martes, 18 de noviembre de 2025

LA PROMESA

 

«LA PROMESA»
Damon Galgut (2021)


«Vuelves después de una larga desaparición y la superficie se cierra como si jamás te hubieses ido. La familia como arenas movedizas.»


ORÍGENES DE UN PROYECTO INCIERTO

Damon Galgut (DG) nació en Pretoria, Sudáfrica, en 1963. Superó un cáncer a los seis años y estudió Arte Dramático en la universidad de Ciudad del Cabo. Sus libros han sido traducidos a varios idiomas e incluso uno de ellos, The Qarry, ha sido llevado al cine. Actualmente vive en Ciudad del Cabo.

Tras haber sido preseleccionado dos veces para el Premio Booker, en 2003 por El buen doctor, y nuevamente en 2010 por En una habitación ajena, LA PROMESA fue galardonada con el Permio en 2021, lo que le convierte en el tercer sudafricano en ganarlo, tras Nadine Gordimer (El conservador, 1974) y J. M. Coetzee (galardonado en dos ocasiones: Vida y época de Michael K, 1983; y, Desgracia, 1999). La novela fue además preseleccionada para la Medalla Andrew Carnegie a la excelencia en ficción de 2022.

«Lo que he intentado transmitir en este libro es el paso del tiempo. El reto fue cómo registrar esos cambios en la familia, en cada miembro de la familia, cómo les cambia la cara, el cuerpo, la moral, las perspectivas, etc. Luego se me ocurrió que, si ampliaba un poco el enfoque del libro, también podía mostrar cómo había cambiado el país. Coetzee dice que la literatura procedente de Sudáfrica es el tipo de escritura que se espera de una prisión.» (Página dos, RTVE)

Son numerosos los escritores que han novelado sobre ese complicado equilibrio que es convivir con las personas que más te conocen, más te quieren y más pueden desquiciarte: entre otros Jane Austen, George Eliot, William Faulkner, E. M. Foster, Gabriel García Márquez, Nathaniel Hawthorne, J. D. Salinger o Virginia Woolf. Los conflictos familiares son tan antiguos como la humanidad y tan presentes como la propia existencia, como ejemplifica la advertencia de Cicerón: «Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros

En su génesis están dos conversaciones de un DG en la encrucijada de escritor sin ideas y con la sensación de haber agotado su periodo creativo con dos amigos que le abrieron la posibilidad de un nuevo proyecto narrativo. Por una parte, la conversación con un dramaturgo diez mayor que él, que le refirió jocosamente anécdotas de su experiencia cercana en cuatro funerales; y, por otra, la de otro amigo que le relato como en las últimas voluntades de un miembro de su familia se expresaba el deseo de trasferir unas tierras a una criada negra que había trabajado para su familia, y como su familia se resistió, frente a él, a ceder esas tierras. Y, cómo no, su propia experiencia: él fue criado por una negra, Salome (precisamente), a la que en un determinado momento, cuando la familia prescindió de ella, dejó de ver. Una crianza en un sistema frío pensado para separar a las personas (de distinta raza), generadora de una conexión frágil (que él, como niño, nunca llegó a comprender) y casi esquizofrénica de juntos-separados, que ha plasmado magistralmente en el libro: Las dos mujeres saben que no volverán a verse. Pero ¿por qué importa? El cariño las une y las aleja. Están unidas y separadas. Una de las extrañas y simples fusiones que mantienen cohesionado a este país. A veces a duras penas.

CRONOLOGÍA DE UN INCUMPLIMIENTO

En efecto, La promesa es una saga familiar que abarca cuatro décadas (30 años de historia sudafricana), cada una de las cuales presenta una muerte (y el correspondiente funeral) en una familia blanca de afrikáner que ha vivido durante generaciones en una granja de las afueras de Pretoria. Los Swart, familia en franca e imparable decadencia formada por los padres (Manie y su esposa Rachel) y sus tres hijos (Anton, Astrid y Amor).

La novela comienza en 1986, con la muerte, tras larga enfermedad, de Rachel. Antes de morir, le hace prometer a Manie, un último deseo: que Salome, su sirvienta negra (que les ha cuidado toda su vida y que la ha tratado con especial cariño durante su enfermedad), pueda quedarse con la casa Lombard (la casita que ocupa en la propiedad de la familia). Promesa que, casualmente escuchada por la hija pequeña, Amor, queda en el aire cuando Manie afirma en el velatorio no recordar haberla hecho y no muestra intención de cumplirla. Como el apartheid está en vigor, Salome no puede acudir al funeral de la señora, hecho que indigna a Amor. pero que el resto de la familia acepta con normalidad. Igualmente las leyes vigentes en ese momento, impiden que la criada sea propietaria.

Tras el fin del apartheid, la familia se reúne de nuevo en 1995, cuando Manie sufre la mordedura fatal de una cobra. Anton, tras desertar del ejército en 1986, ha pasado diez años llevando una vida inestable; Astrid se ha casado y tiene mellizos; Amor ha estado viviendo en Londres durante varios años. Ahora, Salome tiene el derecho legal de poseer la propiedad, pero el testamento de Manie no contempla la promesa hecha a Rachel, sino que hace a los tres hijos copropietarios de las tierras. Anton regresa a la granja y le asegura a Amor que cumplirá la última voluntad de su madre, pero el tiempo pasa y la promesa sigue sin cumplirse. Hecho que muestra que aunque ha cambiado la situación política, el racismo sigue dominando la vida cotidiana.

En 2004, Anton que se ha casado con Desirée, su novia de la infancia, está muy endeudado; Astrid que se ha divorciado y se ha vuelto a casar, vive con su segundo marido, Jake, en una protegida urbanización de lujo; Amor trabaja como enfermera en una sala de VIH en Durban, donde vive con Susan, su pareja de hace tiempo. A pesar de las súplicas de Amor, la promesa sigue sin cumplirse: Astrid y Anton continúan resistiéndose. En secreto, Astrid ha estado teniendo una aventura con el socio comercial de su esposo (un influyente político negro) y, después de que un sacerdote le negara la penitencia durante la confesión, es asaltada para robarle el coche, para ser asesinada a continuación. Antes de su funeral, Amor hace un último intento para que Anton cumpla la promesa: pero cuando se niega a apoyar el plan de su hermano para vender parte de las tierras de la granja, éste despechado se niega a hacerlo y Amor regresa a Durban, para no volver a verlo.

En 2018, Anton se ha hundido en el alcoholismo y en una profunda depresión debido a su matrimonio fallido, la impotencia, el trauma por el asesinato de una mujer negra en su época del ejército y la sensación de que ha desperdiciado su vida. Una noche, después de pelearse con Desirée, en un desasosiego etílico, se suicida. Amor, que ahora vive en Ciudad del Cabo después de haber dejado a su amiga y su trabajo en Durban, es finalmente informada por Salome de la muerte de su hermano. Siendo el único miembro vivo de su familia, le regala la granja familiar a Desirée, salvo la casa Lombard, que le transfiere legalmente a Salomé, cumpliendo finalmente el deseo de su madre y la promesa de su padre. También le cede a Salome su parte de la herencia de su padre, que hasta ahora se había negado a tocar.

TRAUMAS, FRACASO Y RELACIONES FALLIDAS

«Galgut es a la vez muy cercano a sus personajes problemáticos y algo irónicamente distante, como si la novela estuviera escrita en dos compases, rápido y lento, milagrosamente, esta distancia narrativa no aliena nuestra intimidad sino que emerge como una forma diferente de conocimiento.» (James Wood, The New Yorker)

Desarrolla así la vida de los miembros de esta desdichada familia. A lo largo de la novela, asistimos a los avatares vitales de los hermanos Swart, marcados por los traumas, las relaciones fallidas y el fracaso: desde una hermana infeliz y ambiciosa al hermano que vive a la sombra de un delito; y en medio de esa convulsión, contenida en 30 años de vaivenes políticos y sociales, la tenacidad de la hermana pequeña que, buscando alejarse del trauma generacional de su familia, se va a Londres de donde regresará sintiéndose responsable por la promesa incumplida; determinación que se vuelve más conmovedora a medida que avanza la novela, presentando la incómoda verdad sobre una posible redención en un tejido entrelazado de arrepentimiento.

