«LA PROMESA»Damon Galgut
(2021)
ORÍGENES DE UN PROYECTO INCIERTO
Damon Galgut (DG)
nació en Pretoria, Sudáfrica, en 1963. Superó un cáncer a los seis años y
estudió Arte Dramático en la universidad de Ciudad del Cabo. Sus libros han
sido traducidos a varios idiomas e incluso uno de ellos, The Qarry, ha sido llevado al cine.
Actualmente vive en Ciudad del Cabo.
Tras
haber sido preseleccionado dos veces para el Premio Booker, en 2003 por El buen doctor,
y nuevamente en 2010 por En una
habitación ajena, LA PROMESA fue
galardonada con el Permio en 2021, lo que le convierte en el tercer sudafricano
en ganarlo, tras Nadine Gordimer (El conservador,
1974) y J. M. Coetzee (galardonado en dos ocasiones: Vida y época de Michael K, 1983; y, Desgracia, 1999). La novela fue además preseleccionada
para la Medalla Andrew Carnegie a la excelencia en ficción de 2022.
«Lo
que he intentado transmitir en este libro es el paso del tiempo. El reto fue
cómo registrar esos cambios en la familia, en cada miembro de la familia, cómo
les cambia la cara, el cuerpo, la moral, las perspectivas, etc. Luego se me
ocurrió que, si ampliaba un poco el enfoque del libro, también podía mostrar
cómo había cambiado el país. Coetzee dice que la literatura procedente de
Sudáfrica es el tipo de escritura que se espera de una prisión.» (Página dos, RTVE)
Son
numerosos los escritores que han novelado sobre ese complicado equilibrio que
es convivir con las personas que más te conocen, más te quieren y más pueden
desquiciarte: entre otros Jane Austen, George Eliot, William
Faulkner, E. M. Foster, Gabriel García Márquez, Nathaniel
Hawthorne, J. D. Salinger o Virginia Woolf. Los conflictos
familiares son tan antiguos como la humanidad y tan presentes como la propia
existencia, como ejemplifica la advertencia de Cicerón: «Estos son
malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo
escribe libros.»
CRONOLOGÍA DE UN INCUMPLIMIENTO
En
efecto, La promesa es una saga familiar que abarca cuatro décadas (30
años de historia sudafricana), cada una de las cuales presenta una muerte (y el
correspondiente funeral) en una familia blanca de afrikáner que ha vivido
durante generaciones en una granja de las afueras de Pretoria. Los Swart, familia en franca e imparable
decadencia formada por los padres (Manie y su
esposa Rachel) y sus tres hijos (Anton, Astrid y
Amor).
La
novela comienza en 1986, con la muerte, tras larga enfermedad, de Rachel. Antes de morir, le hace prometer a Manie, un último deseo: que Salome, su sirvienta negra (que les ha cuidado
toda su vida y que la ha tratado con especial cariño durante su enfermedad),
pueda quedarse con la casa Lombard (la casita que ocupa en la propiedad de la
familia). Promesa que, casualmente escuchada por la hija pequeña, Amor, queda en el aire cuando Manie afirma en el velatorio no recordar haberla
hecho y no muestra intención de cumplirla. Como el apartheid está en
vigor, Salome no puede acudir al funeral de
la señora, hecho que indigna a Amor. pero que
el resto de la familia acepta con normalidad. Igualmente las leyes vigentes en
ese momento, impiden que la criada sea propietaria.
Tras
el fin del apartheid, la familia se reúne de nuevo en 1995, cuando Manie sufre la mordedura fatal de una cobra. Anton, tras desertar del ejército en 1986, ha pasado
diez años llevando una vida inestable; Astrid
se ha casado y tiene mellizos; Amor ha
estado viviendo en Londres durante varios años. Ahora, Salome
tiene el derecho legal de poseer la propiedad, pero el testamento de Manie no contempla la promesa hecha a Rachel, sino que hace a los tres hijos copropietarios
de las tierras. Anton regresa a la granja y
le asegura a Amor que cumplirá la última voluntad
de su madre, pero el tiempo pasa y la promesa sigue sin cumplirse. Hecho que muestra
que aunque ha cambiado la situación política, el racismo sigue dominando la
vida cotidiana.
