domingo, 7 de septiembre de 2025

«MARTINETE DEL REY SOMBRA»
Raúl Quinto (2023)



«Y qué poco hace falta para escribir este libro: la caligrafía limpia del Marqués de la Ensenada, el empeño viejo del obispo Vázquez Tablada con su casulla bordada de miedos, la firma del papa [siempre en minúscula] bajo la luz brutal de las estatuas, la boca de Fernando VI diciendo sí.»


UN TAL QUINTO

Raúl Quinto (Cartagena, 1978), se licenció en Historia del Arte por la Universidad de Granada y ejerce la docencia, como profesor de Historia, en un instituto de Secundaria de Almería, ciudad en la que reside. Se ve como un ovni raro en el mundo de la narrativa, ya que la mayor parte de su obra se circunscribe al mundo de la poesía, con libros como La piel del vigilante (2006), La flor de la tortura (2008), Ruido blanco (2012), La lengua rota (2019) o el cuaderno Sola (2020). Asimismo, ha cultivado la narrativa híbrida en libros como Idioteca (2010), Yosotros (2015) e Hijo (2017). Además, es uno de los coordinadores de la Facultad de Poesía José Ángel Valente y ha colaborado como crítico en publicaciones como la revista Quimera.

Dos años después de publicar una primera novela, La canción de NOF4 (2021), ha retomado la prosa con MARTINETE DEL REY SOMBRA (2023) para tratar uno de los episodios más atroces y silenciados del siglo. XVIII: la «Gran Redada». Se trata de un «ensayo novelado» (¿?) con una original interpretación histórica que, editado en 2023 por la pequeña editorial aragonesa Jekyll & Jill (ya va por la sexta edición), ha sido galardonado con el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Cálamo Otra Mirada,  y con el que ha obtenido el Premio Nacional de Narrativa 2024 (otorgado por el Ministerio de Cultura y dotado con 30.000 euros),  tomando el relevo de Pilar Adón, ganadora de la edición anterior tras una larga lista de galardonados (Fernando Aramburu, Juan Bonilla, Almudena Grandes o Cristina Morales, entre otros).

Quinto asegura que es su libro más narrativo, aunque no llega a ser una novela, en el que hay un tono bastante poético, ramalazos y fragmentos claramente ensayísticos y de crónica histórica. Es una especie de monstruo literario, el género en el que me muevo más cómodo.

HILOS DESILACHADOS

Dos hilos narrativos débilmente ligados configuran este Martinete. Por un lado, está el de la monarquía española de la primera parte del siglo XVIII y, sobre todo, de Fernando VI; por el otro, el de la represión desatada contra los gitanos el 30 de julio de 1749, que supuso el arresto masivo de la población gitana española (la Gran Redada), oficialmente denominado Prisión General de Gitanos.

La primera trama se centra, pues, en la acción política, la vida y el pensamiento de los primeros Borbones españoles en el marco de la victoria de la Casa Borbón-Anjou durante la Guerra de Sucesión. Quinto retrata a los tres primeros reyes de la Casa que ocuparon el trono de España: Felipe V, Luis I y, sobre todo, al auténtico protagonista de la obra, Fernando VI, el rey sombra, abandonado a la incertidumbre y la soledad y, al mismo tiempo, despreocupado de la suerte de la nación y de las decisiones que se toman en su nombre. A través de una serie de biografías, tan alucinadas como fragmentadas, se ofrece toda una maraña de intrigas políticas, boatos escandalosos y tragedias personales Las figuras históricas que lo encarnan: son, entre otras: la hedonista Bárbara de Braganza, el astuto Zenón de Somodevilla y Bengoechea (Marqués de la Ensenada), el malogrado rey Luis I o la infortunada María Luisa de Saboya, además de un todo elenco de cortesanos que incluye ministros, cantantes, clérigos, diplomáticos y científicos.

La segunda línea argumental aborda un tema apenas explorado, al menos desde el punto de vista de la ficción: el antiziganismo español, tratado aquí con ocasión de aquella operación de captura, esclavización y exterminio del pueblo gitano firmada por Fernando VI, con el apoyo de la Iglesia católica y bajo la batuta del Marqués de la Ensenada. En una sola noche, las fuerzas del orden apresaron a miles de gitanos en todas las ciudades españolas para encarcelarlos, separar a hombres de mujeres, esclavizarlos en pro de la reconstrucción de la Armada y acabar con ellos.

