lunes, 29 de abril de 2024

DRÁCULA

 

«DRÁCULA»
Bram Stoker
(1897)


 «Dentro había un hombre alto y viejo, de cara afeitada, aunque con un gran bigote blanco, y vestido de negro de pies a cabeza, sin una sola nota de color en todo él».

ÉXITO TARDÍO

Drácula, el vampiro al que dio vida la novela del reportero irlandés Bram Stoker (Clontarf, 1847 – Londres, 1912), es un personaje conocido en todo el mundo. Quienes hayan leído la novela o sean aficionados al tema sabrán que esta descripción (alejada de las múltiples y variadas imágenes audiovisuales que se le han conferido) no es otra que la del personaje, tal como aparece inicialmente en la novela.

DRÁCULA, mundialmente aclamada años después de la muerte de su autor, pasó en su momento sin pena ni gloria: el Daily Mail la compararía con Los misterios de Udolfo, de Ann Radcliffe, con Frankesntein, de Mary Shelley e, incluso, con Cumbres borrascosas, de Emily Brontë; mientras que la revista The Athenaeum la criticaría con dureza: «No es más que una burda contribución al arte constructivo y a la alta creación literaria». La única crítica positiva fue la de su madre: le dijo que era espléndida y le aseguró que las emociones tan horripilantes que producía deberían procurarle reputación y dinero. Sin embargo, no sería hasta 1922, cuando Friedrich Wilhelm Murnau, director de cine alemán, realizó Nosferatu, la obra maestra del cine mudo, y posteriormente cuando el húngaro Bela Lugosi encarnó al malvado conde en diversas películas, cuando el personaje se hizo mundialmente famoso, convirtiéndose en un mito de la cultura popular universal.

EL HOMBRE TRAS EL MITO

De su autor, Bram Stoker, se sabe bien poco. Nació en Clontarf, al norte de Dublín (cuando Irlanda formaba parte del Reino Unido). El tercero de siete hermanos, fue un niño muy enfermizo y, hasta los siete años, estuvo cercano a la muerte por causas desconocidas (aunque quizá se haya exagerado un poco). Durante ese período, su madre le refería mitos y leyendas y leía los libros de su padre. Tal vez imbuido por tales antecedentes, desde los dieciséis años empezó a escribir compulsivamente y se convirtió en un adolescente robusto y deportista. Estudió en el Trinity College de Dublín y, como hijo del ambiente victoriano, fue machista y clasista. En una carta que se conserva, dirigida al poeta norteamericano Walt Whitman, se describía así:

«Mi nombre es Abraham Stoker (júnior). Mis amigos me llaman Bram (...) Soy un oficinista al servicio de la Corona con un salario bajo. Tengo veinticuatro años. He quedado campeón en nuestros campeonatos de atletismo y he ganado una docena de copas. También he presidido la College Philosophical Society y he trabajado como crítico artístico y teatral en un diario.

» (...) Tengo un temperamento constante, soy frío de carácter, tengo una gran capacidad de autocontrol y normalmente soy reservado con el resto de la gente. Me deleito mostrando la peor parte de mí a la gente que no me gusta –la gente de disposición miserable, cruel, hipócrita o cobarde–. Tengo muchos conocidos y unos cinco o seis amigos, cada uno de los cuales me cuida como al que más».

Conseguiría seducir a la actriz Florence Balcombe (exnovia de Oscar Wilde, gran amigo del escritor). Con ella se fue a Londres en diciembre de 1878, abandonó su puesto de funcionario y se dedicó a dirigir el teatro que había fundado su amigo, Henry Irving (un actor de teatro para el que ejerció como secretario y representante treinta años); trabajo que le exigiría total dedicación (motivando un parón en su escritura). No obstante, ya había escrito (y escribiría) de todo (incluidos cuentos de terror). Sin embargo, no le fue fácil publicar sus historias, y las críticas a su obra nunca resultaron favorables. Pero era un hombre constante: los desaires críticos no le detendrían en su empeño de escribir. Y, así, finalmente en 1897, se publicó Drácula. Pero lejos de obtener el éxito, los tres años siguientes a la publicación se caracterizarían por un creciente infortunio.

Publicaría Miss Betty, (obra justamente olvidada, según la crítica); el teatro que dirigía se incendiaría; Irving se caería por las escaleras, lo que le impediría actuar (y motivaría la bancarrota); finalmente, su madre fallecería en 1900. A los problemas económicos les siguieron los de salud: en 1912, Stoker fallecería tras contraer la sífilis (en alguno de los escarceos amorosos con prostitutas en los que acompañó a Irving), a los 64 años de edad, pobre y olvidado, pues su fallecimiento, cinco días después del hundimiento del Titanic, motivó que nadie prestara atención a su necrológica publicada en los periódicos.