En
2004, Anton que se ha casado con Desirée, su novia de la infancia, está muy
endeudado; Astrid que se ha divorciado y se
ha vuelto a casar, vive con su segundo marido, Jake,
en una protegida urbanización de lujo; Amor trabaja
como enfermera en una sala de VIH en Durban, donde vive con Susan, su pareja de hace tiempo. A pesar de las
súplicas de Amor, la promesa sigue sin
cumplirse: Astrid y Anton
continúan resistiéndose. En secreto, Astrid
ha estado teniendo una aventura con el socio comercial de su esposo (un influyente
político negro) y, después de que un sacerdote le negara la penitencia durante la confesión, es asaltada para
robarle el coche, para ser asesinada a continuación. Antes de su funeral, Amor hace un último intento para que Anton cumpla la promesa: pero cuando se niega a
apoyar el plan de su hermano para vender parte de las tierras de la granja, éste
despechado se niega a hacerlo y Amor regresa
a Durban, para no volver a verlo.
En
2018, Anton se ha hundido en el alcoholismo
y en una profunda depresión debido a su matrimonio fallido, la impotencia, el
trauma por el asesinato de una mujer negra en su época del ejército y la
sensación de que ha desperdiciado su vida. Una noche, después de pelearse con Desirée, en un desasosiego etílico, se suicida. Amor, que ahora vive en Ciudad del Cabo después de
haber dejado a su amiga y su trabajo en Durban, es finalmente informada por Salome de la muerte de su hermano. Siendo el único
miembro vivo de su familia, le regala la granja familiar a Desirée, salvo la casa Lombard, que le transfiere
legalmente a Salomé, cumpliendo finalmente el
deseo de su madre y la promesa de su padre. También le cede a Salome su parte de la herencia de su padre, que
hasta ahora se había negado a tocar.
TRAUMAS, FRACASO Y RELACIONES FALLIDAS
«Galgut
es a la vez muy cercano a sus personajes problemáticos y algo irónicamente
distante, como si la novela estuviera escrita en dos compases, rápido y lento,
milagrosamente, esta distancia narrativa no aliena nuestra intimidad sino que
emerge como una forma diferente de conocimiento.» (James Wood, The New Yorker)
Desarrolla
así la vida de los miembros de esta desdichada familia. A lo largo de la
novela, asistimos a los avatares vitales de los
hermanos Swart, marcados por los
traumas, las relaciones fallidas y el fracaso: desde una hermana infeliz y
ambiciosa al hermano que vive a la sombra de un delito; y en medio de esa convulsión,
contenida en 30 años de vaivenes políticos y sociales, la tenacidad de la
hermana pequeña que, buscando alejarse del trauma generacional de su familia, se
va a Londres de donde regresará sintiéndose responsable por la promesa
incumplida; determinación que se vuelve más conmovedora a medida que avanza la
novela, presentando la incómoda verdad sobre una posible redención en un tejido
entrelazado de arrepentimiento.
Cada
personaje enfrenta dilemas personales mientras representa un fragmento del
tumultuoso viaje de Sudáfrica. Sus luchas individuales se entrelazan con la decadencia
colectiva de su familia. Herman Albertus Swart (Manie), dueño de la granja y del principal negocio
familiar (el parque de reptiles Scaly City), con el tiempo, entabla una
estrecha amistad con Alwyn Simmers, un
antiguo pastor afrikáner de la Iglesia Reformada, mientras su esposa, Rachel Swart, de soltera Cohn,
se reconvierte al judaísmo mientras agoniza de cáncer.