Cada personaje enfrenta dilemas personales mientras representa un fragmento del tumultuoso viaje de Sudáfrica. Sus luchas individuales se entrelazan con la decadencia colectiva de su familia. Herman Albertus Swart (Manie), dueño de la granja y del principal negocio familiar (el parque de reptiles Scaly City), con el tiempo, entabla una estrecha amistad con Alwyn Simmers, un antiguo pastor afrikáner de la Iglesia Reformada, mientras su esposa, Rachel Swart, de soltera Cohn, se reconvierte al judaísmo mientras agoniza de cáncer.

Anton Swart, el hijo mayor, cuyo nacimiento no planeado fuera del matrimonio llevó a un casamiento que la familia consideró un error, es un personaje problemático que lucha con la culpa y la vergüenza, moldeado por experiencias traumáticas en el ejército, donde ha matado a una madre negra (lo que le lleva a desertar) y un matrimonio fallido con su novia de la infancia, Desiree. quien se involucra cada vez más con prácticas de la Nueva Era y el yoga, y terminará conviviendo con Moti, el líder de un ashram cercano. Astrid Swart, la hija mediana, encarna una vida de superficialidad, marcada por los secretos y la infidelidad: se convierte al catolicismo, tiene gemelos y dos matrimonios infelices (con Dean y Jake, respectivamente) que la llevan a una creciente desilusión. Amor Swart, la pequeña, dos veces herida en su infancia: la primera, a los 6 años, por un rayo; la segunda, a los 13, por la muerte de su madre. Dos heridas que, ya mujer, revive a cada instante de su vida, la primera por lo que tuvo de milagroso sobrevivir, la segunda por la orfandad que instaló en su existencia, y ante la cual, para seguir adelante, solo encuentra en la promesa de su padre una obstinada razón a la que aferrarse. Será la brújula moral de la historia, una especie de conciencia de la familia: dedica su tiempo a cuidar a enfermos de sida, se niega a aceptar el dinero familiar o a mantener el contacto, y es la única de la familia que busca cumplir la promesa

PERSONAJES EN SUDÁFRICA 

Promesa que opera como eje del drama, el punto de convergencia donde lo privado y lo público, lo íntimo y lo colectivo, la historia de los Swart y la historia de la Sudáfrica moderna confluyen encarnadas en esa mujer que en su agonía otorga la posesión de un bien al Otro, al segregado, al invisible, al relegado. De esa promesa emana un compromiso que desborda el marco de la habitación de la muerte e invade la nación entera, desplegándose como una impecable metáfora del fracaso (y también de la posibilidad de redención) de un país. DG se instala en esa metáfora desde la primera página y no la abandona hasta la última. En medio asistimos al desmoronamiento de un linaje y a la reinvención de una tierra.

DG presenta la evolución personal y sobre todo mental de los miembros de la familia y de toda su comunidad (desde los representantes religiosos al sin techo que habita el pórtico de la iglesia o el psicoterapeuta al que acude uno de los hermanos) con una habilidad cinematográfica que propicia un recorrido visual por el entorno y sobre todo interpreta el contexto, el modo y manera en que vive la familia. Porque no hay nada inusual o notable en la familia Swart, claro que no, se parecen a la familia de la granja de al lado y a la que hay a continuación, solo un puñado normal y corriente de sudafricanos blancos.

Porque la novela trata de mucho más que de los Swart, trata de Sudáfrica y el cambio radical que vive el país en poco tiempo, así que cada parte de la novela no solo mira hacia un personaje, también refleja una época distinta e importante del país. El lector descubre cómo la alienación de Anton, los fracasos matrimoniales de Astrid y el anhelo de redención de Amor reflejan los cambios sociales más amplios que ocurren durante sus vidas, dejando de este modo un completo y complejo retrato que queda marcado por Nelson Mandela, Thabo Mbeki o Jacob Zuma y que tiene personajes secundarios de lo más pintoresco. Entre otros, la tía tannie Marina, retrato de la vanidad y el desconcierto; su marido, oom Ockie, desconcertante y bebedor; Desirée, la esposa de Anton, niña rica que piensa que el mundo está donde está para tratar de complacerla, y ella está donde está para sentirse decepcionada por el mundo; el paastor Alwyn Simmers, eclesiástico codicioso, engreído y banal; el padre Timothy Batty, engreido sacerdote católico que negará la absolución a Astrid; Milos Pretorius, alias Moti, el yogui representante de la nueva orientación espiritual (tan vacía e interesada como las antiguas). Reducidos ejemplos de tantos certeros retratos y sucesos.

En suma, un amplio elenco de personajes complejos y bien definidos. No obstante, varios críticas han puesto de manifiesto que los personajes principales (los hermanos Swart) resultan indiferentes y que cuesta empatizar con ellos, llegando al punto de no importar lo que les suceda. Aspecto este que no ocurre con la caracterización de los secundarios. Quizá se deba a que la caracterización de los tres hermanos viene lastrada por su valor arquetípico: cumplir dentro de la historia la función metafórica de simbolizar con su devenir el del país, Sudáfrica.

Lo que si cabe destacar es la ausencia de voces negras, que parece señalar la desconexión continua dentro del paisaje sociopolítico de Sudáfrica. Esta ausencia es definitoria y forma parte del objetivo de DG de reflejar una terrible verdad sobre los blancos de Sudáfrica: dado que todas familias blancas, incluso las más desfavorecidas, tienen a una persona negra a sus servicio, la cultura histórica ha determinado que vean al negro como una función, no como una persona, tal como reconoce el personaje de Lexington, el chofer negro de la familia: Yo solo hago, no pienso. Al utilizar predominantemente la mirada blanca, la novela expone como el privilegio ciega a los privilegiados, proclamando la importancia de reconocer la historia y las historias que a menudo han sido pasadas por alto. Aparte de la ausencia de voz, resulta relevante la mirada blanca sobre ciertos aspectos: así, se caracteriza a Hendrik Verwoerd (político sudafricano conocido como el Arquitecto del apartheid) como «un gran hombre», y al encuentro entre François Pienarr (capitán del equipo de los Springboks) y Nelson Mandela como el de «un bóer corpulento y un viejo terrorista». Salome, víctima de la injusticia del apartheid, no es tanto un personaje como el reflejo de las consecuencias de las políticas de segregación racial: lleva toda la vida en la granja, o al menos esa es la sensación que da. Mi abuelo siempre hablaba de ella en estos términos, ah, Salome venía con las tierras. Su hijo, Lukas, es retratado como iracundo e ingrato. Por otra parte, el primer personaje negro con una voz significativa es un ladrón de coches asesino, aspecto al que se suman un político negro corrupto, una policía negra también corrupta o un sintecho visionario.

En este sentido, resulta significativa la elección del apellido de la familia protagonista, Swart: en afrikáans significa negro. Este recurso a una palabra tan elocuente ilumina el carácter paradójico de la historia de Sudáfrica, donde una minoría de la población (20 %) impuso, entre 1948 y 1992, un sistema de segregación racial a la mayoría restante.

ESTRUCTURA Y NARRADOR

Pero no sólo es interesante lo que cuenta, sino cómo se cuenta. En este sentido, el libro tiene dos aspectos muy distintivos. El primero tiene que ver con su estructura cíclica. La novela, a partir de una concepción teatral, se divide en cuatro partes (actos) con un título revelador (cuyo significado no se tarda en descubrir: en la segunda parte ya queda claro) y separados en el tiempo, cuyas escenas se articulan en torno a una muerte y un funeral.

En efecto, se narra en intervalos discretos de cuatro secciones, basadas en el funeral de un miembro de la familia, cada una de las cuales lleva el nombre del miembro que fallece como título. Cada sección comienza con las circunstancias de la muerte (cáncer, mordedura de serpiente, asesinato y suicidio). Cada funeral coincide con un momento importante de la historia sudafricana (el apartheid, la victoria en la Copa Mundial de Rugby, la investidura de Mbeki y la dimisión de Zuma). Cada uno se desarrolla en una estación del año diferente (primavera, invierno, otoño y verano, respectivamente). Cada uno incluye detalles sobre el cadáver y la perspectiva de la persona que lo prepara para el entierro (presentando en detalle sus pensamientos y sus creencias) y cómo sus opiniones chocan en gran medida con las creencias de los demás miembros de la familia. Y cada uno incluye la tentativa de Amor para que se cumpla la promesa.