El libro intenta articular esos dos hilos narrativos con cierta voluntad estilística, amparada en un lenguaje preciso y lírico a partes iguales. La narración de la vida en la corte borbónica pretende moverse entre la exigencia del historiador y la libertad del novelista para dejar en evidencia las costuras de una política mundana a la vez que grotesca, que se desarrolla entre la fastuosidad de las naumaquias en el Tajo, el trasfondo regenerador del Siglo de las Luces (que nunca llegó a prender del todo en España) y el desgarro psicológico de unos monarcas alienados por el delirio, la demencia y el terror existencial (y escatológico). Pero las descripciones de la vida de los gitanos atrapados en los arsenales gaditanos, en el palacio granadino de Carlos V y en la alcazaba de Málaga no dejan de ser genéricas y poco ilustrativas, por lo que el desfase respecto a la otra línea argumental, profusamente desarrollada, resulta notorio. Por ello, a mi parecer, no acaba de funcionar el artefacto ni literaria ni historiográficamente, como trataré de explicar,

LA CUESTIÓN (INTRASCENDENTE) DE LOS GÉNEROS

La crítica especializada dice que la obra de Quinto se caracteriza por su voluntad de situarse en la frontera entre géneros aportando imaginación y voluntad de estilo al discurso narrativo y humanizando a los sujetos de la historia mediante su conversión en personajes de su historia. Y de esta obra, en concreto, que guarda una temática cercana a Mister Witt en el Cantón de Ramón J. Sender (imagino que en el sentido de que no es posible separar las historias personales de las globales.); que recuerda, por momentos, el estilo de Bomarzo de Manuel Mujica Laínez (¡ya quisiera!); y que cuenta con un comienzo cercano a lo teatral en los capítulos iniciales. En general, todas las críticas destacan la potencia del lenguaje; de hecho, el jurado del Premio Nacional de Narrativa habla de estilo rico en matices, pródigo en metáforas y magníficas descripciones.

Quinto ha explicado en alguna ocasión que planifica tanto sus obras poéticas como narrativas de una forma muy similar, variando solo algunas estrategias concretas. De hecho, a medida que avanza el libro se decanta por una prosa más poética y lo que inicialmente iba para novela se convierte en un híbrido (por no decir un totum revolutum) de novela histórica, crónica, biografía novelada, ensayo y poema en prosa. No quería hacer una novela histórica al uso, y la presencia de algunos elementos irracionales o fantásticos en la narración le pareció la mejor manera de apartar categóricamente la posibilidad de que la obra pueda ser considerada como novelística histórica. Sea como fuere, resulta difícil encuadrar literariamente el libro: en la nota final, Quinto habla de una novela que […] se negó a serlo; la crítica habla de novela disfrazada de ensayo o ensayo disfrazado de novela; el jurado del Premio Nacional de Narrativa adujó que crea un original ensayo novelado de interpretación histórica, ponderando el valor de derribar fronteras entre géneros para contar el silenciado e implacable exterminio del pueblo gitano y reflexionar acerca de cómo se construye la historia y el olvido.

Si bien es cierto que, cuando un autor describe el conjunto de costumbres ajenas y una sociedad pretérita, el lector actual suele estar más dispuesto a aceptar como verdad lo que se afirma, a creer las cosas más extrañas que se le puedan contar de una gente lo suficientemente desconocida y extravagante enmarcada en un suceso tan inconcebible como la Gran Redada. Pero, igualmente cierto es que para que esa verdad cale y, sobre todo, cale afectivamente ha de venir refrendada por una personificación en la que proyectar esas emociones: un Gabriel Araceli (Episodios Nacionaleso   unos Saint-Evremont (Historia en dos ciudadesque en su individualidad sostengan el patrón universal.

