«LA REINA DE LAS NIEVES»
Carmen Martín Gaite
(1994)
«Son demasiados datos de una vez, demasiados espectros colándose en esta amalgama vida-literatura que cada vez se va espesando más, a medida que leo»
NARRACIÓN DEMORADA
Tras
el éxito de Nubosidad variable
(1992), Carmen Martín Gaite (CMG) publicó LA REINA DE LAS NIEVES (1994),
novela que había empezado a escribir en los años '70 y finalizaría tras
sucesivas tentativas. Intentó escribir una novela más actual (la acción se
sitúa en el Madrid de los del final de los '70), con unos personajes
aparentemente más cercanos y dotándola de un cierto aire gótico (tanto en
ambientación como en caracterización de personajes): «Es una novela
romántica, muy espectral. La distinción difícil que tiene el
protagonista entre la alucinación y la realidad se llega a propagar al lector.
Es una novela que tiene bastante de mis raíces gallegas».
Sus obras escritas en los '80 y '90
se caracterizan por la creación de «un
mundo nuevo representado por los cuentos de hadas y lo que éstos suponen de
subversión al crear un universo deseado», frente a su doloroso mundo real, marcado por la muerte de
su hija Marta Sánchez Martín en 1985, quien inspiró Caperucita en Manhattan (1990) y que aparece en la dedicatoria
de ésta: «(…). Y en memoria de mi hija, por el entusiasmo con el que
alentaba semejante colaboración». Al reconocer que «el pasado no puede destruirse
(su destrucción conduce al silencio); lo que hay que hacer es volver a
visitarlo, con ironía, sin ingenuidad» (como hace el protagonista de la novela), la vuelta al
cobijo de la infancia, a los cuentos de hadas supone un intento de resolver
el problema de la incomunicación (constante preocupación en su obra).
Aquí se narra el esfuerzo de un
personaje por recuperar su pasado y recobrar una identidad que cree perdida. La
reconstrucción de su historia personal se compara con el intento del protagonista
(Kay) del cuento «La Reina de las Nieves» (1844) de Hans Christian
Andersen (reinterpretado con elementos narrativos, temáticos y simbólicos
para intentar crear una historia de carácter universal y atemporal), de formar
la palabra eternidad con el rompecabezas del Juego de la Razón Fría.
Convierte pues el cuento de hadas en el «telón de fondo en el que el
protagonista va tejiendo su propia trama narrativa», proyectando su vida
sobre él, al tiempo que lo integra en la narración.
TRAMA DE CUENTO
La obra
de Andersen se caracteriza por la
capacidad para transmitir mensajes profundos a través de historias
aparentemente simples mediante un estilo poético. «La
Reina de las Nieves» utiliza la historia de dos amigos, Gerda y Kay,
para explorar temas como la amistad, la lealtad y la lucha contra el mal. Personajes complejos y bien desarrollados que
evolucionan a lo largo de la historia, aportando profundidad y emoción. Cuento profundamente alegórico tiene
la nieve y el hielo como símbolos de diversas emociones, situaciones y temas: además
de simbolizar la muerte y la soledad, aquí representan la frialdad y la
distancia emocional. Asimismo, la nieve simboliza la pureza e inocencia de Gerda, mientras el hielo representa la dureza y la
falta de sentimientos del Kay (hechizado por
la Reina de las Nieves, tercer pilar de la trama).
Por su parte, la novela, esquematizada
la trama principal, resulta un tanto folletinesca. Tomando como referente simbólico el cuento de Andersen (con el que comparte carácter
simbólico y metafórico patente en numerosos aspectos: las esquinas, las vallas,
los mamuts, el itinerario, la pesquisa, los rincones…; y, sobre todo, el mar), relata las peripecias de dos personajes cuyas dos historias (con adulterios,
leyendas misteriosas, nacimientos ocultos, etc.) se irán entremezclando, hasta
la identificación total. Leonardo
Villalba Scribner (Leo),
el joven e insatisfecho protagonista, heredero de una fortuna tras la trágica
muerte de sus padres, ha pasado una temporada en prisión por su afán
transgresor y por su peligrosa afición a los ambientes turbios: después de una
vida caótica y sin rumbo, llegará a los brazos de la madre y conocerá la
felicidad y el abandono. Casilda
Iriarte, escritora
retirada, señora de la Quinta Blanca (que compró a Leo) fue el verdadero amor de Eugenio Villalba Guitián (padre de Leo) y, poco a poco, irá revelando la identidad
de su carácter y los secretos que comparte con el protagonista. Y junto a
ellos, toda una galería de bien perfilados secundarios: Rosa Figueroa (niñera del padre de Leo); Tola (nieta de Rosa; sus padres se desentendieron de ella
dejándola al cuidado de sus abuelos y marchándose a América; cuando Rosa murió
fue internada en un asilo); Don
Ambrosio (párroco de la
aldea gallega); etcétera.
