lunes, 12 de agosto de 2024

SIEMPRE HEMOS VIVIDO EN EL CASTILLO

 

«SIEMPRE HEMOS VIVIDO EN EL CASTILLO»
Shirley Jackson (1962)


 «El miedo –replicó el doctor– es el abandono de la lógica y de la razón. O cedemos ante él o luchamos contra él, pero no valen medias tintas.» (The Haunting)

SIEMPRE HEMOS VIVIDO EN EL CASTILLO (1962) fue la última novela de la escritora estadounidense Shirley Jackson (San Francisco, 1916 - North Bennington, Vermont, 1965), publicada tres años antes de su muerte por infarto debido a su mala salud general. Este relato exquisitamente complejo, junto al resto de la obra literaria de esta escritora, tan cotidiana como enigmática, ha sido y continúa siendo objeto de controversia entre la crítica y el público.

«UNA IDIOTA CON TALENTO»

Shirley Jackson destacó como cuentista y novelista, especializándose en el género de terror, constituyéndose en influencia declarada para autores como Stephen King, Neil Gaiman o Richard Matheson. Irrumpió en 1948 con su relato corto más popular, La lotería (1948), texto que generó tal desazón en parte del público que se vio obligada a explicar en parte su significado. Otra obra destaca (adaptada a la televisión en formato serie) fue La maldición de Hill House, publicada en 1959.

Su vida, plagada de desilusiones y desencuentros, se convirtió en recurso narrativo de sus historias: frecuentemente se pueden encontrar señales o indicaciones que se transparentan a través de los textos. Hija no deseada, fuera de los cánones de belleza imperantes, casada con el crítico literario Stanley Edgar Hyman (el único hombre que se había fijado en ella) que la controlaba hasta límites insospechados y que le fue infiel en multitud de ocasiones, encontró en el terror de sus ficciones una vía de escape. Que Stanley Hyman, como editor, animó dado que, en gran manera, sus historias contribuían a la economía familiar.

Criticada y desplazada desde pequeña por su madre, Geraldine (que hubiera preferido no quedarse embarazada tan pronto tras su matrimonio), Shirley siempre se sintió sola y extraña, definiéndose a sí misma como una outsider. En uno de sus ensayos escribe: Cuando empezaba a escribir historias y esconderlas en el escritorio solía pensar que nadie había estado nunca tan solo como yo estaba, y solía escribir sobre gente solitaria… Pensaba que yo estaba loca y que escribiría sobre cómo los únicos sanos son quienes están condenados como locos y cómo el mundo es cruel y estúpido y temeroso de la gente que es diferente (recuerda, como veremos, a su personaje, Merricat: solitaria, infantil, a la defensiva).

Tras casarse, Shirley se convirtió en el ama de casa tradicional de mediados de siglo. En esa época escribía ensayos ligeros para revistas femeninas y crónicas familiares que llegó a materializar en dos libros autobiográficos sobre la crianza de sus hijos: Life Among the Savages (1953) y Raising Demons (1957). En La Magia de Shirley Jackson, libro de relatos cortos publicado póstumamente en 1966, su marido defiende que, a pesar de escribir historias sombrías e inquietantes, podía ser madre y esposa alegre y feliz…

No obstante, y pese a las aseveraciones de su marido, la biografía de Shirley Jackson desvela a una mujer angustiada y oprimida. La escritora sufrió diferentes crisis psicológicas y llegó a desarrollar estados de depresión ansiosa y agorafobia. Fue una mujer introvertida, obesa y temerosa de abandonar a su marido que, siempre a la sombra del éxito de su mujer, aprovechaba para tratarla como a una idiota con talento (según la biografía de Ruth Franklin).

DE «VIRGINIA WEREWOLF» A «MERRICAT»

En paralelo a sus obras, va profundizando cada vez con más interés en el psiquismo de la mujer perturbada (siguiendo la estela de El papel amarillo de Charlotte Perkins Gilman o Jane Eyre de Charlotte Brontë). De hecho, ha sido calificada como proto-feminista, ya que, antes del auge del feminismo en los sesenta, ya describió el angustioso mundo femenino como una expresión metafórica de la soledad desesperada de una mujer soltera en una sociedad en la que un marido era esencial para la aceptación social: la feminista Betty Friendan definirá, años después, al ama de casa de 1950 como una esquizofrénica virtual.