El segundo aspecto es la voz narrativa, diferente y muy personal que DG convierte en un permanente despliegue de sorpresas. Un narrador omnisciente, muy deliberado e intrusivo, que salta sin esfuerzo de personaje en personaje: entra en el cuerpo un personaje secundario (como un indigente o un criminal) e incluso en el de un chacal o un cadáver, con igual significación con la que ocupa a los caracteres centrales de la familia Swart. Alterna entre la tercera, la primera o la segunda persona para narrar el punto de vista, dirigiéndose a veces directamente al lector y otras veces con breves apuntes corales en primera persona del plural. Una voz omnisciente que sabe explorar la privacidad de los personajes, los cambios y la desintegración de Sudáfrica, pero también todo lo que se tercie, desde la anatomía de un animal al detalle de un paisaje.

Técnica que otorga, como se ha dicho, una calidad fílmica a la prosa.  De hecho, DG en la presentación del libro en Madrid contó que cuando estaba escribiendo la novela recibió el encargo (muy bien remunerado) de escribir un guion cinematográfico, dejó la novela y se sumió en la escritura del guion, trabajo que le confirió un pensamiento visual. Terminado el guion, al retomar la novela la experiencia le ayudó a dar el enfoque final a su escritura. Así configuró a este narrador como una inusual cámara narrativa, pues a diferencia de la cámara fotográfica, además de permitir alejarse (aportando frialdad) o acercarse (confiriendo calidez), le permite adentrarse en los personajes (confiriendo total intimidad). E incluso va más allá: dispensa, por una parte, al narrador la potestad del montaje, facilitando así la transición de un personaje a otro, de una escena a otra o la confrontación del punto de vista de los personajes (de hecho, a veces dialoga con ellos, como si conviviesen); pero también, por otra, la capacidad (como en el teatro moderno) de interpelar al lector, e incluso a meterlo en el entramado de la historia: y si no se ha mencionado antes el lugar de origen de Salome es porque no has preguntado, no te interesaba saberlo

Y si bien es cierto que este estilo narrativo dislocado puede desorientar inicialmente (al pasar de un personaje a otro sin avisar y mezclan continuamente diálogos, pensamientos, intenciones y recuerdos), enseguida se sabe quién está hablando, a quién pertenece cada voz, y se hace evidente que constituye un recurso que enriquece la profundidad emocional de la historia. Sea como fuere, hay algo pujante en el manejo que DG logra de este recurso, pasando de primera a tercera persona confiere a la narración, dada la multitud de personajes, un sentido coral: una especie de colectividad nosotros-ellos rigurosa y ética, que sostiene la obra desde la perspectiva de la forma, al tiempo que muestra múltiples voces que amplían la visión de la familia y el país, en particular, y del mundo, en general

[El narrador de la novela ocupa] «un espacio indistinto, a medio camino entre la primera y la tercera persona, pasando de un enfoque estricto en un solo personaje a una visión más penetrante e independiente, a menudo dentro de un solo párrafo. Hay mucho discurso indirecto libre y secciones escritas en algo que se aproxima a la corriente de conciencia de Joyce.» (Jon Day, The Guardian)

En efecto, DG emplea un estilo narrativo único, moviéndose entre la perspectiva de diferentes personajes, establece una estructura que crea un efecto de retrospectiva y una visión fragmentada y variable de los acontecimientos, y destila ironía y un fino humor negro muy medido, que no ensombrece una fuerte crítica social y política. Porque DG ha concebido su novela como una especie de representación teatral en la que nada es casual y la forma de contar las cosas choca con la dureza de muchos momentos, dando como resultado un contraste turbador.

ESTILO INNOVADOR

Pero, por si sola esta voz sería solo una exhibición de destreza si no estuviera al servicio de una historia a la altura, con un subterráneo impacto emocional y un perturbadora apuesta ética de fondo. Ese virtuosismo va ligando los diversos elementos con prosa cadenciosa, impulsando una historia áspera que, sin embargo, de manera muy moderna, no evita la escatología ni escapa al humor y la belleza. La novela, sin duda, combina una profunda crítica social con ironía y humor negro, haciéndola más entretenida. DG tira, por ejemplo, de ironía cuando sus personajes comentan si las cosas se parecen (o no) a una novela o intentan, sin éxito, escribir una novela autobiográfica, o tienen nombres ridículos (como el soldado Payne o los detectives Olyphant y Hunter).

Una escritura tan sorprendente como saltarina, como apuntes que en realidad son apreciaciones palmarias; trufada de sabias reflexiones puestas en las voces de los distintos (y tan variados) personajes, sin entorpecer la narración. No en vano, el jurado del Premio Booker destacó la «espectacular demostración de cómo la novela puede hacernos ver y pensar». Y lo hace, sobre todo, introduciéndose en los personajes, en cada uno de ellos, que van apareciendo en constante alternancia. Creando así una narración a partir de sobreentendidos y esa escritura entrecortada. Así es como DG ha solucionado uno de los problemas clásicos de la prosa novelística, el de la continuidad entre escenas, al tiempo que ha logrado resolver el asunto (tan complicado) de la verosimilitud.

El estilo y la narración modernista (representación realista. juego con las expectativas del lector, tendencia a psicoanalizar a sus personajes mediante el empleo de técnicas como el monólogo interior, la mezcla de argot callejero con un lenguaje más elaborado…) de DG han sido comparados con la tradición de William Faulkner, Virginia Woolf o James Joyce. También se ha comparado con Desgracia, de J. M. Coetzee, comparación que no parece pertinente por cuanto DG deja espacio, si no a la esperanza, al menos a la dignidad, mientras en Desgracia, nadie (ni los perros) se salvan las convicciones desesperanzadas de Coetzee. Siendo el fiel reflejo de una sociedad convulsa, en la que conviven distintas etnias, religiones y culturas, en medio de esa conflictividad social DG ofrece un rayo de esperanza, personificado en Amor (el nombre no puede ser casual), quien, fiel a sus principios y con un sentido de la justicia del que carecía su familia, da un giro a los proyectos familiares.

La acogida de la crítica ha sido generalmente entusiasta, ensalzado unánimemente esa estructura y una narración que mezcla la perspectiva de los personajes y los acontecimientos sociales y políticos de Sudáfrica, aunque no han faltado quienes han criticado la trama central (la promesa de ceder la casa a la criada), considerándola pobre y casi inexistente; así como el estilo narrativo, considerándolo caótico y desordenado, al alternar entre primera, tercera y segunda persona sin un hilo conductor claro.

Sea como fuere, no quiero dejar de destacar la sutil reflexión a la lectura como comunicación interna (dentro del cerebro del lector) que a diferencia de cualquier otra (oral, cinematográfica, etc.) hace que las palabras recreen en nuestro interior una realidad basada en nuestra vida, conocimientos, sentimientos, contexto, etcétera, que determina que la lectura de un libro sea una experiencia única para cada lector.

TEMÁTICA AMBICIOSA

El paso del tiempo y sus consecuencias (incluida, la más extrema, la muerte) es el tema axial de la obra ya desde su origen. En este sentido, aparece la reflexión sobre el cuerpo en la novela, como no podía ser de otra manera, pues el paso del tiempo tiene sus consecuencias sobre el cuerpo hasta llegar al final, con la muerte. La presencia física corporal con todos sus aspectos incluidos los escatológicos (que todos sufrimos y que todos aparentamos no experimentar) está presente en cada capítulo de la novela.

Y en torno a ese eje, la novela explora una gran variedad de temas como las relaciones familiares, la vida y la muerte, la herencia del pasado (apartheid), la responsabilidad moral, el arrepentimiento, el peso de las promesas, la identidad, la justicia social y la reconciliación. Lejos de presentar soluciones fáciles, más bien muestra la complejidad de estos temas en un contexto histórico específico.

Pero la familia está en primer plano y solo como trasfondo y contexto está Sudáfrica y su historia reciente. De ese modo el autor introduce temáticas típicamente familiares: celos, infidelidades y cambio en el tipo de relaciones entre los hermanos. Y, a partir de ahí, también refleja, como se ha dicho, el contexto histórico de Sudáfrica: la familia representa al país y la historia familiar sirve de analogía a la historia del país, configurando un fresco de la realidad nacional. Claro ejemplo es la coincidencia de los funerales con eventos importantes a lo que se suman las muertes (y su naturaleza simbólica), la necesidad de comprensión y ajuste de cuentas (e incluso, de verdad y reconciliación) que surge de ellas, el análisis del estado de descomposición de los cuerpos (que representan a la nación), con las secuelas del apartheid y la transición hacia una sociedad más justa. De una sociedad segregada a la liberación que supone primero el ascenso político de Nelson Mandela (de la celda al trono, jamás pensé que vería algo así) y el advenimiento posterior de Thabo Mbeki, (muy cercano en relaciones sociales a Astrid) o Jacob Zuma, la novela transita por los conflictos raciales, pero también por los religiosos, interesándose incluso por la espiritualidad alternativa; por los bajos fondos y la resolución de deudas; por el abuso del alcohol, pero también por la exaltación de los símbolos externos del poder, con los enredos amorosos. Narra, en suma, la pérdida del privilegio, la inversión de los órdenes, el paso de un Estado fascista, con sus fielatos y dogmas, a un país democrático, con sus imperfecciones y su intento de consagración de la igualdad.