FUENTES DE LA NOVELA

Stoker no fue el primero (más bien, el último) en introducir a un vampiro aristocrático como personaje literario: cuando se publicó Drácula la estética gótica estaba casi agotada y el vampirismo cumplía casi un siglo de moda editorial. Pero el personaje triunfó contra todo pronóstico: convirtiéndose en inspiración, directa o indirecta, de múltiples y variadas obras (desde estudios y ensayos más o menos serios, hasta guiones de cine porno). Según Clive Leatherdale, Stoker fue «un escritor con una trayectoria vulgar que solo encontró la inspiración en una obra» (pero, ¡vaya obra!).

La falta de información dificulta el análisis de cómo y por qué creó la novela: apenas se conservan algunos documentos privados, de modo que la mejor (y casi única) fuente disponible es la biografía que escribió sobre Irving. Seguramente recurriría a varios elementos. Evidentemente al folclore irlandés: la superstición europea no llegó a Irlanda (nunca conquistada por Roma) tal cual, sino que se mezcló con las tradiciones folclóricas irlandesas, dando como resultado una superstición gaélica rica y diversa, que inspiró y sigue inspirando a muchos autores (desde Sheridan Le Fanu a John Connolly).

Por supuesto, la literatura gótica y romántica, de la que era buen conocedor. Se puede rastrear en la novela el mito de Fausto, así como apreciar, igualmente, la influencia de algunos clásicos (El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde o El retrato de Dorian Gray), sobre todo La dama de blanco, de Wilkie Collins, con su estilo epistolar y la construcción de los personajes (especialmente la del villano, un conde en ambas obras). Drácula está escrita como un repertorio de diarios, cartas y grabaciones fonográficas de los diversos personajes, lo cual delimita nuestro conocimiento (siempre indirecto) del vampiro, sólo a través de la mirada de los otros (en muchos casos, sus víctimas), potenciando así su componente mítico.

El escritor Hall Caine, amigo a quien dedicó la obra, supuso también una inspiración: fue un escritor bastante popular y Stoker trataba con él de temas sobrenaturales.

Igualmente se ha escrito mucho sobre las similitudes entre Drácula y el Macbeth de Shakespeare: ambas se enmarcan en torno a un castillo solitario al que llega un inocente forastero que, en sueños, recibe inquietantes visitas; y las dos tienen como tema principal la personificación del mal.

No hay que olvidar tampoco las creencias e inspiración de la bahía de Cruden (auténtico yacimiento de creencias paganas), pues allí, en esa pintoresca cala de acantilados al nordeste de Escocia, coronada por el castillo de Slains, cuando dispuso de tiempo, se puso a escribir y a recopilar datos para Drácula.

Sin duda Stoker se nutrió asimismo del folclore y los datos que pudo recopilar en los emplazamientos ingleses evocados en la novela: apuntó inscripciones de lápidas de Whitby (noroeste de Inglaterra), tomó nombres de estas tumbas para sus personajes y supo del naufragio de la goleta rusa Dimetry, que aparece en la novela como Demeter.

NOTAS ACLARATORIAS

En 1970 se descubrieron en Filadelfia las anotaciones que Stoker había ido recogiendo para escribir Drácula. Fechadas entre 1890 y 1896, muestran que la novela tardó siete años en gestarse (lógico, pues Stoker escribía a tiempo parcial). Las notas revelan que conocía el libro La tierra más allá del bosque (1890) y el ensayo Supersticiones de Transilvania de la autora escocesa Emily Gerard, de donde obtendría ideas sobre las creencias locales de vampiros. Del ensayo tomaría el término nosferatu, que curiosamente no significaba nada (desde luego, no significa no-muerto): parece que se debió a una mala traducción, aunque el término subsistió (con el apoyo de la película de Murnau). Lo que resulta evidente es que pasajes concretos, incluidas las sospechas de los campesinos locales sobre el vampiro, aparecen en la primera parte de Drácula.

En cuanto al origen del nombre y las características de personaje, se ha relacionado con Vlad III (Vlad Tepes El Empalador, voivoda de Valaquia), a quien llamaban Draculea (en rumano hijo del dragón o hijo del demonio). Sin embargo, hay datos suficientes para aseverar que el origen del personaje no se inspira en el histórico.

En sus notas, Stoker había llamado a su personaje conde Wampyr. El autor encontró en la biblioteca de Whitby un informe sobre los principados de Valaquia (An account of the principalities of Wallachia, 1820) escrito por William Wilkinson, quien menciona en sus páginas el nombre de Drácula, sin referencia alguna a Vlad Tepes: seguramente Stoker nunca llegó a tener idea de quién fue y qué hizo el Drácula histórico. Posiblemente lo único que tomó fue el nombre: en ese informe hay una nota a pie de página que dice: «Drácula en valaco significa diablo». Y cuando Stoker copió en sus notas los datos que le interesaron leyendo a Wilkinson, escribió en mayúsculas: «DRÁCULA» y «DEMONIO».