Siempre hemos vivido en el castillo da buena cuenta de esta cuestión. Bordeando siempre la demencia, Constance, ama de casa perfecta, sueña con una libertad a la que teme, conformándose con el único hombre al que tiene acceso, Charles, o con una vida de dedicación a los demás. Al contrario, Merricat es la mujer lobo, como ella misma se define, expresión de lo impulsivo, el deseo, lo infantil, lo supersticioso, lo irracional, expresión del trastorno y, a la postre, de la libertad.

A lo largo de la novela se repiten las referencias a la brujería, la superstición y la magia. Merricat toma objetos y los otorga un poder simbólico como armas frente al opresivo mundo exterior. Constance y ella viven condenadas como lo estuvieron las brujas de Salem (Jackson escribió en 1956 un libro infantil titulado The Witchcraft of Salem Village). De hecho, la fama de la autora al comienzo de su carrera vino, en parte, provocada porque, tanto sus editores como ella misma, explotaron la idea de que practicaba la brujería. Hecho determinante para su carrera posterior, puesto que, aunque finalmente ante la expectación que generó en el público, tal idea fue desmentida, los críticos literarios de su tiempo destacaron precisamente esa parafernalia gótica de terror barato en detrimento de su labor como escritora (que nunca estimaron en su justa medida). Durante estos años, llegó a ser apodada por el Time Magazine como Virginia Werewolf. Este término guarda varios significados que se asocian con la imagen pública de la escritora en su época: además de atreverse a publicar historias sobre mujeres en un mundo masculino, era una persona rara (se consideraba a sí misma una bruja amateur) y no cumplía con el estereotipo femenino de belleza (la conexión personal con Merricat, la mujer lobo, resulta, pues, evidente).

TERROR DOMÉSTICO

Shirley Jackson también se sentía desplazada por los habitantes de North Bennington, el pueblo donde vivió los últimos dieciocho años de su vida. Se inspirará en ellos para describir a los sádicos vecinos de La lotería. Como se ha dicho, este cuento fue objeto de una gran polémica tras su publicación, llegando, en primera instancia, a ser fuertemente criticado, para, posteriormente, ser reconocido como lectura obligatoria en los colegios de Estados Unidos. Los motivos de la controversia eran muy claros: al igual que Siempre hemos vivido en el castillo, lo que parece una historia sencilla y rural se convierte en un juego sádico que genera una creciente incomodidad en el lector. Los vecinos de las hermanas Blackwood comparten el mismo sadismo, desde la paranoica subjetividad de Merricat, fiel defensora de su castillo. Sin embargo, la novela deja entrever que a los habitantes tampoco les faltaban motivos para odiar a la distinguida familia Blackwood.

Otra lectura interesante de la obra es la que hace su marido en el libro La Magia de Shirley Jackson. Desaprueba que se tome la literatura de Jackson como una fantasía neurótica personal, mientras por otra, defiende que sus obras constituyen una anatomía fiel y sensible de nuestros tiempos, símbolos que encajan con nuestro mundo angustiante de campos de concentración y la Bomba. En efecto, masas de gente actúan movidas por un impulso irracional de destrucción, provocando actos de violencia gratuita sin cuestionarse porqué, ataques gratuitos de colectividades a alguna minoría, por ejemplo, eran escenas frecuentes en los años de la Segunda Guerra Mundial, tal como ocurre, entre otras obras de la escritora, en Siempre hemos vivido en el castillo. De hecho, Hyman era judío, por lo que ella siempre se mostró en contra del antisemitismo y profundamente afectada por los hechos acontecidos durante la Segunda Guerra.

De una forma u otra, según su biografía, durante los últimos años de su vida, Jackson parecía haber encontrado la seguridad que necesitaba y tenía otros planes para sí misma: Si estuviera curada […] entonces mis libros serían diferentes. […] Quizás un libro divertido, un libro feliz… los argumentos fluirán cuando limpie toda la basura de mi mente. Su abuso del alcohol, los tranquilizantes y las anfetaminas acabaron con ella de forma precoz (a los cuarenta y ocho años).