Leo ha perdido todo: la infancia, el
pasado, las raíces, los cuentos de la abuela (alrededor de los que giraba el
mundo de su niñez). Incluso se ha perdido a sí mismo, porque, al igual que a Kay se le ha metido un cristalito en el ojo y se
le ha instalado en el corazón. Lo único que le queda son las palabras: su literatura
de marginados (su padre le llamaba el extranjero, en alusión
a la obra de Camus). Eso es lo único que le queda: literatura, palabras…
Lo conocemos durante sus últimos
días en prisión, contando a su compañero, Julián Expósito, cuentos que le susurra la luna, en un
capítulo (en que resuena El beso de la Mujer
Araña de Manuel Puig) que es otra historia en sí mismo y
además una de las más hermosas. De allí sale para protagonizar esta historia; regresa
al mundo de esquinas (Leo tiene una curiosa
teoría sobre vallas, límites y esquinas): Adiós. Salgo a pegarme golpes
contra las esquinas. Nunca podré olvidarte. Y es la confluencia entre ese
mundo y el suyo propio la que le hace volver al pasado y recomponer la historia
familiar. Su pasado es el Juego de la Razón Fría y, ante todo, un
escenario, la Quinta Blanca, la casa que su familia posee en un pueblo del
norte de España. Una mansión situada junto a unos acantilados, junto a un faro,
junto al mar. Y será ese escenario el que Leonardo evoque una y otra vez
mientras intenta encontrar un punto de referencia e intenta poner orden en su
vida
Pero le resulta imposible huir de
sus fantasmas (los de sus padres muertos y el de su abuela). Mientras intenta
huir se enreda cada vez más en sus propios acertijos, escondidos en los bares,
en los desconocidos que pueblan la noche de Madrid. Cada vez más confuso,
sintiendo más vértigo, comienza a añorar, a desear, a necesitar todo aquello
que no supo valorar en el pasado. Su infancia, sus padres, su abuela, la Quinta
Blanca, el cuento de Andersen. Como Kay, necesita una Gerda
que le rescate, que le haga estar vivo otra vez (saber quién es, de dónde viene
y, sobre todo, a dónde quiere ir). Y, como Gerda,
emprende la pesquisa para comprender, al fin, que en ese personaje que tanto le
ofuscaba de niño y «su resistencia a escuchar los cantos de sirena que
pretendían disuadirla y torcer su camino, ahí es donde está la aventura, la
razón de ser del cuento, la verdadera lección de rebeldía contra el destino».
Como Ulises que regresa a Ítaca (referenciado
por dos veces en el texto de Constantino Caváfis), emprende aun sin
saberlo el camino a la casa que fue el centro neurálgico de su infancia. Solo
allí podrá descongelarse (hielo) su corazón.
Solo desde ese corazón descongelado acudirán las lágrimas
a sus ojos arrastrando consigo el cristalito. Porque solo cuando se entierran
definitivamente los mamuts del pasado (como
los llama el camarero de uno de esos locales nocturnos) que vuelven a cada
tanto para embestirnos, se puede renacer (a la vida).
FIABILIDAD Y ESCAMOTEO
CMG
trataba de forzar al lector a participar más activamente en el proceso de
creación de la obra literaria. Aludía reiteradamente a este hecho,
insistiendo en la necesidad de guardar, respecto al lector, la misma actitud
que el hablante tiene ante al oyente: aquí podemos hablar de la aparición de la
«pesquisa», concepto recurrente en sus escritos teóricos y que ella
misma se encarga de relacionar con el concepto de «proceso», y
que se manifiesta en dejar «lugar a dudas». Así, en cuanto proceso,
la narración se plantea como movimiento y no como estado, un movimiento cuya
meta final, y esto es lo importante, resulta ignota para los personajes (y,
paralelamente, para el lector).