Anton Swart,
el hijo mayor, cuyo nacimiento no planeado fuera del matrimonio llevó a un casamiento
que la familia consideró un error, es un personaje problemático que lucha con
la culpa y la vergüenza, moldeado por experiencias traumáticas en el ejército,
donde ha matado a una madre negra (lo que le lleva a desertar) y un matrimonio
fallido con su novia de la
infancia, Desiree. quien se involucra cada
vez más con prácticas de la Nueva Era y el yoga, y terminará conviviendo con Moti, el líder de un ashram cercano. Astrid Swart,
la hija mediana, encarna una vida de superficialidad, marcada por los secretos
y la infidelidad: se convierte al catolicismo, tiene gemelos y dos matrimonios
infelices (con Dean y Jake, respectivamente) que la llevan a una
creciente desilusión. Amor Swart, la pequeña,
dos veces herida en su infancia: la primera, a los 6 años, por un rayo; la
segunda, a los 13, por la muerte de su madre. Dos heridas que, ya mujer, revive
a cada instante de su vida, la primera por lo que tuvo de milagroso sobrevivir,
la segunda por la orfandad que instaló en su existencia, y ante la cual, para
seguir adelante, solo encuentra en la promesa de su padre una obstinada razón a
la que aferrarse. Será la brújula moral de la historia, una especie de
conciencia de la familia: dedica su tiempo a cuidar a enfermos de sida, se
niega a aceptar el dinero familiar o a mantener el contacto, y es la única de
la familia que busca cumplir la promesa
PERSONAJES EN SUDÁFRICA
Promesa
que opera como eje del drama, el punto de convergencia donde lo privado y lo
público, lo íntimo y lo colectivo, la historia de los
Swart y la historia de la Sudáfrica moderna confluyen encarnadas en esa
mujer que en su agonía otorga la posesión de un bien al Otro, al segregado, al
invisible, al relegado. De esa promesa emana un compromiso que desborda el
marco de la habitación de la muerte e invade la nación entera, desplegándose
como una impecable metáfora del fracaso (y también de la posibilidad de
redención) de un país. DG se instala en esa
metáfora desde la primera página y no la abandona hasta la última. En medio
asistimos al desmoronamiento de un linaje y a la reinvención de una tierra.
DG presenta la evolución personal y sobre
todo mental de los miembros de la familia y de toda su comunidad (desde los
representantes religiosos al sin techo que habita el pórtico de la iglesia o el
psicoterapeuta al que acude uno de los hermanos) con una habilidad
cinematográfica que propicia un recorrido visual por el entorno y sobre todo
interpreta el contexto, el modo y manera en que vive la familia. Porque no
hay nada inusual o notable en la familia Swart, claro que no, se parecen a la
familia de la granja de al lado y a la que hay a continuación, solo un puñado
normal y corriente de sudafricanos blancos.
Porque
la novela trata de mucho más que de los Swart,
trata de Sudáfrica y el cambio radical que vive el país en poco tiempo, así que
cada parte de la novela no solo mira hacia un personaje, también refleja una
época distinta e importante del país. El lector descubre cómo la alienación de Anton, los fracasos matrimoniales de Astrid y el anhelo de redención de Amor reflejan los cambios sociales más amplios que
ocurren durante sus vidas, dejando de este modo un completo y complejo retrato
que queda marcado por Nelson Mandela, Thabo Mbeki o
Jacob Zuma y que tiene personajes secundarios de lo más
pintoresco. Entre otros, la tía tannie Marina,
retrato de la vanidad y el desconcierto; su marido, oom Ockie, desconcertante y bebedor; Desirée, la esposa de Anton,
niña rica que piensa que el mundo está donde está para tratar de
complacerla, y ella está donde está para sentirse decepcionada por el mundo;
el paastor Alwyn Simmers,
eclesiástico codicioso, engreído y banal; el padre Timothy
Batty, engreido sacerdote católico que negará la absolución a Astrid; Milos
Pretorius, alias Moti, el
yogui representante de la nueva orientación espiritual (tan vacía e interesada
como las antiguas). Reducidos ejemplos de tantos certeros retratos y sucesos.