Sin duda Martinete del rey sombra es una obra insólitamente rica en metáforas, símbolos y senderos de varia especie que se cruzan y entrecruzan sobre la piel rugosa de una geografía y un tiempo muy concretos, pero que el autor amplia, una y otra vez, hacia el pasado y el futuro, hacia otros ámbitos y territorios, no reproduciendo literalmente la realidad que documenta como historiador y ve con ojos de poeta, sino pretendiendo crear nada menos que una realidad cuyo ámbito trasciende el momento, lugar y acontecimientos de la Gran Redada, intentando presentar una cartografía del poder (concretado en la monarquía borbónica) y la desdichada historia del colectivo gitano en las sucesivas etapas de su peregrinaje vital. Ambos intentos, además de discutibles y controvertidos en su presentación (O al revés. Como si eso importase, p. 50; No está muy claro si esta historia tal cual es verdad, pero nos vale igual. p. 95), no están conseguidos por la sencilla razón que la presentación y análisis de la Gran Redada, eje axial de la obra, no lo está en absoluto. Da igual el género que se utilice o su mezcla o cualquier otro aspecto de clasificación, lo importante es que lo que se cuente se cuente bien, tanto en el fondo como en la forma.

EJERCICIO (INSUFICIENTE) DE ESTILO

Lo cierto es que, rastreando los rasgos de estilo, veo que se circunscriben a la alternancia de frases largas con otras breves y cortantes, un ritmo sintáctico marcado por un lenguaje moderno (Puto loco, p. 38; Qué tipo, p. 49), diálogos encubiertos (que no lo parecen: Ya puedes irte a morir, Juan Fco. Ya no tengo nada más que decirte. Y no le dijo ya más nada y Juan Francisco León murió, p.136; Zenón de Somodevilla y Bengoechea, queda detenido en nombre del rey. Usted ya no es nada. Vístase que en diez minutos partimos al destierro. Permitirán que al menos me maquille en condiciones que aún no somos salvajes, contesta él, p.146), datos históricos o anécdotas varias (como la de la implantación de la peluca, por la alopecia de Luis XIV, p. 93); fragmentos líricos; descripciones reiterativas (el excesivo Solo que repite 416 veces en dos páginas, 161-162) ; saltos temporales de las diversas piezas; tono ácido (unas veces poético, otras humorístico, y otras anecdótico evidenciados sobre todo en los pasajes donde se describen los accesos de locura de algunos personajes); léxico no siempre preciso (aunque se haya calificado como tal); y variados mecanismos poéticos (como rimas temáticas, especularidades compositivas de repetición y continuidad, ecos lingüísticos, enumeraciones, etc.).

El estilo, siendo quizá lo mejor del libro, no acaba de ajustarse al objetivo de la obra, porque presenta una innecesaria prolijidad léxica y una acumulación de ritmos repetitivos. Así, despliega un léxico trabajado y preciso que, pudiendo abrir un enorme abanico de matices, al caer en retoricismos fácilmente discernibles (y en ocasiones evidentemente tendenciosos) pierde parte de su fuerza. Baste como ejemplo, el uso inmoderado de adjetivos, que como indicaba Gertrude Stein encubren el intento de producir impresiones en el lector. Ahí está el estilo seco y directo de Corman McCarthy en La carretera, por ejemplo. Trufado de aparentes certeras y desiguales descripciones (magníficas, unas veces; trilladas, otras) y con un ritmo sintáctico que no siempre funciona, como ocurre cuando, al intentar plasmar la tragedia del pueblo gitano, se refugia en el lirismo lorquiano, sin lograr trascenderlo o sobrepasarlo (se queda en la luna, la fragua, el camino o el quejío), ni tan siquiera emularlo, pues hay más contundencia sobre la cuestión gitana en Prendimiento o Muerte de Antoñito el Camborio que en todo este libro.

Pero, quizá, el principal reproche que se puede hacer a todo esto sea el tono, eso tan difícil de lograr para el autor y tan complejo de percibir y explicar para el lector. En este caso parece estar entre un didactismo histórico progre (qué alejado del de Stefan Zweig o Isaac Asimov), un sarcasmo granguiñolesco y una crónica periodística impostada del pasado, que no parece el más adecuado para la literaturización de un genocidio.