Sudáfrica es el país más rico de África, pero el reparto de la riqueza es muy desigual: aproximadamente el 1% de la población posee el 70% de la riqueza. Por otra parte, es un país en el que casi el 80% de los habitantes son negros, pero en el que los blancos siguen teniendo mucho poder: han perdido el poder político, pero siguen afianzados en sus privilegios, lo que provoca un clima de inestabilidad y violencia. Por eso, no es de extrañar que un personaje afirme en un determinado momento: El apartheid ha caído, ahora nos morimos uno al lado del otro, en íntima proximidad. Solo nos queda por resolver lo de vivir juntos.

TEMÁTICA ¿ENGAÑOSA?

Las fisuras morales de la familia Swart como alegoría de la Sudáfrica post-apartheid y la promesa de los blancos a los negros constituyen la brillante urdimbre de la novela, pues «a medida que los miembros de la familia encuentran razones para negar o aplazar la herencia de Salome, la promesa moral (el potencial o la expectativa) de la próxima generación y de la nación misma se muestra igual de comprometida que la de sus padres.» (Jon Day, The Guardian). Es más, la historia familiar como espejo de la nación, configura a Sudáfrica (casi) en personaje central de la narración. Porque, la metáfora subyacente de la promesa de la familia resuena a lo largo de la novela, sirviendo como apunte de las historias no resueltas y las promesas que enfrentan las comunidades marginadas (ejemplo paradigmático es el diálogo entre Lukas y Amor en el capítulo final del libro). La representación de la disfunción familiar refleja la desintegración nacional, destacando cómo los fracasos personales y sociales se entrelazan.

Aunque algunos críticos sienten que el libro no cumple con la promesa de ser una intrahistoria de Sudáfrica, diluyéndose en exceso en las historias personales y dejando de lado la crítica social que parecía prometer, la promesa del título intercalada a lo largo de la historia representa algo más que el compromiso familiar con Salome. Lo cierto es que, a medida que los personajes experimentan pérdidas, el peso de su promesa no resuelta pesa sobre ellos y cada funeral, que marca una década en la historia de la familia, significa no solo una pérdida personal, refleja la decadencia de sus lazos familiares, un ciclo de promesas rotas (y las consecuencias que estas generan) y las oportunidades de cambio perdidas. De ahí que, a medida que avanza la novela, en cada capítulo la desintegración de la familia se corresponde con momentos cruciales en la historia de Sudáfrica. La narración sobre el derecho de Salome a su tierra prometida se convierte en una poderosa declaración sobre la tierra, el legado y el impacto duradero del colonialismo, convirtiendo al lector en testigo de la historia de los Swarts/Sudáfrica: un hilo tejido a través de la apatía personal, el conflicto y el cuestionamiento moral.

A raíz de estos aspectos algunos críticos han puesto en entredicho el punto de vista de DG. Fijándose en ciertas afirmaciones del autor: «algunos se están marchando del país y llevándose su dinero. Yo no estoy entre ellos —todavía—, pero por primera vez la idea me ronda la cabeza y no se me quita de la cabeza.», al final de su artículo Jacob Zuma y el momento decisivo de Sudáfrica en The New Statesman; o «ser un hombre blanco en Sudáfrica hoy en día supone una desventaja, ya que todo está en tu contra». en el club de lectura de Radio 4 Front Row Booker. Aparte del hecho de que DG tuviera 30 años antes de que Sudáfrica celebrara elecciones democráticas y que hiciese el servicio militar obligatorio en el ejército del apartheid.

Toda esta controversia, muchas veces vacía, se basa en extractos de declaraciones descontextualizados del texto completo y la confluencia biográfica con el apartheid no indica nada más allá de su coincidencia temporal (según esto, todos los varones nacidos en la década de 1940 en España, serían franquistas reconocidos). Además, el propio DG ha reconocido que la novela le ha supuesto en su país una fuerte contestación crítica por su análisis del privilegio.

Y MUCHO MÁS…

Sin duda el objetivo de DG no ha sido dar una imagen desfavorable de su país, sino presentar el espíritu de cada una de las décadas a través de las que se mueven los personajes de la novela con sus luces y sus sombras: una trayectoria que va desde el apartheid, pasando por las enormes expectativas creadas en torno a Mandela, hasta el desencanto creciente con Mbeki y Zuma. Porque DG no se considera un guía moral, sino un escritor que con su mirada pretende incomodar al lector. No trata de orientar, ni dar soluciones o proponer narraciones cerradas, sino de plantear al lector determinadas cuestiones (de ahí este narrador interlocutor).

Así plantea el tema de la posesión y la resistencia a cederla. El fondo de la novela no es tanto la tierra (quién la ha poseído, quién la posee y quién la poseerá), sino la resistencia a ceder algo que, aun careciendo de valor (y que, por tanto, uno no valora), consideras tuyo. La tierra, aquí, tiene un fuerte componente simbólico, como el lugar que sintiéndolo tuyo, desarrolla el sentido de pertenencia, de arraigo. De modo que esa tierra tuya es la que sientes como país. La posesión lleva al sentido de pertenencia y este a sentirte ciudadano del país (a los negros sudafricanos se les negó la pertenencia y por tanto la ciudadanía: con el apartheid eran desarraigados)

Y es que, en 1994, el régimen cedió el poder político, pero conservó el económico: las leyes del apartheid desaparecieron y se produjo un cambio institucional, pero se mantuvo la misma situación económica, produciéndose la paradoja de que aunque políticamente se hubiera dado un cambio, sin la posibilidad de cambiar de clase, no ha sido posible cambiar el futuro.

Independientemente de todo ello, Sudáfrica ha vivido una historia reciente turbulenta y dura, que DG ha encontrado la forma de relatar con una voz única: formula un examen dramático de la familia, la raza y los sueños incumplidos de una nación. Su habilidad para entrelazar tragedias individuales en una narrativa colectiva muestra las complejidades de las relaciones personales y las obligaciones sociales: es un reflejo de la compleja y evolutiva identidad de Sudáfrica, un recordatorio de las promesas hechas y rotas, con implicaciones perdurables para la reconciliación personal y nacional: en este sentido, la realidad posterior al apartheid muestra que incluso después del cumplimiento de la promesa original, aún existen obstáculos; una reclamación de tierras por parte de una familia desplazada durante el apartheid pone en riesgo la propiedad de Salome. Todo un guiño narrativo: la historia continúa…

Además, compromete al lector a afrentar verdades incómodas sobre el privilegio y la responsabilidad mientras lo induce a considerar las voces que se han perdido en las sombras de la historia. Al involucrarse con el pasado, anima a reflexionar sobre los roles dentro de las familias y en la sociedad en general. Y eso es lo importante, lo demás, como diría el narrador, no os importa demasiado.

«De ese modo la gente se compadece de sí misma, empapada de tristeza por lo que ha perdido, sin tener conciencia de otras pérdidas cercanas que ellos mismos han provocado.»

miércoles, 5 de noviembre de 2025

MATERIAL DE CONSTRUCCIÓN

 

«MATERIAL DE CONSTRUCCIÓN»
Eider Rodríguez (2022)


«Todas las familias felices se asemejan; cada familia infeliz es infeliz a su modo.» (Ana Karénina, León Tolstói)

 CONSTRUCCIÓN DE UN PADRE, DECONSTRUCCIÓN DE UNA HIJA

Eider Rodríguez (Rentería, 1977) hace en MATERIAL DE CONSTRUCCIÓN (2022) un ejercicio introspectivo, mediante el que analiza la relación con su padre alcohólico, cómo ese alcoholismo vertebró las relaciones familiares y abrió la vida familiar al silencio y la vergüenza, cómo influyó en ella desde la infancia y cómo evolucionó hasta su muerte (e incluso más allá). Páginas de reproches, enfado, tristeza, anhelo y reconciliación hacen que, más que una novela propiamente dicha, sea más bien un texto autobiográfico, caracterizado por la fragmentación, la posibilidad de ver los distintos puntos de vista del yo-narradora en la cronología de su vida, la estructura de diario, el poder saber y medio entender lo que piensa una niña de esa situación y cómo evoluciona en la vida adulta.