En
suma, un amplio elenco de personajes complejos y bien definidos. No obstante, varios
críticas han puesto de manifiesto que los personajes principales (los hermanos Swart)
resultan indiferentes y que cuesta empatizar con ellos, llegando al punto de no
importar lo que les suceda. Aspecto este que no ocurre con la caracterización
de los secundarios. Quizá se deba a que la caracterización de los tres hermanos
viene lastrada por su valor arquetípico: cumplir dentro de la historia la función
metafórica de simbolizar con su devenir el del país, Sudáfrica.
Lo
que si cabe destacar es la ausencia de voces negras, que parece señalar la
desconexión continua dentro del paisaje sociopolítico de Sudáfrica. Esta ausencia es
definitoria y forma parte del objetivo de DG
de reflejar una terrible verdad sobre los blancos de Sudáfrica: dado que todas
familias blancas, incluso las más desfavorecidas, tienen a una persona negra a
sus servicio, la cultura histórica ha determinado que vean al negro como una
función, no como una persona, tal como reconoce el personaje de Lexington, el chofer negro de la familia: Yo
solo hago, no pienso. Al utilizar predominantemente la mirada
blanca, la novela expone como el privilegio ciega a los privilegiados, proclamando
la importancia de reconocer la historia y las historias que a menudo han sido
pasadas por alto. Aparte de la ausencia de voz, resulta relevante la mirada blanca
sobre ciertos aspectos: así, se caracteriza a Hendrik Verwoerd (político
sudafricano conocido como el Arquitecto del apartheid) como «un gran
hombre», y al encuentro entre François Pienarr (capitán del equipo
de los Springboks) y Nelson Mandela como el de «un bóer corpulento y
un viejo terrorista». Salome, víctima de
la injusticia del apartheid, no es tanto un personaje como el reflejo de
las consecuencias de las políticas de segregación racial: lleva toda la vida
en la granja, o al menos esa es la sensación que da. Mi abuelo siempre hablaba
de ella en estos términos, ah, Salome venía con las tierras. Su
hijo, Lukas, es retratado como iracundo e
ingrato. Por otra parte, el primer personaje negro con una voz significativa es
un ladrón de coches asesino, aspecto al que se suman un político negro
corrupto, una policía negra también corrupta o un sintecho visionario.
En
este sentido, resulta significativa la elección del apellido de la familia
protagonista, Swart: en afrikáans significa negro.
Este recurso a una palabra tan elocuente ilumina el carácter paradójico de la
historia de Sudáfrica, donde una minoría de la población (20 %) impuso, entre
1948 y 1992, un sistema de segregación racial a la mayoría restante.
ESTRUCTURA Y NARRADOR
Pero
no sólo es interesante lo que cuenta, sino cómo se cuenta. En este sentido, el
libro tiene dos aspectos muy distintivos. El primero tiene que ver con su estructura
cíclica. La novela, a partir de una concepción teatral, se divide en cuatro
partes (actos) con un título revelador (cuyo significado no se tarda en
descubrir: en la segunda parte ya queda claro) y separados en el tiempo, cuyas
escenas se articulan en torno a una muerte y un funeral.
En
efecto, se narra en intervalos discretos de cuatro secciones, basadas en el
funeral de un miembro de la familia, cada una de las cuales lleva el nombre del
miembro que fallece como título. Cada sección comienza con las circunstancias
de la muerte (cáncer, mordedura de serpiente, asesinato y suicidio). Cada
funeral coincide con un momento importante de la historia sudafricana (el apartheid,
la victoria en la Copa Mundial de Rugby, la investidura de Mbeki y la
dimisión de Zuma). Cada uno se desarrolla en una estación del año
diferente (primavera, invierno, otoño y verano, respectivamente). Cada uno
incluye detalles sobre el cadáver y la perspectiva de la persona que lo prepara
para el entierro (presentando en detalle sus pensamientos y sus creencias) y
cómo sus opiniones chocan en gran medida con las creencias de los demás
miembros de la familia. Y cada uno incluye la tentativa de Amor para que se cumpla la promesa.
