de George Floyd o Jacob Blake, recientemente).
La novela refleja como el mal está
presente en
el corazón de los hombres. Pues
los sufrimientos de los chicos de la Nickel no fueron accidentales, formaron parte
de la estructura social violenta. La
realidad que recrea la novela denota la dificultad de elaborar un propósito
vital en condiciones de continuo sufrimiento e inseguridad. Igualmente advierte que
las fábricas del dolor siguen funcionando e intenta hacer comprender por
qué antes, durante y después de la Nickel, todos los chicos estaban jodidos.
Porque la violencia sufrida determina la vida de la persona y le impone una
pesarosa tara de oscuros recuerdos.
El libro no se reduce a la denuncia. Explotando el contexto, invita a
reflexionar sobre la pervivencia del problema de los derechos civiles y las
formas de exclusión en las sociedades contemporáneas: cómo lo que
se presenta como progreso sigue originando miseria y desdicha. Especula sobre
cómo la identificación de lo legal y lo ilegal sigue presente en las prácticas que
respaldan nuestras ideas de lo justo y lo injusto; lo correcto y lo incorrecto;
lo necesario y lo descartable.
Tampoco se limita a una visión exclusivamente racial (aunque la contenga, no es el eje narrativo): la cualidad racial que segrega a negros y blancos en los años '60 del s. XX en Estados Unidos, es una variable sin la que esta precariedad no podría aparecer como el contexto sobre el cual aparecen los excesos de la violencia en la novela. Pero esta no es una obra sobre la violencia racial, sobre la lucha de la población negra por conseguir sus derechos (aunque, en parte, lo sea): ciertamente narra esta lucha, pero solo de pasada: el núcleo narrativo reside en la adolescencia en condiciones precarias. Aunque exponga los excesos sufridos por personajes negros, deja claro que los adolescentes blancos también sufren explotación, violencia e instrumentalización. Va más allá, porque en realidad habla de la violencia y brutalidad de los poderosos, más dura cuanto más débil es la víctima (y los negros lo son más), pero que acaba no haciendo distinciones (de clases o colores).
EL INFIERNO
SEGÚN WHITEHEAD
El
caso de Elwood (más allá de ser negro) es el
reflejo de una atroz regla social: actúa
por encima de tu condición y lo pagarás. Como toda regla, suscita rebeldía,
que no dejará de ser un acto de no resignación: no permitirse siquiera que
revoloteara por tu mente, era matar lo de humano que uno pudiera llevar dentro.
En la Nickel estaban separados los blancos
de los negros en dos pabellones diferentes y
las condiciones de ambos grupos no eran iguales; pero el castigo los igualaba: blancos y negros eran
tratados como escoria. En este sentido, resulta casi humorístico el caso de Jamie, que, ni muy blanco ni muy negro (su madre
era mexicana), pasa periódicamente de lado a lado, aunque no escapará a
la violencia de los educadores. A fin de cuentas, a aquella institución,
que ejercía la violencia en sus múltiples formas como práctica cotidiana (aunque
en mayor grado con los negros), iban a parar aquellos que no tenían recursos y
habían tenido la mala suerte de caer en las redes del sistema.
Uno
de los grandes méritos de la narración estriba en conseguir que una historia
particular, la de un chico negro (podría ser blanco) que por azar ve quebrarse
su futuro, tenga alcance universal: la defensa de la dignidad humana, la lucha contra la
violencia gratuita, la resistencia
pasiva para así denunciar la
maldad indiscriminada, la universalidad
(y pervivencia) de
las ideas de Martin Luther King.
Latente
está también el tema de la rehabilitación social.
La novela es tajante: añadir a una condición de precariedad el confinamiento en
una institución reformadora suele originar el efecto contrario; agrava
las situaciones y prácticas que fortalecen esa vida miserable, la misma que el
sujeto encuentra fuera de esos lugares de confinamiento y opresión. La identificación metafórica
de estos lugares de corrección con el infierno
señala el despropósito de un sistema de castigo que tiende a la maldad y determina
que la aparición vínculos solidarios solo pueda darse sobre la base de la
resistencia.
Estamos
ante un viaje a un pasado (que no es
el nuestro) de poco más de doscientas páginas
que se hacen cortas, por duras que sean. Viaje
de descubrimiento que, aunque oscuro y doloroso, resulta revelador (sorprendente
clímax, incluido) por el realismo y la cruda
honestidad con que se afronta
No
obstante, se le ha achacado que, a pesar de la denuncia de las injusticias y
atrocidades que retrata, una narración distante y una escasa
profundidad en la conexión con los personajes,
dejan en el lector una sensación de frialdad
(al no lograr transmitir angustia y desesperación): pese a la intención de
denunciar los abusos y la violencia ejercida sobre los negros, la ausencia de conexión
emocional con los personajes
impide un impacto profundo en el lector, malogrando las expectativas generadas.
Si bien la novela comienza de manera prometedora, una vez Elwood ingresa en el correccional, la narrativa se
vuelve más superficial y distante, no logra transmitir empatía ni
impulsar al lector a adentrarse en la historia: le falta
contundencia y
profundidad.
Solo
tras su lectura, se podrá enjuiciar su auténtico valor
testimonial y literario, pero parafraseando al Último de la Fila,
con su lectura «nunca el tiempo es perdido.»

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