Eider Rodríguez (ER) regresa a su niñez y la desengrana a través de lo anecdótico, como si, de repente, todo fuera trascendente. Un paseo con su amiga en el que finge no ver a su padre, borracho, deambulando por la calle; la incesante comparación con los padres de los otros que no beben, no se deterioran y no lastiman; veranos de piscinas y cigarrillos; una petición crispada a su madre para que se divorcie; una rabia contenida; los silencios saturados de mensajes (entendimiento mediante un código de sonidos, olores y estatutos familiares compartidos). Pero también hay mucho de hoy: estancias en hospitales; la dignidad y el olvido; las palabras como paliativo; la belleza cotidiana como amparo; cartas de amor; desvelos y vigilias; preguntas sin respuesta; los nietos capaces de comunicar íntimamente con sus abuelos…

A través de la exposición de las particularidades de unos recuerdos, la novela narra la historia de una familia, de un lugar y de una época, así como la de sus propias coordenadas: la ingenuidad infantil y el desencanto adulto. Memorias de una vida soportando una adicción con todas sus aristas. De hecho, ER afirma que la necesidad de escribir esta historia se le entremetió en el proceso de crear nuevos cuentos y no pudo ignorarla: Hay cosas que necesito escribirlas para entenderlas, para acercarme o alejarme más. Lo hablé con mi editora y me dijo "hazlo" y fue una palabra mágica que de alguna manera abrió una puerta, que fue la de darme permiso para escribir acerca de esto.

Su familia tenía un almacén de material de construcción, precisamente. Pero este mismo material no está solo en el hormigón, las tejas y las baldosas, ni solo en las palabras, el diario o la literatura; ese material de construcción también está en el secreto que hay en todas las casas, en los padres y en las familias. El suyo fue alcohólico y ER escribió sobre su ausencia. Era la única forma de hablar con él: El lenguaje también es material de construcción. Las casas se construyen ladrillo a ladrillo, y los libros, palabra a palabra.

TRIÁNGULO DE RENTERÍA

Se trata de una familia con unas características muy acusadas. Son desconfiados (Nadie se fía de nadie, es una patología familiar) y muy restrictivos en sus afectos (sarcásticamente expuesto en la Constitución familiar, pág. 10). Apenas tienen relación con sus vecinos, que no hablan euskera (Nosotros no compartimos su lenguaje, pero sí su lengua), no son como ellos y son foráneos (Nosotros no desaparecemos en verano para volver al pueblo de origen, nuestro único pueblo es este). Lo mismo les ocurre con los vecinos de Benicàssim a los que consideran fascistas (¡Que se vayan a agitar sus banderitas a las plazas de toros!). Y es que se sienten superiores (Son supremacistas que denuncian la estupidez y la injusticia de los Otros). Pero están sometidos al que dirán y al juicio ajeno (sin excepción, se someten a la estupidez y a las arbitrariedades de los Otros).

En efecto, el libro gira en torno a tres ejes desiguales padre madre e hija. el padre, Juan Mari, como vértice centrífugo, atendiendo el negocio familiar y aprovechando cada resquicio de su jornada laboral para beber. Padre que aun estando borracho todo el día, estuvo muy presente en la vida de su hija.

La madre, Ana Mari, responde al prototipo de mujer vasca fuerte y vitalista. Pragmática, acepta a su marido como es e intenta sostener a la familia. Es el foco de intensos momentos que son esos diálogos furtivos, que aportan los instantes de mayor credibilidad y vitalidad. Si el marido bebe, ella es una tenaz fumadora (Las colillas del cenicero sobresalen de entre las cenizas como árboles sobrevivientes de un incendio).

La hija narradora, Eider, tiene 41 años cuando su padre sufre un primer ictus, momento en que siente la necesidad de romper por fin un largo silencio, espoleada por saber qué había pasado con su padre. En continuo debate entre la disparidad de sentimientos que esa situación le provocan tanto en el pasado (de los recuerdos) como en el presente (del diario), intenta "ordenar el desorden" que era su vida. Al igual que sus padres, se considera superior, como demuestra en su trato con los demás (bien sea el médico, la voluntaria catequista o sus novios). Ha vivido una vida de aparente indiferencia (ejemplificada en su reacción en el viaje a París y Londres, donde estando encantada finge total desinterés) que a la larga crea una coraza de frialdad e insensibilidad.

En cuanto narradora, tiene momentos delirantes como el relato de la visita con los dos pretendientes al domicilio familiar que cuenta en clave absurda (Me quedo de pie observando mi propia violación); o como el momento del duelo en que se pregunta ¿Volveré a tener orgasmos?, para intercalar un listado de 8 deseos deslavazados e incoherentes, para acabar confesando: He tenido un orgasmo breve y triste.

También se muestra especialmente cruda, cuando no directamente cruel, tanto en sus recuerdos (Estoicamente, me reafirmo en mi compromiso de continuar siendo la hija humana de un cerdo), como en el presente (Siento rabia, pero ninguna pena). E incluso, en algunos momentos puede pecar de pretenciosa, como cuando afirma: El objetivo era desclasarme a través de la lectura y de la escritura, pero no esperaba que gracias a aquel ejercicio tomaría conciencia de lo que soy y de lo que somos, y que precisamente la verdad vendría de la mano de la belleza.

Desde que tiene recuerdos, Eider y su madre vivieron, por el alcoholismo del padre, en un ambiente de violencia psicológica poco perceptible que va desgastándolas. Quiero que os divorciéis- ¡Ja! - Dice mamá - ¡Ja, ja ja! ¿Acaso crees que yo no? ¡Qué lista la niña. Llevaba mucho tiempo pensándolo, pero el silencio autoimpuesto para evitar demostrar sentimientos le había impedido decirlo. Ambas deciden ignorar en lo posible esa realidad, aunque conviven incómodamente con ella cada vez que el padre y esposo vuelve a casa cualquier día, de cualquier lado, con cualquier excusa, tratando de disimular la borrachera y el olor a alcohol. La vergüenza que ocasionaría que otras personas lo vieran así por no poder mantener el secreto bajo esas paredes es mucho mayor para ellas: la familia bajo el yugo del que dirán.

FALSA NOVELA DE DUELO

Precedida por la publicación de algunos títulos con los que comparte, entre otros elementos, el hecho de partir de un género tan definido y tipificado como es el de novela del duelo para alejarse de él. Porque si, al principio, parece una novela de duelo, pronto se ve que el duelo no es el motor de la narración.

Por otra parte, comparten la indagación en torno al lenguaje, la interrogante sobre cómo narrar la experiencia individual y cómo trascenderla: cuestionan directamente al lenguaje y se enfrentan a sus límites, a la capacidad de la palabra para plasmar la realidad. Esto precisamente es lo que, según declaración propia, intentó ER con la novela: indagar sobre el lenguaje. Las palabras para la narradora son importantes y hay que decirlas y utilizarlas con propiedad. El ejemplo paradigmático es el cotejo de palabras en castellano con sus traducciones en vasco y en francés para observar de qué manera los términos, por su distinto origen o desarrollo, adquieren matices diferentes, que no consiguen agotar la experiencia que se quiere transmitir. Solo poniendo en juego los distintos términos en distintas lenguas la autora parece acercarse a una experiencia que se escapa de una definición única, de ahí la importancia de la traducción de su propio libro para ella. Porque la novela fue escrita originariamente en euskera y la traducción al castellano la ha realizado ella con su marido, el también escritor Lander Garro.

El tema lingüístico se convierte también en reflejo de un choque generacional. La narradora se relaciona en castellano con sus padres y en euskera con sus abuelos, además es el idioma que comparten sus hijos y sus abuelos y, en concreto, será una de las justificaciones que la narradora da al alcoholismo del padre.

La escritura (la palabra) pretende ser una forma de indagación sobre los motivos del alcoholismo de su progenitor: ya en las primeras páginas, ER adelanta sin disimulo el motivo de su novela: Me da vergüenza escribir sobre mi padre. Lo hace con solo dos palabras: vergüenza y padre. A partir de ahí el texto. Cinco años atrás a su padre le ha dado un ictus y en la enfermedad comienza una toma de conciencia a través de la escritura: el libro es, en realidad, un cuaderno de anotaciones real (aunque hilado con la ficción) que la escritora comienza en 2018 y que cierra 3 años después. En ese periodo se da un reencuentro (más bien un desencuentro) con ella misma, su padre, su madre, el recuerdo, el presente, su infancia, su vida adulta. En suma, con una realidad que ER expone para intentar comprenderla. Y lo intenta con unos medios muy frágiles y complicados: la intimidad y la literatura.