Posiblemente, si Shirley Jackson hubiera sido feliz, no habría escrito algunas de las grandes obras de la literatura gótica americana del siglo XX, tampoco hubiera sabido comprender la sutilidad de la angustia, ni hubiera elaborado un perfil tan exacto como complejo de la opresión de la mujer y de la sociedad de su tiempo. En este sentido, la literatura de Jackson ha sido acertadamente calificada como terror doméstico.

SEIS AÑOS ATRÁS…

La novela gira en torno a la vida que las hermanas Blackwood, Constance y Mary Katherine (Merricat), su tío Julian y el gato Jonas llevan en la gran casona familiar, rodeada de jardín, huerto y una gran extensión de tierras, cercada por una alambrada que hizo levantar el padre de las muchachas, y a cierta distancia del pueblo más cercano. Los tres Blackwood llevan una vida aparentemente tranquila y muy sencilla, encerrados en su propiedad. Sólo Merricat, la hermana pequeña y narradora, sale dos veces por semana al pueblo, inquieta y angustiada, para comprar comida y cambiar libros en la biblioteca. Una dura prueba para la joven, convencida de que todos en el pueblo les odian («siempre les han odiado») y (desde hace seis años) les temen. Por eso viven aislados, no salen y apenas reciben, siempre a su pesar, alguna visita.

Constance lleva seis años sin salir de su hogar y Julián vive en su mundo mental, escribiendo una y otra vez con obsesión desde su silla de ruedas los recuerdos del incidente que tuvo lugar seis años atrás: cuando los padres de las dos chicas, su tía y su hermano menor fallecieron envenenados con arsénico mezclado con azúcar que todos, a excepción de Constance, usaron para endulzar unas bayas en el postre. Constance fue acusada y juzgada por el asesinato, pero fue declarada inocente.

La historia comienza en un punto muerto (impasse): la familia que sobrevivió al incidente mantiene una rutina severa, gobernada en apariencia por la mano firme de Constance que con dulzura contiene los vacíos de memoria de Julián y los ataques de Merricat, propensa al descontrol cuando la situación no se ajusta a su visión de la vida. Es, además, una visión que incorpora una cierta dosis de superstición, de magia, con su costumbre de enterrar objetos o desear calamidades mientras recorre, con cierto aire asalvajado, la finca y se aventura fuera de ella para proveerse de aquello que su hogar necesita.

Desde el principio hay algo que no encaja, pero que Shirley Jackson no desvela. Merricat cuenta su visita al pueblo, su ir y venir por sus calles, sus paradas en la biblioteca, en la tienda y en el café. Transmite su angustia, pero no revela el porqué de ese ambiente, ni porqué su respuesta es sobrellevarlo con la mayor templanza posible… Así la autora introduce un desasosiego que se irá acrecentando. Merricat, que parece vivir una eterna e insólita niñez, observadora, intuitiva, supersticiosa, dotada de una especial sensibilidad y una imaginación a veces fantasiosa, perturba con su comportamiento y sus ideas extravagantes y anómalas. Profesa un amor incondicional y hasta posesivo hacia su hermana mayor, la hermosa, dulce, paciente y cariñosa Constance.

Mientras los habitantes del pueblo, según cuenta Merricat, siempre les han odiado y acusan a su dulce hermana, a pesar de haber sido absuelta, del envenenamiento, los Blackwood supervivientes se muestran como el último eslabón de una dinastía marcada por el lúgubre fallecimiento del resto de la familia y desde entonces viven con una distancia de seguridad física y psicológica para mantenerse sanos y salvos, felices y satisfechos en su burbuja

Pero, todo lo relativo a su día a día ha de ser leído con un doble prisma: por una parte, con un filtro de valor absoluto, tal cual es, aceptando las peculiaridades de su comportamiento ordinario; y, por otra, con uno que permita detectar la fisura por la que se filtre el sentido de ese proceder tan peculiar. «¿Sucedió realmente?» pregunta el tío varias veces a su sobrina Constance, a lo que ella siempre responde lo mismo: «Sí, tío Julian, sucedió»

PERSONAJE DESDOBLADO

Mary Katherine y Constance Blackwood, según declaró la propia autora, son dos caras de una misma moneda, pues ambas reflejan dos aspectos de la propia autora: la perfecta ama de casa y la bruja-loba que lucha por sobrevivir siguiendo sus instintos más primitivos