Quizá Stoker pudo haberse inspirado en otro personaje real, Erzsébet Báthory, una mujer vampiro histórica, pues pudo encontrarla mencionada al consultar otra de las fuentes que aparecen en sus notas: The Book of Werewolves, de Sabine Baring-Gould.

PLASMACIÓN DEL MÍTO

Sea como fuere, los conocimientos teatrales de Stoker, dotaron a Drácula de una atmósfera y de una fuerza que hacen que el personaje no sea tan sólo una criatura siniestra que se levanta de la tumba por las noches para chupar la sangre de los vivos, sino también un ser implacable poseedor de una mente muy aguda. En efecto, el autor concibió el carácter epistolar del relato con el fin de convertir a Drácula en el reflejo de los miedos y deseos internos de los demás personajes. Para lograrlo, apoyó la potencia de su presencia en la sugerencia y la alusión indirecta, eludiendo mostrar sus pensamientos y su voz. Ser el único personaje que no habla por sí mismo, siendo objeto de las comunicaciones de los demás personajes, dota a la narración de una perspectiva múltiple que enriquece la densidad del relato, fundamentada en la fascinación que muestran los personajes humanos hacia el vampiro, en parte porque saben que es algo que está por encima de ellos (en el plano de la no-muerte).

Stoker jugó estas bazas con maestría: tras presentarlo y dar a conocer sus extraordinarios poderes, haciéndolo aparecer continuadamente en los cuatro primeros capítulos, escamotea su presencia durante el resto del libro, convirtiéndolo en una figura latente, una sombra ominosa en segundo plano que impregna toda la narración, apareciendo en muy limitadas ocasiones, pues no llega a materializarse realmente hasta el final, en tanto los demás personajes lo presienten incesantemente.

EL ORGULLO SATÁNICO

Así mismo, se ha hablado mucho, sobre todo a partir de la versión cinematográfica de Francis Ford Coppola, Drácula, de Bram Stoker (1992), del supuesto componente romántico del personaje. Qué duda cabe de que el mito del vampiro, en general, y el de Drácula, en particular, tienen connotaciones románticas, consustanciales a la naturaleza del propio mito y a su tratamiento literario. Pero Stoker nunca describió al vampiro como un ser romántico. Drácula es más que un mero monstruo, es el Mal personificado con todos sus atributos: temibles poderes sobrenaturales, portentosa inteligencia, astucia desarrollada a lo largo de los siglos, carácter implacable, impertérrita frialdad y una crueldad sin límite. En suma, un personaje excepcional. Posiblemente sea la vanidad (fruto de la clara conciencia de ser superior) su rasgo más distintivo: orgulloso de su condición (vampírica), desprecia a los humanos de cuya sangre se alimenta. No, no resulta un personaje simpático, ni atractivo, pese a que todo el mundo, salvo el autor, ha tendido a una cierta lectura amable del mismo. Drácula es un diabólico seductor de ultratumba.

NIVELES DEL ELEMENTO VAMPÍRICO

Leonard Woolf (teórico político, escritor y editor británico, marido de Virginia Woolf) contempla la imagen de Drácula en tres niveles, tres potentes elementos, sobre todo cuando están combinados, como es el caso, en una misma imagen: el del puro relato de aventuras; el de la alegoría religiosa (Drácula como figura satánica), aspecto radicalmente olvidado y, sin embargo, tan relevante para el autor, un irlandés católico; y, como alegoría psicológica (el intercambio de sangre como experiencia sexual).

En este último sentido, Drácula, escrita en plena época victoriana, trata de algo inaudito para la época: el deseo sexual. No sólo refiriendo los escarceos amorosos del conde, sino también cuando habla del "consentimiento" (tan de moda actualmente) de las víctimas, cuando éstas permiten la entrada del vampiro en su dormitorio. Esto explicaría la bienvenida que da el conde Drácula al abogado Jonathan Harker al principio de la obra: «Entre libremente y por su propia voluntad».

En 1912, Stoker se alzó como firme enemigo de los homosexuales, exigiendo el encarcelamiento de todos los autores homosexuales en Gran Bretaña, lo que ha hecho pensar que él mismo no aceptaba su condición sexual. Stoker era profundamente reservado: su matrimonio (casi sin sexo) con Florence Balcombe, su devoción por Walt Whitman, su relación con Henry Iriving, sus intereses compartidos con Oscar Wilde, así como ciertos aspectos homoeróticos de su obra han llevado a especular sobre su posible homosexualidad reprimida, que habría usado la ficción como una vía de escape para sus frustraciones sexuales.

Se podrían analizar otros muchos aspectos de esta novela a fin de animar a su lectura, pero baste decir que la fuerza inigualable del original (que nunca se ha adaptado fielmente a ningún medio, pese a todos los deseos y esfuerzos puestos en ello), demanda su lectura, como obra sémica y como clásico del género. El Conde siempre está presto a recibirnos con su acostumbrada fórmula de cortesía:

«¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad!»

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