LA VOZ DE SU AMO

Otro elemento que la crítica estima destacable de esta «no-novela» es el narrador. Sepamos, el narrador que el autor escoge para la historia en ocasiones habla en primera persona del plural (dijimos, p. 125); a veces se muestra omnisciente y entrometido como el prototípico de la novela realista, con alusiones al proceso de lectura: Así lo deja todo en orden antes de salir de este libro para siempre con la satisfacción del deber cumplido (p. 125) o al propio lector: Ahí lo dejamos, hasta que lo volvamos a ver dentro de unos cuantos capítulos (p. 30), o Qué es eso ante tanta luz. Decidme. Qué (p. 99). En cambio, con Fernando VI o el Marqués de la Ensenada nunca abandona la tercera persona, estableciendo una clara distancia: dejando ver que el narrador (o, mejor dicho, el autor) que si bien puede comprender al personaje (o incluso empatizar), nunca se identificará con él.

Al mismo tiempo juega con los tiempos verbales, pasando del presente al pasado y viceversa, y con el uso reiterativo de adverbios temporales (ahora) y de lugar (aquí, ahí) en una pretensión de situar al lector en el pasado y a los personajes en el presente. Juego retórico que en no pocas ocasiones resulta farragoso, oscureciendo la línea temporal de la historia pues deja al lector sin parámetros espaciales o temporales.

Se puede decir que, en general, este narrador, parece él mismo autor en su rol de profesor durante una de sus clases, mostrando, por ejemplo, en un mismo párrafo las ambiciones del Marqués de la Ensenada como si las manifestase el propio personaje; para, en la oración siguiente, pasar a describir algún rasgo del político en un manifiesto descriptivo; y finalizar, cambiando el foco al lector, para recordarle que alguna cuestión la dejamos pendiente en el capítulo anterior. Este tono didáctico que, sobre el papel, podría haber aportado frescura y dinamismo, no acaba de funcionar en un texto que, por otra parte, pretende tener un tono lírico, con evidentes pretensiones semánticas y estilísticas (nunca plenamente conseguidas) en el que, además, no hay una sola línea de diálogo.

El problema es que, al final, la voz del narrador es la que queda: no la de los personajes, no la de la historia, no la de las colectividades; esa voz pretendidamente proteica silencia todas las voces, sobre todo, mira por dónde (p. 139) la de los gitanos.

LA MALDICIÓN DE LA SANGRE (BORBÓNICA)

Hay que decir que, a priori, los mimbres del libro resultan muy sugestivos. De un lado, el pueblo más difamado, perseguido y unánimemente subyugado de la historia, cuya imagen colectiva el autor pretende sea vista como manifestación insuperable del estigma racial; del otro lado, las primeras décadas en España de los Borbones que se presenta como epítome del mundo gitano, y que, desde la perspectiva contemporánea, el retrato de los monarcas, tanto españoles como extranjeros, resulta bastante duro, lo que podría parecer lógico teniendo en cuenta el momento histórico, en que estaban en juego aspiraciones opuestas de extensión territorial. Pero el crítico retrato que se hace de Fernando VI, aunque cuente con momentos de comprensión hacia su soledad y su dolor tras la muerte de su esposa, el modo de describir cómo cae gradualmente en la locura y la sugerencia entre líneas de una cierta tendencia de sangre hacia la melancolía y la enajenación parece apuntar un retrato ciertamente sombrío y desfavorable de la dinastía (¿y por extensión de la monarquía?): Una gota de sangre, diminuta y extraña, en la mejilla de su nieto, el príncipe Fernando, que se mira al espejo y dice soy Borbón. Y lo es. Desde la larga escalera del castillo de Auvernia hasta el sonido de una bala reventando la cabeza de un niño de 14 años en un palacio de Estoril o la cabeza del esquiador manchando de nieve blanca con más sangre y más siglos (p. 93).