A pesar de que por las páginas de Siempre hemos vivido en el castillo se deslizan personajes masculinos y femeninos, Shirley Jackson ignora deliberadamente a los hombres: El tío Julian, a pesar de necesitar constantes atenciones, está loco, sumergido en un mundo previo a los sucesos que desencadenaron la situación actual de la familia, e incapacitado en silla de ruedas. El otro miembro de la familia, el primo Charles se puede leer como una caricatura de (Hyman) su marido, y, en general, de su visión del hombre: llega como un huracán dispuesto a tomar el control de la familia, de sus finanzas, de su forma de actuar, sin atender a las explicaciones de Constance, que sabe que la familia pende de un hilo frágil y que su equilibro precario no debe ser alterado si desean aparentar cierta normalidad… En suma, encarna a un héroe decepcionante, fingido salvador, esperanza vana, mero títere con intereses económicos. Para Constance (el lado más ingenuo de Jackson) Charles supone una esperanza, abre una ventana hacia la libertad; mientras que para Merricat (su lado siniestro) supone una opresora amenaza a su estabilidad.

Superchería, magia y brujería envuelven a esas mujeres, que los hombres toman por locas. Sin embargo, ellas saben más. Es una historia de mujeres, de necesidades, secretos y heridas (no curadas por el tiempo) que Jackson envuelve en un precioso envoltorio: esa casa que tiene algo de mágico, de espacio sin lugar y sin tiempo, de edificio en plástico metido en una bola de nieve. Es en ese aislamiento donde despliega una historia que, si peca de algo, es de ser terriblemente evidente: el lector intuye casi desde el principio qué sucedió seis años atrás y qué puede suceder a partir de este instante bisagra.

ESTILO DE CUENTO MACABRO

Sin embargo, eso apenas tiene importancia. La narrativa de Jackson es delicada pero precisa, crea una ambientación que se apodera con sutilidad del estado de ánimo del lector, incrementando su ansiedad. Importa menos qué va a suceder, que cómo va a suceder. Importa dónde ha sucedido/sucede, el espacio: esa cocina en la que el sol alivia los pesares de Constance; ese tocón donde Merricat va con su gato para conjurar y creer y tener fe en algo más que en ella misma.

La novela se plantea como historia con dos niveles: uno patente, como superficie ordenada y costumbrista; y otro soterrado, en segundo plano, dominado por un desequilibrio difícil de concretar y definir. Terror delicado y limpio, incrementado por una formalidad literaria que se mantiene impasible en el devenir de los acontecimientos, fiel al espíritu y el universo interior del personaje narrador.

La evolución que toma la ficción de Jackson demuestra que su primer objetivo, más que construir una historia redonda, ha sido generar un clima de sensaciones contradictorias que atrape sin razón aparente ni resolución previsible. Proporciona las claves necesarias para entender en qué se cimenta su propuesta, pero a partir de ahí todo está abierto: hace al lector testigo de comportamientos, respuestas y acciones tan perturbadores como aparentemente ilógicos, de modo que no se sienta completamente ubicado en ningún instante, logrando magistralmente una sensación constante de extrañamiento. Todo ello sin que el relato se le vaya nunca de las manos, ni se mueva un ápice del ritmo y el tono sosegados de su punto de partida.

Consigue así una construcción literaria provocadora de una presión psicológica sorda y oscura, en la que el suspense no se despierta por algo concreto, sino por un cúmulo de pequeños detalles conformadores de una realidad distorsionada. Unas coordenadas que podrían derivar en irrealidad, pero que nunca llegan a serlo, lo que intensifica la sensación de incredulidad ante lo que está sucediendo y el deseo de que la tensión acumulada estalle en algún momento.

No conviene olvidar que la novela se postula, en realidad, como un lastimoso cuento de hadas, una envolvente pesadilla. Como adelanta el título, ocurre en un castillo (como metáfora de refugio, fortaleza inexpugnable para resguardarse de los peligros del exterior). Como en todos los cuentos, hay una princesa, un príncipe y un dragón. Jackson juega con el intercambio de roles y giros inesperados para transgredir y generar una creciente inquietud. Cuando el terror se endulza con empatía resulta, si cabe, más siniestro (no debería ser y, sin embargo, es).