Escrita a modo de registro o diario (de escritura, más que de línea vital), le sirve a la autora para desplegar con su voz de narradora la historia, que divide en cuatro partes. La primera, cuenta que el padre era alcohólico. La segunda, narra su fallecimiento. La tercera, el duelo. Y la cuarta, el intento de conocer un poco más a su padre a través de unas cartas que le escribía a su madre durante su servicio militar en Ceuta.

No obstante, en la penúltima parte (apartado III), hay un cambio de persona narradora: pasa a escribirse en tercera persona, alejándose de la primera (el yo del diario) de los dos anteriores, con la intención de convertirse en personaje al que ver desde fuera (y distanciar al lector). Aquí se muestran sus actuaciones más cercanas: no cabe duda que intenta un cambio ante su padre queriendo dejar atrás sus intensas (e incluso crueles) emociones anteriores. Sin embargo, la parte final (apartado IV) vuelve al yo inicial, combinado con la voz del padre en esas 17 cartas que encuentra su hermana Arrate.

ESCRITURA COMO TERAPIA

Llegados a este punto podríamos preguntarnos si lo importante de esta novela es si ER desnuda su alma en ella. Sin duda, Material de construcción no es una aflicción en observación, una elegía, ni un testimonio de admiración pueril. Es una novela, por llamarle algo (aunque así se define en la contratapa) sobre tres personajes, por llamarles así, que dice contener mucho material autobiográfico. Sin embargo, el libro, en mi opinión, lo que muestra es un ejercicio terapéutico de una hija para resolver los asuntos pendientes con su figura paterna, mediante un viaje de memoria y escritura a sus zonas oscuras, a unos momentos que parece la marcaron psicológica y sentimentalmente, y, en suma, a la influencia de su padre y su alcoholismo en su vida.

De hecho la autora reconoce que el libro le ha permitido hacer un repaso de cómo se fue construyendo su identidad en medio de esta dura cotidianidad y darse cuenta del amor latente que sentía hacia su padre: Este libro ha sido ponerme frente a él, (…), y hablar. Me ha servido para iluminar un montón de zonas que no es que estuviesen a oscuras, es que no sabía ni que existían. Y en ese sentido ha sido muy placentero, porque ha sido un viaje de turismo interior (Efeminista).

Es más, reconoce que escribir el libro y, sobre todo, traducirlo del euskera al castellano, ha significado un cierre de ciclo del duelo: Siempre me he jactado de que para mí traducir era muy sencillo, pues soy bilingüe desde pequeñita. Pero en este caso, por el contenido del libro y también por el hecho de que mi padre no hablase euskera, sino en castellano, y yo me relacionarse con él en castellano, el hecho de tener que traducir los diálogos de unos personajes a una lengua en la que hablaban las personas en las que están basadas esos personajes fue duro. Ese ejercicio, dice, le hacía perder la distancia del artificio literario: En euskera funcionaba y auto traducirme diluía esta distancia. Yo digo que para mí cerrar el duelo ha sido la auto traducción.

Sin embargo, reconoce que no hubiera escrito este libro en vida de su padre: Surgió del propio duelo. (…); este libro, para mí, ha sido el vínculo que nunca tuve en vida. El duelo se ha transformado en esto. No podría haber escrito este libro antes (…). Pero también porque hay cosas que solo se pueden hacer desde el desconsuelo, desde el cambio, desde la ausencia del Otro (que ya no puede interaccionar).

EN BUSCA DEL PADRE

Nace pues como intento de acercarse a la propia existencia, revisando la historia de su vida, y pretender convertirla en algo tangible, lo cual no deja de ser problemático. Lo cuestionable no radica en hacer de una intimidad punzante y dolorosa un intento de literatura; sino la forma de hacerlo: el problema está en el contenido, como apunta la propia narradora. Hacer de la propia vida la narración no es fácil y la autora era consciente de ello: Lo que tengo es una historia que quema y la tengo que desmenuzar, convertirla en otra cosa. La tengo que metabolizar a través de la literatura: quiero que las personas se conviertan en personajes y el dolor en la trama. Aquí, precisamente es donde falla la obra: la metabolización del dolor, la vergüenza y la culpa no ha generado una obra literaria. No todo lo que se escribe es literario. En mi opinión, no pasa de la autobiografía ficcional de un proceso de auto terapia mediante la escritura.

En todo caso, el propósito también radicaba en entender con qué materiales está construido ese padre, lo que no está claro es si ella ha llegado a lograrlo en algún momento. A partir del texto, personalmente me parece que no. Hay chispazos que parecen iluminar al padre, como esos dos momentos: el del padre paseándose desnudo por la casa tras ducharse; o el momento en que a los 26 años le oye por primera vez un comentario sexual. Pero, su intento personal de saber quién es su padre, saber quién ha sido es un diálogo imposible. Pese a su esfuerzo por transformar todo en material literario para ser trabajado de manera estética, al finalizar la novela este lector sigue sin saber quién era su padre: un borracho irredento, un joven quinto que empieza a beber en la mili… y poco más.

Quizá la literatura también tenga mucho que ver con eso: la auténtica literatura es la que, más que buscar respuestas, plantea preguntas (esas que cada uno debe responder en función de su vida). ER habla de derribar las murallas que uno pone cuando se corre el riesgo de que la intimidad se vuelva tóxica y convulsa, y según parece, en su caso, ha funcionado como acto liberador: la verdad siempre llega y siempre alumbra, nos guste o no. Escribir en su caso puede haber resultado terapéutico, pero para el lector esta larga sesión de psicoanálisis y episodios íntimos y ajenos no deja de resultar indiscreta, reiterativa, incómoda y, sobre todo, tediosa.

UN CIERTO CANSANCIO

He de reconocer que, cada vez me causa más cansancio (y pudor) leer (y tomar en consideración) historias como esta, de ajuste de cuentas y reconciliación con el padre, la madre o la familia en su conjunto. Este libro, o cualquiera que trate una situación difícil o complicada en las familias, me resultan tan personales que no puedo empatizar, pues siento un intruso que se mete en una situación en que no debería estar y que, además, ni le va ni le viene. Considero que esas novelas no conversan conmigo, pues no son más que un desahogo al que asisto como espectador inoportuno, por lo que se me hace difícil enjuiciarlas.

Este libro resulta tan íntimo que me ha parecido casi obsceno: es ese tipo de comunicación que se suele dar con los extraños, en los que el emisor descarga su alma sin recato sabiendo que el otro es alguien al que no volverá a ver y que carece de conocimiento (e interés) sobre lo que se le cuenta. Tanto por el contenido como por la propia estructura, es como leer un diario en crudo, lo que hace que a veces resulte violento y otras (muchas) carente de interés. Escrito para curar heridas propias, está más dirigido a sí misma que al público.

Me cuesta escribir sobre mi propia vida utilizando la primera persona, pero hay cosas que solo llego a comprender a través de la escritura. El intento de fijar ese desgarro a través de la objetivación de la palabra, de aprehender lo que le ha sucedido usando palabras, a sabiendas de que inevitablemente, al usarlas, estaría destruyendo un poco lo que sintió, puede ser meritorio: pero los deseos pocas veces se hacen realidad (y en literatura, muy pocas veces). Así, aquí las palabras al plasmar esa vida lo que han forjado es más un recuerdo indirecto que unas vivencias directas características de la creación literaria: se queda en una suave convalecencia de algo que, sin duda, debe haber sido terrible.

Quizá quien consiga identificarse con la autora y con su forma de lidiar con el alcoholismo de su padre y sus consecuencias pueda sacarle provecho a su lectura. En mi caso, reconozco que no lo ha conseguido.

LA PALABRA: SENTIDO Y SENSIBILIDAD

Teniendo en cuenta que el precio de quien tiene un pasado que solo se renueva con pasión en el cotidiano presente es la sensación de que ha ido dejando sus cuerpos por el camino: como si reproducir situaciones vividas los sacara de donde están: (pág. 92), podemos preguntarnos si, como dice Clarice Lispector, una vez publicada la novela, cuando todas estas anotaciones de instantes se han materializado, ¿volveré a mi nada de donde he sacado un todo? (Agua viva: pág. 78).