DE LA REVISTA AL LIBRO

El autor ha declarado conocer los hechos a través de un informe de la historia del pueblo gitano en España publicado en una revista. A partir de ahí, comenzó su investigación y se encontró con un intento de extermino que duró dieciséis años, que supuso la muerte de muchas personas y que generó enormes y persistentes consecuencias en la convivencia entre payos y gitanos. Esa chispa inicial le llevó a la escritura, pretendiendo esbozar un libro de contrastes: entre la realidad y la ficción; entre el lujo de la corte de Fernando VI y Bárbara de Braganza y la inmundicia y la miseria de sentinas, sótanos y mazmorras donde acaban los gitanos; entre lo individual y puntual de los personajes de la corte (el Marqués de la Ensenada, Farinelli, José de Carvajal, etc.) y lo colectivo e informe de los gitanos… Hasta llegar a una historia de locura, soledad y muerte (p. 38), asociada a una visión (más bien tendenciosa) de cómo actúa el poder, mientras el tema gitano queda reducido a una crónica repetitiva, estereotipada y poco o nada conmovedora.

Por eso, me parece un libro malogrado, pues pienso que, partiendo de un filón tan rico, debiera haberse obtenido un mejor resultado, más allá de un ejercicio de estilo (poco logrado): intentando trascender categorías genéricas e intereses específicos por la historia española del siglo XVIII se ha quedado en un ejemplo contradictorio de cómo relatar la historia, al no lograr sobrepasar las posturas de divulgación que dan luz a unos relatos y omiten otros.

ASÍ SE ESCRIBE LA HISTORIA

Porque Quinto, en su intento de fijar elementos comunes entre los gitanos (colectividad) y las figuras de gobierno (individuos) que funcionasen como bisagras que le permitieran cambiar de un plano a otro, ha perdido el relato del colectivo en aras de un prolijo desarrollo del de los individuos. Así, en este relato que pretende establecer un paralelo equitativo, una historia sin villanos, en la que todos sufren emplazados por el destino en función de sus actos (que su mirada contemporánea juzga deleznables), lo que falla es precisamente eso: no hay equilibrio, ni emoción afectiva (y mira que abundan las posibilidades, como por ejemplo pararse en la vida de alguno de los condenados a galeras), ni ese halito de realidad, emoción y vida que destilan las obras de Benito Pérez Galdós o de Charles Dickens.

Obviando el cambio de paradigma en la ficción histórica (instaurado por autores como Fernand Braudel, E. P. Thompson o Howard Zinn) que propone concentrar el foco narrativo en los individuos normalmente excluidos en el registro histórico, y que Juan Gómez Bárcena aplica magistralmente en Lo demás es aire (2022), cae en lo que quizá quiso evitar, dar luz (aunque sea tenebrista) a los personajes históricos canónicos y dejando, una vez más, escasamente iluminados a los marginados de la historia.

Una de las características de las ficciones históricas son los detalles ambientales, esa precisión dirigida a contextualizar al lector en los momentos y acontecimientos históricos (y que exige una rigurosa documentación y una no menos minuciosa presentación). Sin embargo, esta obra solo muestra los datos precisos y exactos para situar ciertos acontecimientos, presentados como flashes de la corte (tan importante es lo que se muestra, como lo que se descarta), sin ubicarlos en el conjunto y sin proporcionar detalles narrativos de personajes gitanos necesarios para ofrecer una visión panorámica de la historia, tanto de una parte como, sobre todo, de la otra (la de las víctimas). Faltan todas aquellas circunstancias pertenecientes a la vida privada y de carácter doméstico que dan verosimilitud a una narración e individualidad a los personajes, que en el caso de los gitanos brillan por su ausencia (nadie tiene rostro esta noche, hemos dicho, nadie, p. 16): haciendo hincapié en los Borbones reinantes y en sus antecesores y sucesores, parece pretender asentar una visión antimonárquica centrada en los Borbones como locos o vanos, extensiva a una manida visión del poder como ejercicio implacable y henchido de pompa y circunstancia, dejando la gran tragedia del pueblo gitano en un cúmulo de generalidades y un exiguo número de casos concretos documentados (y nunca desarrollados).

Una historia colectiva como la de los gitanos parecía pedir un tono épico, pero como el libro está lejos de la epopeya (pues no sigue ninguna de sus reglas), el resultado depende de la habilidad con que el autor se vale de la documentación disponible y, sobre todo, de su capacidad de invención. La escasez de materiales supone, desde luego, una dificultad, pero para quienes leen en profundidad en la historia y en la psicología humanas, las pistas concernientes a la vida íntima y familiar de unos personajes (sean gitanos, escoceses o chinos), echando mano de la imaginación (donde no llega la documentación, imaginación), dan de sobra para haber posibilitado una ficción que resultase creíble y, sobre todo, capaz de seducir al lector con esa mezcla de ficción y realidad que está en toda buena novela histórica (y en general en toda buena literatura).