El
segundo aspecto es la voz narrativa, diferente y muy personal que DG convierte en un permanente despliegue de
sorpresas. Un narrador omnisciente, muy deliberado e intrusivo, que salta sin
esfuerzo de personaje en personaje: entra en el cuerpo un personaje secundario
(como un indigente o un criminal) e incluso en el de un chacal o un cadáver,
con igual significación con la que ocupa a los caracteres centrales de la familia Swart. Alterna entre la tercera, la
primera o la segunda persona para narrar el punto de vista, dirigiéndose a
veces directamente al lector y otras veces con breves apuntes corales en
primera persona del plural. Una voz omnisciente que sabe explorar la privacidad
de los personajes, los cambios y la desintegración de Sudáfrica, pero también
todo lo que se tercie, desde la anatomía de un animal al detalle de un paisaje.
Y
si bien es cierto que este estilo narrativo dislocado puede desorientar
inicialmente (al pasar de un personaje a otro sin avisar y mezclan
continuamente diálogos, pensamientos, intenciones y recuerdos), enseguida se sabe
quién está hablando, a quién pertenece cada voz, y se hace evidente que
constituye un recurso que enriquece la profundidad emocional de la historia.
Sea como fuere, hay algo pujante en el manejo que DG
logra de este recurso, pasando de primera a tercera persona confiere a la
narración, dada la multitud de personajes, un sentido coral: una especie de
colectividad nosotros-ellos rigurosa y ética, que sostiene la
obra desde la perspectiva de la forma, al tiempo que muestra múltiples voces
que amplían la visión de la familia y el país, en particular, y del mundo, en
general
[El
narrador de la novela ocupa] «un espacio indistinto, a medio camino entre la
primera y la tercera persona, pasando de un enfoque estricto en un solo
personaje a una visión más penetrante e independiente, a menudo dentro de un
solo párrafo. Hay mucho discurso indirecto libre y secciones escritas en algo
que se aproxima a la corriente de conciencia de Joyce.» (Jon Day, The Guardian)
En
efecto, DG emplea un estilo narrativo único,
moviéndose entre la perspectiva de diferentes personajes, establece una
estructura que crea un efecto de retrospectiva y una visión fragmentada y
variable de los acontecimientos, y destila ironía y un fino humor negro muy
medido, que no ensombrece una fuerte crítica social y política. Porque DG ha concebido su novela como una especie de representación teatral en la que nada es casual y la
forma de contar las cosas choca con la dureza de muchos momentos, dando como
resultado un contraste turbador.
ESTILO INNOVADOR
Pero,
por si sola esta voz sería solo una exhibición de destreza si no estuviera al
servicio de una historia a la altura, con un subterráneo impacto emocional y un
perturbadora apuesta ética de fondo. Ese virtuosismo va ligando los diversos
elementos con prosa cadenciosa, impulsando una historia áspera que, sin
embargo, de manera muy moderna, no evita la escatología ni escapa al humor y la
belleza. La novela, sin duda, combina una profunda crítica social con ironía y
humor negro, haciéndola más entretenida. DG tira,
por ejemplo, de ironía cuando sus personajes comentan si las cosas se parecen
(o no) a una novela o intentan, sin éxito, escribir una novela autobiográfica, o
tienen nombres ridículos (como el soldado Payne
o los detectives Olyphant y Hunter).
Una
escritura tan sorprendente como saltarina, como apuntes que en realidad son
apreciaciones palmarias; trufada de sabias reflexiones puestas en las voces de
los distintos (y tan variados) personajes, sin entorpecer la narración. No en
vano, el jurado del Premio Booker destacó la «espectacular demostración de
cómo la novela puede hacernos ver y pensar». Y lo hace, sobre todo,
introduciéndose en los personajes, en cada uno de ellos, que van apareciendo en
constante alternancia. Creando así una narración a partir de sobreentendidos y esa
escritura entrecortada. Así es como DG ha solucionado
uno de los problemas clásicos de la prosa novelística, el de la continuidad
entre escenas, al tiempo que ha logrado resolver el asunto (tan complicado) de
la verosimilitud.