En este sentido, ER dice que poner en palabras estos sentimientos ha permitido que algo íntimo se convirtiera en algo colectivo. Pero es en este pretendido intento (y principio) del que parte, ampliar la experiencia individual al plano colectivo, es donde cabe el debate sobre el tabú que limita las cuestiones de familia. Aunque cuente una historia muy íntima sobre la relación entre una hija y su padre y lo que les rodea, la intención es hablar del resto de familias, de un país entero. Cuando empecé a escribirlo, sabía que iba a escribir algo muy doloroso y muy vergonzoso, pero lo quise hacer de tal manera que la gente también pudiese depositar su dolor y su propia vergüenza. Según esto, la novela ha dado voz todos los casos existentes: las familias desestructuradas, las paternidades ausentes, las crianzas hostiles, los parentescos conflictivos y todo lo que en estos ámbitos pueda darse. Contar la propia experiencia con palabras que son de todos.

Pero, volviendo a Clarice Lispector, hay que tener en cuenta que si nos entendemos a través del símbolo es porque tenemos los mismos símbolos y la misma experiencia de la cosa en sí, pero la realidad no tiene sinónimos. (Agua viva: pág. 85). Así, por ejemplo escribe que todos los padres creen que sus hijos son especiales y todos los hijos creen que sus padres son especiales (pág. 62), pero ella sabe y así lo ha dicho en numerosas entrevistas que nadie es especial, o todo el mundo lo es. En realidad, somos demasiado vulgares. La propia intimidad es vulgar. Y, precisamente, según ella, ahí nace lo colectivo. Sin embargo, en mi opinión, uno de los principales fracasos del libro es su carencia de universalidad, pues no pasa del terreno de lo personal, de lo íntimo: ese salto de lo individual a lo universal que caracteriza la gran literatura brilla por su ausencia.

ER afirma que la sociedad ha hablado poco del alcoholismo y del daño que hace cuando no hay violencia física de por medio, como en el caso de otras drogas: Es un problema que afecta a toda la sociedad. Genera muchísima vergüenza tener a un miembro de la familia o alguien muy cercano que bebe, porque como no es algo evidente. Cualquier persona puede hacer una vida casi funcional y, sin embargo, solo lo saben los más cercanos o se intuye. Por eso, mediante la escritura pretende salvar esa incomunicación como el único medio a través del cual la narradora puede explicarse a sí misma e intentar comprender a ese padre ausente que le hacía sentir vergüenza y culpa. Y mediante ese proceso de comprensión pretender que la experiencia individual se convierta en colectiva, porque el alcoholismo fue un problema generacional.

Pero solo consigue retratar el ambiente de una familia de clase media acomodada, retratando su vida cotidiana, los veranos en Benicàssim, los viajes a París y Londres o su estancia en Inglaterra. La novela se restringe al terreno de lo autobiográfico que nunca trasciende la historia contada, que se limita a mostrar al lector una galería entreverada: el álbum de la infancia, la fijación de la memoria (¿qué memoria?) y una voz adulta (a veces titubeante, a veces acusadora) que vuelca sin pudor los recuerdos e intenta autoanalizar su vida, en general, y la relación con su padre, en particular.

TEMÁTICAS UNIVERSALES, HISTORIA PARTICULAR

De partida, el libro toca al menos tres de los temas más universales de la literatura: la familia como escenario del conflicto; la muerte de los seres queridos, en especial, padres o madres; y, las adicciones y sus consecuencias, en este caso el alcoholismo.

Sin duda, en la creación contemporánea de los últimos años, uno de los temas centrales ha sido el de la familia como conflicto. Incluso el cine ha contemplado el tema en los últimos tiempos con desigual resultado. Para ER explica que la familia es una cantera superliteraria y que, aunque en su trayectoria siempre la ha trabajado, detecta ahora la insistencia de un anhelo general de repensar la familia, y tiene claro el motivo: el feminismo: En los últimos años, el feminismo nos ha hecho pensar sobre muchísimas cosas que antes eran tomadas por pequeñas. La familia es una de ellas. Y lo interesante es pensar la familia no en términos privados, sino como un ente cultural, social y común: La familia es una institución que funciona como un Estado, con sus normas, sus costumbres y sus límites. Hablar de la familia es hablar de cosas mucho más amplias.

Evidentemente es así, pero lo que no es cuadra es cómo está retratada la familia en su libro. Lejos de ser un reflejo universal de las relaciones familiares se circunscribe al anecdotario particular de una familia muy concreta, cuya mecánica familiar resulta difícilmente extrapolable. Digamos que estamos más en un estudio de caso que en un estudio poblacional.

Por otra parte, la historia de la literatura dispone de muchos ejemplos de textos sobre muertes de padres o madres. Una situación humana que puede disponer de muchos enfoques, y el tono de esos enfoques suele definir al escritor que la aborda. Porque ante la muerte de un progenitor uno puede experimentar diversos sentimientos (miedo, rabia, desesperación, nostalgia y, por supuesto, tristeza). Uno también puede mostrarse ridículo y expresar su rendida e incontestable admiración por encima de toda lógica, pues ningún padre puede ser perfecto aunque uno pueda verlo así. Todas las reacciones son legítimas, pero no siempre canalizarlas a través de la creación literaria tiene porqué dar lugar a una obra inapelable. De hecho la muerte y el duelo no son el eje del libro de ER, en realidad la muerte del padre es el detonante de su escritura y el duelo un mero capítulo (dentro del apartado IV) que ocupa muy pocas páginas.

Lo mismo ocurre con el alcoholismo, otro rico filón objeto de la creación literaria: los ejemplos de novelas que abordan el alcoholismo y su impacto en la familia son numerosos: son obras que exploran cómo la adicción de uno de sus miembros afecta la dinámica familiar, provocando dolor, confusión y un sentimiento de culpa compartida. Material de construcción cuenta una relación destruida por el alcohol, el dolor, el daño que se está autoinfligiendo el padre (aunque nunca se para a analizarlo y considerarlo en profundidad), pero, sobre todo, el daño que está causando y se está autoinfligiendo la hija obligándose a callar para castigar a sus padres, no mostrándoles ningún tipo de sentimiento.

Así el tema del alcoholismo queda más circunscrito a las consecuencias que a las causas, con el consiguiente desequilibrio de enfoque. Porque se apuntan causas, pero muy de pasada (y con un fundamento a veces delirante): para atreverse a hablar (Me dijo que era muy tímido y que había empezado a beber porque el alcohol le ayudaba a soltar la lengua?, pág. 113); por la pérdida de la lengua (¿Acaso crees que perder tu propia lengua te deja ileso?, pág. 113); la infravaloración familiar (Mamá ha repetido muchas veces que, pese a ser el mayor, papá es el único al que sus padres no le pusieron un piso. «No lo quisieron —dicen—, a pesar de que siempre fue el mejor de todos los hermanos», pág. 123); el menosprecio de su mujer e hija (Tu hija ha sido marxista respecto a ti, no perdía la oportunidad para demostrarte cuán despreciable e insignificante eras para ella, aunque nunca lo hiciera de forma explícita, pág. 154); o, incluso, en el apartado final de las cartas, la mili, el alejamiento, la soledad y la socialización alcohólica propiciada por todo ello.

Sea como fuere, partiendo de unas temáticas de gran potencia universalizadora, la novela no acaba de remontar y se queda en el ámbito de una historia particular.

AUSENCIA DE CONTEXTO

Sin embargo, no consigue retratar el ambiente de Rentería de los años 80 y 90, ni el conflicto de fondo: apenas algunas vagas alusiones a la sombra de ETA, así como la violencia policial (más evidente, pero sin contextualizar), el conflicto lingüístico o el activismo político, del que el padre alardeaba verbalmente, sin participar realmente.

El marco en que se crio, se circunscribe básicamente a la familia. Así, pese a haber nacido y vivido en Rentería en un momento en el que el ambiente sociológico y político del País Vasco de los 80 lo impregnaba todo, nada de ello aparece significativamente recogido en el libro, pese a que la autora tiene claro que las personas no somos motas de polvo en el aire que van transitando por el mundo sin chocarse con nada, nacemos en un lugar y en un tiempo concreto, y eso también está en la identidad de una persona (elDiario.es). Sin duda el franquismo, la transición, la heroína, el euskera, las manifestaciones, los gritos, ETA, la Guardia Civil: todo eso también envuelve la construcción de la familia de los 80. Y eso sí es algo extrapolable.