UNA CIERTA MIRADA (DESEQUILIBRADA)

El resultado es un retrato parcial (como poco) de la monarquía borbónica de la época. Quinto pretende diseccionar las prácticas, los conflictos y los ritos del Estado del antiguo régimen a partir de unos estereotipos tendenciosos: el hedonismo de Bárbara de Braganza, la astucia del Marqués de la Ensenada, el fracaso de rey Luis I o el infortunio de María Luisa de Saboya, entre un elenco cortesano mucho mayor que incluye ministros, cantantes, clérigos, diplomáticos e ilustrados. Esos retratos tópicos complementan la información obtenida de fuentes históricas para situarlos en su tiempo, con toda clase de vicios, inhumanidades y crueldades normalizados, pero también como víctimas de miedos, enfermedades, afectos y susceptibilidades. Todo un cuadro psiquiátrico detallado con tintes alucinatorios, sobre todo el del rey sombra: no en vano el libro comienza (Han vestido al rey muerto con sus mejores galas, p. 9) y termina con él (Y el final del dolor fue todo suyo, p.167).

Esto llama poderosamente la atención, por cuanto el autor ha declarado asumir como eje de toda conciencia histórica que detrás de cada acontecimiento, de cada régimen político, de cada episodio, hay personas, con todas las contradicciones y complejidades que ello implica, pero también con la mezcla de los mismos materiales que se ha construido la historia y la vida de los hombres desde siempre (emociones, intereses y opiniones) y que habrían permitido la introducción de algunos relatos novelescos en torno a determinados personajes víctimas de la represión. Aunque el narrador puntualmente expone (muy pocos) casos concretos de los padecimientos de algunas personas en varios puntos de la geografía española, en tales ocasiones, aparte de que nunca se desarrollen más allá de la parca documentación, la voz del narrador se impone en exceso sobre la interpretación de la realidad y los avatares colectivos resultan reiterativos. Lo cual, frente a ciertos capítulos donde se aporta un exceso de datos históricos, limita la cohesión del libro.

PERSONAJES, ¿QUÉ PERSONAJES?

Posiblemente el libro puede funcionar como memoria literaria de esa lamentable intentona de exterminio de una raza (una más de las asechanzas sufridas por los gitanos a lo largo de los tiempos y las geografías), así como un cierto conocimiento (ciertamente sesgado) del momento histórico en que se inscribe, así como algunas anécdotas al respecto, pero poco más. Nada, por otra parte, que no se pueda leer con más precisión y objetividad en cualquier manual mínimamente riguroso de la Historia de España del siglo XVIII, o sin ir más lejos, en Wikipedia.

Es por ello que ninguno de los personajes del libro quede en la mente; ni siquiera Fernando VI, el más perfilado, el que se siente más real, tampoco acaba de lograrlo porque el autor, de alguna manera, acaba introduciendo en su caracterización, un tono de grand gignol que impide que se sienta como tal. Quizá porque solo se pueden crear personajes cuando se ha estudiado en profundidad a los hombres, del mismo modo que solo puede hablarse una lengua si previamente se ha dedicado mucho tiempo a aprenderla.

El libro se reduce, así, a una colección de retratos individuales (ninguno gitano que merezca tal calificación); no da la sensación de que los personajes estén enlazados entre sí, como las personas de la vida real, por el azar o el destino más que por la elección deliberada de la compañía del otro. El foco de interés es individual, nunca muestra a los personajes a través del efecto que ejercen unos en otros, sino en su singularidad, pues las interacciones no son personales, sino históricas (exclusivamente de acontecimientos documentados). Un intento de entrelazamiento argumental se da en los capítulos XVII-XVIII-XIX en lo que a través de un motivo naval se pretende establecer una relación de contraste y vivencias entre, respectivamente, los gitanos embarcados con destino a La Graña del Ferrol, la corte en su paseo orgiástico-festivo en la Escuadra del Tajo y las gitanas embarcadas con destino a la Casa de la Misericordia, que queda en más de lo mismo: en la tierra o en el agua los parámetros narrativos se repiten.