El
estilo y la narración modernista (representación realista. juego con las
expectativas del lector, tendencia a psicoanalizar a sus personajes
mediante el empleo de técnicas como el monólogo interior, la mezcla de argot
callejero con un lenguaje más elaborado…) de DG
han sido comparados con la tradición de William Faulkner, Virginia
Woolf o James Joyce. También se ha comparado con Desgracia, de J. M. Coetzee,
comparación que no parece pertinente por cuanto DG
deja espacio, si no a la esperanza, al menos a la dignidad, mientras en Desgracia, nadie (ni los perros) se salvan las
convicciones desesperanzadas de Coetzee.
Siendo el fiel reflejo de una sociedad convulsa, en la que conviven distintas
etnias, religiones y culturas, en medio de esa conflictividad social DG ofrece un rayo de esperanza, personificado en Amor (el nombre no puede ser casual), quien, fiel
a sus principios y con un sentido de la justicia del que carecía su familia, da
un giro a los proyectos familiares.
La
acogida de la crítica ha sido generalmente entusiasta, ensalzado unánimemente
esa estructura y una narración que mezcla la perspectiva de los personajes y
los acontecimientos sociales y políticos de Sudáfrica, aunque no han faltado
quienes han criticado la trama central (la promesa de ceder la casa a la criada),
considerándola pobre y casi inexistente; así como el estilo narrativo,
considerándolo caótico y desordenado, al alternar entre primera, tercera y
segunda persona sin un hilo conductor claro.
Sea
como fuere, no quiero dejar de destacar la sutil reflexión a la lectura como
comunicación interna (dentro del cerebro del lector) que a diferencia de
cualquier otra (oral, cinematográfica, etc.) hace que las palabras recreen en
nuestro interior una realidad basada en nuestra vida, conocimientos,
sentimientos, contexto, etcétera, que determina que la lectura de un libro sea una
experiencia única para cada lector.
TEMÁTICA AMBICIOSA
El
paso del tiempo y sus consecuencias (incluida, la más extrema, la muerte) es el
tema axial de la obra ya desde su origen. En este sentido, aparece la reflexión
sobre el cuerpo en la novela, como no podía ser de otra manera, pues el paso
del tiempo tiene sus consecuencias sobre el cuerpo hasta llegar al final, con
la muerte. La presencia física corporal con todos sus aspectos incluidos los
escatológicos (que todos sufrimos y que todos aparentamos no experimentar) está
presente en cada capítulo de la novela.
Y
en torno a ese eje, la novela explora una gran variedad de temas como las
relaciones familiares, la vida y la muerte, la herencia del pasado (apartheid),
la responsabilidad moral, el arrepentimiento, el peso de las promesas, la
identidad, la justicia social y la reconciliación. Lejos de presentar
soluciones fáciles, más bien muestra la complejidad de estos temas en un
contexto histórico específico.
Pero la familia está
en primer plano y solo como trasfondo y contexto está Sudáfrica y su historia
reciente. De ese modo el autor introduce temáticas típicamente familiares:
celos, infidelidades y cambio en el tipo de relaciones entre los hermanos. Y, a
partir de ahí, también refleja, como se ha dicho, el contexto histórico de
Sudáfrica: la familia representa al país y la historia familiar sirve de
analogía a la historia del país, configurando un fresco de la realidad nacional.