Resulta significativo que en un relato en el que no se dice apenas nada sobre la situación socio-política del País Vasco, salvo algún apunte de su juventud (y la mención al Cojo Manteca, propiciada sobre todo por la entrevista de Jesús Quintero), realmente el único destacable sea una nota a pie de página, que tras una novela entera con un potente yo narrador, se verbalice a través de la noticia de un periódico. En realidad, lo que podría haber sido, a partir de este artefacto narrativo de la escritura del yo (el uso de la primera persona, los nombres propios y la referencia a hitos temporales), también la mirada a unas poblaciones y unos barrios, a un tipo de vacaciones, a una forma de crecer que conformaron la identidad de tantos niños, se queda en mera enumeración de anécdotas íntimas sin mayor relevancia: He comprado pan de sopa y le he pedido la receta a Amagoia.

Cabe destacar que el retrato de Rentería inicial como población degradada, contaminada y mal urbanizada contrasta sustancialmente con el de la Rentería moderna, recuperada y urbanísticamente rehecha, utilizando la ironía y el sarcasmo más delirantes: Han puesto artilugios para atar las bicicletas y cámaras de vigilancia por todas partes, suelos de goma en los parques infantiles y algo impensable: una bandera española en el balcón del Ayuntamiento. Seguros y perfumados como buenos ciudadanos, ahora nuestro único deber consiste en ser felices.

ELABORACIÓN POR ACUMULACIÓN

Pero ante todo es una narración reiterativa y, a ratos, inmadura de cómo uno asiste al declive inexorable de un ser querido. Con crudeza (a veces rayando en la crueldad) y con una cierta habilidad para trazar diálogos (sobre todo aquellos en los que interviene la madre). Así, un retrato familiar que podría haber resultado literariamente conseguido, en manos de ER resulta duro, sin concesiones, pero abrumadoramente reiterativo, y ya se sabe, la reiteración resta fuerza a las ideas y, sobre todo a los sentimientos, que van perdiendo fuelle.

A mi parecer sobran también páginas: puedo valorar la manera de escribir o la plasmación de diálogos, pero siento que en ciertas partes le sobran páginas y escenas: considero que hasta a parte II (pág. 130) no avanza. Muestra distintas caras de la situación familiar, en una acumulación de escenas (desigualmente escritas) que dan la sensación de bucle.

Pese a ello y haciendo un esfuerzo y entrando en el libro como novela, al final no sé qué quiere transmitir la autora, a dónde quiere llegar con su obra (y no con su escritura): entiendo el objetivo personal de describir esa situación vital y cómo le afecta. Por otra parte, el libro tampoco no me ha emocionado, y creo que no tanto por la historia, como por la forma en que está escrito: un estilo impersonal, frío que imposibilita conectar o sentir tristeza. En este sentido, solo las cartas del padre, en algunos momentos, lo consiguen.

CARTAS DESDE EL PASADO

Cuando, por fin, llegas al final ER (en su vida adulta) encaja (no se me ocurre otro verbo mejor) unas cartas: pretendidamente las causas de lo anterior. Las coloca al final y al lector no le queda más remedio que aguantar esta remate de intimidad (impacto de franqueza, dice la crítica) al que se ve sometido: cartas que poco aportan, pues introduciendo el punto de vista del padre, donde hay aspectos que se podrían haber explotado (con un par de líneas para saber que piensa la narradora, por ejemplo), simplemente se introducen y ya. Tras opinar y expresar sentimientos y emociones de todo episodio que aparece en el diario, ahora y desde la edad adulta, nada.

Datan de los años 70 y las firma aquel Juan Mari que fue, antes de ser padre. Un golpe de efecto por el que un personaje caracterizado, hasta la página 169, por la incapacidad de mostrar afecto pasa a escribir, 40 años atrás, escribe Hola, cariño o vida mía en esas cartas. Y todo parece cambiar, pero en realidad nada cambia; porque, evidentemente, Juan Mari no ha nacido borracho, ni ese descubrimiento va, por tanto, a modificar nada que no haya cambiado en las 168 páginas anteriores. En fin, el formato epistolar, aunque tiene su valor estilístico, tal como se presenta resulta innecesario.

No obstante y dado que quizá sea la parte más conseguida, merece la pena analizar su estructura. Se abre con una entrada del diario (8/11/ 2019) que da cuenta del hallazgo de las cartas y su lectura. A continuación se presentan las cartas del Primer manojo en este orden: siete cartas, dos postales y una carta final en la que menciona lo que ha pasado en Fuenterrabía (que da lugar a una amplia nota a pie de página: la noticia de EL País de 10/09/1976: DIMITE EL AYUNTAMIENTO DE FUENTERRABÍA). A continuación se abre un paréntesis de 14 entradas del diario que van desde el 16/11/2019 (entierro de las cenizas del padre) hasta el 10/10/2020 (encuentro de una foto del trío familiar cuando ella tenía 5 o 6 años). Después, sin previo aviso, se incluyen las siete cartas del Segundo manojo. Y se cierra la novela con una breve entrada final del diario (05/01/2021).

Estructura no casual. Las cartas del Primer manojo son las de un quinto recién llegado a su destino cuartelario que escribe a su novia. Sólo destaca la mención, en la última, del incidente de Fuenterrabía. El texto de la carta es escueto: Me he enterado por un periódico de lo que ha pasado en Fuenterrabía y desde luego no tiene perdón. Sin embargo la nota a pie de página documenta el hecho ampliamente (tres páginas) mediante la noticia de El País. Toda una declaración de intenciones… A continuación se introduce la cesura del diario sin el menor comentario a este primer bloque, pero con hechos muy relevantes del presente: el entierro de la cenizas del padre; la primera navidad sin él; el confinamiento en el campo con su marido (Lander) y sus dos hijos (Peru y Mikele); los paseos por el campo; el devenir del negocio familiar, la reanudación de la vida de la madre; el episodio con Jean-Luc, el vecino borracho… Junto a algunas reflexiones sobre su relación con el padre y un sueño. Y se cierra con los poemas de sus hijos a los abuelos. Así se introducen las otras siete cartas que ya recogen hechos muy significativos en la vida de los protagonistas, desde el comienzo de la afición alcohólica al embarazo de la novia. Y al final, la metáfora: el roble a cuyo pie están las cenizas del padre: los árboles seguirán creciendo.

EN FIN…

Es cierto que, al principio, el libro parecía prometedor: la narración en primera persona de la extraña relación entre la protagonista y su padre parecía interesante, pintaba bien el formato de diario; pero al cabo todo ha resultado inconexo y poco aprovechado.

Por otra parte el camino hacia nuevas formas de maternidad, nuevas masculinidades, giros de perspectivas, paternidades mediopensionistas y, en suma el cambio de roles de los núcleos familiares tradicionales que han articulado la construcción de la familia española durante décadas han venido formando el sustrato más o menos encarado de la narrativa de los últimos cincuenta años. ER dice haberlo detectado a través de la adicción, el extrañamiento, la enfermedad, la culpabilidad, la decepción y el bochorno como detonantes de una rabia que forma parte del pasado, que en su caso han supuesto la auténtica rebelión del secreto, el pudor y, sobre todo, la vergüenza (en este sentido, resulta como mínimo estrafalario la visión marxista de la vergüenza como motor del libro, pág. 154). Pero la novela como la herramienta para el desprendimiento, la intimidad y el perdón que al parecer ha sido para ella, no ha dado el salto literario de transmitir todo eso a este lector. No solo eso, sino que le ha dejado indiferente, ajeno y, en muchos momentos, estupefacto ante esa catarata de intimidades más o menos relevantes para quienes las vivieron, pero intrascendentes y tediosas para el receptor ajeno.

Material de construcción confeccionada precisamente con materiales diversos y dispersos, se queda en eso: materiales de construcción, pero acabamos su lectura sin que la construcción se materialice. Así, para acabar como empezamos sabiendo que las familias infelices lo son a su manera, eso debería haber sido lo que hiciera a esta diferente y especial (como, por otra parte, lo haría a cualquier familia observada de cerca). Al fin y al cabo, como escribe la protagonista narradora: Cada cual escribe su propio relato, cada cual con sus eufemismos.

«La tarea del arte es esa, transformar lo que nos ocurre continuamente en símbolos, en música, en algo que pueda perdurar en la memoria de los hombres.» (Jorge Luis Borges)

 

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