Es más, por estar centrado sobre todo en los Borbones el libro puede a veces parece un estudio de psicopatías, donde las penas que sufren las personas por sus particulares anormalidades de temperamento son visibles en la superficie, obviando (pese a los saltos temporales y espaciales) el significado más profundo de que la desgracia y la opresión humanas (en general; y la de los gitanos, en particular) son universales. En las vidas normales, esta desgracia con frecuencia queda escondida, lo que es más triste, es que quede más escondida la de quienes la padecen, que la del que la inflige. Y el libro repite este patrón.

DIFICULTAD DEL MARTINETE

Por otra parte tenemos el intento de reconstruir la historia como un martinete flamenco, ese palo de letras tristes y tono monocorde, derivado de las tonás que los gitanos cantaban en las fraguas de Cádiz, interpretado sin guitarra (a palo seco), aunque veces se acompañase con sonidos que recordasen los propios de una fragua, golpeando algo de metal (su denominación hace alusión al martillo con el que trabajaban los herreros o los fuelles gemelos, que se llaman martinetes, utiliza en las fraguas).

Pero el martinete es un cante que exige grandes facultades para interpretarlo de modo adecuado: una voz honda, rota y larga de quejío. Y Raúl Quinto, en mi opinión, no posee hoy esa capacidad para interpretar este palo flamenco, donde cada palabra ha de resonar con intención y fuerza. A los hechos me remito: esa alternancia, entre lo narrativo y ensayístico, queda abortada por su incapacidad para asumir la novela, supliendo con la ficción las lagunas de las que la historia del pueblo gitano adolece (Todo lo que sabemos de este pueblo está contado desde fuera de él, p. 100). De tal forma que la crueldad de los hechos históricos no resuena en el presente con la fuerza que la ficción podría haberle dado (falla el martinete), aun cuando Quinto es consciente de que, como postula Junot Díaz, para contar algunos episodios brutales de horror colectivo el realismo se asfixia en su razón instrumental, y resulta necesario emplear la fantasía o la irracionalidad (en suma, la novela) para narrar ciertos episodios terribles de la historia. Sin embargo, ha explicado los acontecimientos y relaciones de ese pasado y ha detallado tanto los caracteres y sentimientos de sus personajes con un lenguaje entre lírico y cheli y un tono entre el sarcasmo y la hipérbole que distancia al lector del desgarrador drama que la Gran redada supuso para el pueblo gitano.

Y lo que ha aplicado al lenguaje, está aún más presente en los sentimientos y las costumbres. Las pasiones, cuyas fuentes pueden tener todas las variedades que se quieran, son generalmente las mismas en todas las clases y condiciones, en todos los países y épocas. El uso de un lenguaje trufado de palabras y giros fraseológicos modernos y de una mirada postmoderna (caracterizada por el relativismo, el individualismo y la deconstrucción de grandes relatos) de la historia rebajan el nivel de la obra, pues una cosa es hacer uso del lenguaje y los sentimientos que nos son comunes a nosotros y a nuestros antepasados, y otra revestirlos con los sentimientos y expresiones válidos tan sólo para nosotros (Lo que ocurre es que José de Carvajal y Lancaster se pone enfermo y tras tres días de fiebres rompe la baraja y se muere, p. 140; en el corazón de La Mancha, se han juntado medio centenar con palos y navajas, dos pistolones y toda la mala hostia de este mundo, p. 146).


Creo que no ha conseguido el pretendido equilibrio entre la exigencia del historiador y la libertad del novelista, quedándose en una clase progre de historia de Bachillerato intercalada por fragmentos de prosa poética. Por eso la reflexión acerca de cómo relatar la historia y desde qué intereses se han construido unos relatos y se han omitido otros no se sigue del libro, por mucho que, en las entrevistas y diálogos en los que ha intervenido, el autor haga hincapié en ello. Como decía Thomas Wolfe: El modo en que las cosas resultan no tiene nada que ver con lo que uno espera que sean….

«Por supuesto, no se ha tratado por el ámbito artístico, por la ficción, que a veces termina construyendo la memoria colectiva mucho más que los estudios de historia». Raúl Quinto.


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