Claro ejemplo es la coincidencia de los funerales con eventos importantes a lo que
se suman las muertes (y su naturaleza simbólica), la necesidad de comprensión y
ajuste de cuentas (e incluso, de verdad y reconciliación) que surge de ellas,
el análisis del estado de descomposición de los cuerpos (que representan a la
nación), con las secuelas del apartheid y la transición hacia una
sociedad más justa. De una sociedad segregada a la liberación que supone
primero el ascenso político de Nelson Mandela (de la celda al trono,
jamás pensé que vería algo así) y el advenimiento posterior de Thabo
Mbeki, (muy cercano en relaciones sociales a Astrid)
o Jacob Zuma, la novela transita por los conflictos raciales, pero
también por los religiosos, interesándose incluso por la espiritualidad alternativa;
por los bajos fondos y la resolución de deudas; por el abuso del alcohol, pero
también por la exaltación de los símbolos externos del poder, con los enredos
amorosos. Narra, en suma, la pérdida del privilegio, la inversión de los
órdenes, el paso de un Estado fascista, con sus fielatos y dogmas, a un país
democrático, con sus imperfecciones y su intento de consagración de la
igualdad.
Sudáfrica
es el país más rico de África, pero el reparto de la riqueza es muy desigual: aproximadamente
el 1% de la población posee el 70% de la riqueza. Por otra parte, es un país en
el que casi el 80% de los habitantes son negros, pero en el que los blancos
siguen teniendo mucho poder: han perdido el poder político, pero siguen afianzados
en sus privilegios, lo que provoca un clima de inestabilidad y violencia. Por
eso, no es de extrañar que un personaje afirme en un determinado momento: El
apartheid ha caído, ahora nos morimos uno al lado del otro, en íntima
proximidad. Solo nos queda por resolver lo de vivir juntos.
TEMÁTICA ¿ENGAÑOSA?
Las
fisuras morales de la familia Swart como
alegoría de la Sudáfrica post-apartheid y la promesa de los blancos a
los negros constituyen la brillante urdimbre de la novela, pues «a medida
que los miembros de la familia encuentran razones para negar o aplazar la
herencia de Salome, la promesa moral (el potencial o la expectativa) de la
próxima generación y de la nación misma se muestra igual de comprometida que la
de sus padres.» (Jon Day, The Guardian).
Es más, la historia familiar como espejo de la nación, configura a Sudáfrica
(casi) en personaje central de la narración. Porque, la metáfora subyacente de
la promesa de la familia resuena a lo largo de la novela, sirviendo como apunte
de las historias no resueltas y las promesas que enfrentan las comunidades
marginadas (ejemplo paradigmático es el diálogo entre Lukas
y Amor en el capítulo final del libro). La
representación de la disfunción familiar refleja la desintegración nacional,
destacando cómo los fracasos personales y sociales se entrelazan.
Aunque
algunos críticos sienten que el libro no cumple con la promesa de ser una intrahistoria
de Sudáfrica, diluyéndose en exceso en las historias personales y dejando de
lado la crítica social que parecía prometer, la promesa del título intercalada
a lo largo de la historia representa algo más que el compromiso familiar con Salome. Lo cierto es que, a medida que los
personajes experimentan pérdidas, el peso de su promesa no resuelta pesa sobre
ellos y cada funeral, que marca una década en la historia de la familia,
significa no solo una pérdida personal, refleja la decadencia de sus lazos
familiares, un ciclo de promesas rotas (y las consecuencias que estas generan)
y las oportunidades de cambio perdidas. De ahí que, a medida que avanza la
novela, en cada capítulo la desintegración de la familia se corresponde con
momentos cruciales en la historia de Sudáfrica. La narración sobre el derecho
de Salome a su tierra prometida se
convierte en una poderosa declaración sobre la tierra, el legado y el impacto
duradero del colonialismo, convirtiendo al lector en testigo de la historia de los Swarts/Sudáfrica:
un hilo tejido a través de la apatía personal, el conflicto y el
cuestionamiento moral.
A
raíz de estos aspectos algunos críticos han puesto en entredicho el punto de
vista de DG. Fijándose en ciertas
afirmaciones del autor: «algunos se están marchando del país y llevándose su
dinero. Yo no estoy entre ellos —todavía—, pero por primera vez la idea me
ronda la cabeza y no se me quita de la cabeza.», al final de su artículo Jacob Zuma y el momento decisivo de Sudáfrica
en The New Statesman; o «ser un hombre
blanco en Sudáfrica hoy en día supone una desventaja, ya que todo está en tu
contra». en el club de lectura de Radio 4 Front
Row Booker. Aparte del hecho de que DG
tuviera 30 años antes de que Sudáfrica celebrara elecciones democráticas y que
hiciese el servicio militar obligatorio en el ejército del apartheid.