Pero, además, Shirley Jackson añade una cucharadita de arsénico a la almibarada vida familiar mostrándose a sí misma a través de sus personajes: en declaraciones de la propia autora, Mary Katherine y Constance Blackwood son dos caras de una misma moneda. Posiblemente nos dejemos engañar por su aparente simplicidad, la de la rutinaria vida de las hermanas Blackwood; sin embargo, es sólo una argucia de la retorcida escritura de la autora. La tontuela Merricat narra su relato con el desapego y la soltura de quien escribe en un diario. Lo que lleva al lector a identificarse con la protagonista, joven huérfana que (sobre)vive con su hermana y su tío enfermo. Su vida se compone de una deliciosa rutina casera intercalada con fantasías de magia y muerte que (creemos) permiten soportar el aburrimiento del encierro en la casa a una niña con un espíritu salvaje. He aquí donde Jackson nos oculta su juego: Merricat no es Anna Frank, se encierra voluntariamente; no es una niña, tiene 18 años; es demasiado salvaje.

Como en cualquier lectura, el lector participa de la narración suponiendo aquello que debería ser: califica, clasifica, busca al culpable y a la víctima. Pero, según se suceden los capítulos, se materializan con más claridad las brechas lógicas y ese intento de comprensión se ve amenazado: la información nunca se desvela, todo se repite y gira sobre sí mismo hasta que, por fin, se descubre que algo perverso se esconde tras el relato. Justo en el momento en el que se comprende por qué la mansión Blackwood es, para Merricat, un castillo que hay que defender ante el inminente derrumbe, ya se habrá desplegado el desenlace de la historia de forma inapelable, tan aterrador como feliz (téngase en cuenta la ambigüedad del término).

LAS CAPAS DE LA CEBOLLA

Al contrario de lo que podría sugerir una lectura superficial, Siempre hemos vivido en el castillo no es una novela de misterio. No caben las deducciones acerca de quién fue el verdadero artífice del envenenamiento o cuáles fueron sus motivos. Es una historia que ahonda en cómo se va perdiendo el juicio hasta que hacer lo correcto deja de tener sentido: una novela de terror, un terror íntimo que deja con el sabor amargo de lo que rodea una verdad velada.

Uno de los temas que orbitan la novela es lo extraño visto como lo ajeno (lo de los demás). Algo que también encaja en la vida personal de Jackson, en su sensación de ostracismo por causas familiares, por su físico, por su afición a la lectura. La vieja historia del nosotros contra ellos, donde ellos son los ciudadanos del pueblo cercano, los que cuchichean y arremeten soterradamente contra las dos hermanas, los que asumen habladurías y juzgan lo ya juzgado a pesar de las pruebas o, más bien, sin saber interpretarlas de forma correcta.

Todo ello, lleva al lector (al que resulta imposible zafarse) una mayor afinidad emocional con la familia aislada, desolada, frente a su afinidad racional: una disputa entre lo real y lo irreal. En esa continua disputa sin solución se siente incómodo y eso es uno de los detalles más destacados de la novela, que no puede clasificarse como terror en el sentido más puro, pues es un relato del horror íntimo, del que se oculta puertas adentro de las casas y solo es intuido por los demás. Es la historia de la opresión que lleva a la mujer a la locura enmascarada de felicidad conyugal o, en este caso, fraterno maternal.

Bajo la envoltura de un potente relato psicológico, con la magia y la superchería sobrevolando el texto contrastando con lo contable, con lo físico y lo posible, este cuento cruel no desmerece en ningún momento.

Desde luego no es, ni pretende ser, una lectura cómoda. No tiene intención de agradar, satisfacer o adular al lector permitiéndole adelantarse a los acontecimientos. Su propósito es adentrarle en una atmósfera psicológica desordenada, pero sin privilegio alguno, sin ofrecerle herramientas que le ayuden a desenvolverse en ella y asumir las inciertas consecuencias.

En fin, una historia absorbente e inquietante que sumerge en una atmósfera fascinante, hipnótica, perversa: su hechizo y ambiente mágico permanecen una vez terminada la novela.

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