Toda
esta controversia, muchas veces vacía, se basa en extractos de declaraciones
descontextualizados del texto completo y la confluencia biográfica con el apartheid
no indica nada más allá de su coincidencia temporal (según esto, todos los
varones nacidos en la década de 1940 en España, serían franquistas
reconocidos). Además, el propio DG ha reconocido
que la novela le ha supuesto en su país una fuerte contestación crítica por su
análisis del privilegio.
Y MUCHO MÁS…
Sin
duda el objetivo de DG no ha sido dar una
imagen desfavorable de su país, sino presentar el espíritu de cada una de las
décadas a través de las que se mueven los personajes de la novela con sus luces
y sus sombras: una trayectoria que va desde el apartheid, pasando por las
enormes expectativas creadas en torno a Mandela, hasta el desencanto
creciente con Mbeki y Zuma. Porque DG
no se considera un guía moral, sino un escritor que con su mirada pretende
incomodar al lector. No trata de orientar, ni dar soluciones o proponer narraciones
cerradas, sino de plantear al lector determinadas cuestiones (de ahí este
narrador interlocutor).
Así
plantea el tema de la posesión y la resistencia a cederla. El fondo de la
novela no es tanto la tierra (quién la ha poseído, quién la posee y quién la
poseerá), sino la resistencia a ceder algo que, aun careciendo de valor (y que,
por tanto, uno no valora), consideras tuyo. La tierra, aquí, tiene un fuerte
componente simbólico, como el lugar que sintiéndolo tuyo, desarrolla el sentido
de pertenencia, de arraigo. De modo que esa tierra tuya es la que sientes como
país. La posesión lleva al sentido de pertenencia y este a sentirte ciudadano
del país (a los negros sudafricanos se les negó la pertenencia y por tanto la
ciudadanía: con el apartheid eran desarraigados)
Y
es que, en 1994, el régimen cedió el poder político, pero conservó el económico:
las leyes del apartheid desaparecieron y se produjo un cambio
institucional, pero se mantuvo la misma situación económica, produciéndose la
paradoja de que aunque políticamente se hubiera dado un cambio, sin la
posibilidad de cambiar de clase, no ha sido posible cambiar el futuro.
Independientemente
de todo ello, Sudáfrica ha vivido una historia reciente turbulenta y dura, que DG ha encontrado la forma de relatar con una voz
única: formula un examen dramático de la familia, la raza y los sueños
incumplidos de una nación. Su habilidad para entrelazar tragedias individuales
en una narrativa colectiva muestra las complejidades de las relaciones
personales y las obligaciones sociales: es un reflejo de la compleja y
evolutiva identidad de Sudáfrica, un recordatorio de las promesas hechas y
rotas, con implicaciones perdurables para la reconciliación personal y nacional:
en este sentido, la realidad posterior al apartheid muestra que incluso
después del cumplimiento de la promesa original, aún existen obstáculos; una
reclamación de tierras por parte de una familia desplazada durante el apartheid
pone en riesgo la propiedad de Salome. Todo
un guiño narrativo: la historia continúa…
Además,
compromete al lector a afrentar verdades incómodas sobre el privilegio y la
responsabilidad mientras lo induce a considerar las voces que se han perdido en
las sombras de la historia. Al involucrarse con el pasado, anima a reflexionar
sobre los roles dentro de las familias y en la sociedad en general. Y eso es lo
importante, lo demás, como diría el narrador, no os importa demasiado.
«De ese modo la gente se compadece de sí
misma, empapada de tristeza por lo que ha perdido, sin tener conciencia de
otras pérdidas cercanas que ellos mismos han provocado.»