Por
eso presentaba personajes desprovistos de rumbo, inmersos en un viaje de
indagación y búsqueda, que no solo les concierne a ellos, sino que incumben
también al lector suscitando la curiosidad argumental (¿qué va a suceder?),
interpretativa (¿qué significado tiene lo que está sucediendo?) o, incluso,
ambas. Aquí, concretamente CMG consigue implicar al lector mediante dos
procedimientos: «socavando la fiabilidad del narrador»; y utilizando el
«escamoteo de información» (ejemplo paradigmático es la entrevista que
mantienen Leo y
Mauricio Brito)
En
contraste con la 1ª y 3ª partes de la novela, narradas en 3ª persona (narrador
objetivo omnisciente), la 2ª parte y núcleo central, «De
los cuadernos de Leonardo» («de» indica el origen de los
escritos, pero también, implícitamente, que no aparecen en su totalidad:
estamos ante un relato cercenado y una información incompleta), está narrada
por el protagonista en 1ª persona (narrador subjetivo): refleja la
interpretación (percepción subjetiva, concreta e individual) de la realidad que
realiza un individuo, con todas las limitaciones que conlleva respecto a la
percepción de los hechos, su recuerdo y su interpretación. Leo es
juez y parte, un testigo más de los hechos y, por tanto, susceptible de
equivocarse y dudosamente fidedigno: es un personaje que se autoanaliza, que
padece desórdenes psicológicos desencadenantes de continuas alucinaciones (hasta
el punto de resultarle difícil distinguir realidad y ficción), que presenta
conductas próximas a la obsesión, y que ha estado (y está) además bajo la
influencia de sustancias o enfermedades que motivan su pérdida de contacto con
la realidad.
Junto
a esa puesta en duda de la credibilidad del narrador, CMG
recurre también a un uso sistemático del «escamoteo de información», por
lo que el texto «se define tanto por lo escrito en él como por lo
no-escrito, tanto por lo explicitado como por lo aludido, sugerido o silenciado».
En los cuadernos de Leo surgen una y otra vez vacíos de información,
situaciones apenas aludidas (y nunca explicadas), dudas y enigmas. El texto,
compuesto por una serie de piezas inconexas, incompletas o deformadas por la
visión particular del narrador, se asemeja a un rompecabezas del que ni él
tiene la solución. El funcionamiento de este «escamoteo» presenta tres
formas diferente: lo que el narrador conoce, lo que ignora y aquello de lo que
duda. En este último caso, destaca la magistral utilización de los «modalizadores»
(por ejemplo, los adverbios quizá, seguramente, los incisos por lo
que yo sé, según creo, etc., indican que el enunciado no se ha aceptado
totalmente, o que la enunciación está limitada a un determinado uso del discurso por parte del sujeto).
Pero, además, esta ocultación de
datos mediante mentiras o medias verdades aparece como algo en que participan todos,
haciendo dudar al lector no sólo de la credibilidad de Leo, sino de la de la mayoría de los personajes.
Es así como el protagonista va completando, a través
de un periplo personal, un complicado y doloroso proceso cognoscitivo al
unísono con el lector que se ve obligado a avanzar en su pesquisa mediante una
atenta lectura entre una maraña de acontecimientos deformados, incompletos o
dudosamente veraces.
ESPACIOS RESONANTES
Si la localización espacial y
temporal indefinida es un elemento característico del cuento de hadas, la
novela en cambio está localizada en el tiempo y en el espacio. De hecho, los
espacios en que se sitúa a los personajes, tanto paisajes como recintos
interiores, adquieren especial relevancia pues constituyen la memoria de los
protagonistas: CMG se vale de las
descripciones de los lugares para introducir al lector en los paisajes del
alma, relacionando el mundo interior y exterior de los personajes. Así, las
vivencias de los personajes configuran su visión del entorno, que es la que
llega al lector.
Las
descripciones de los lugares por los que se mueven los personajes sirven a un
doble propósito: por una parte, su visualización permite a los personajes
rememorar su infancia y su juventud y, por tanto, el proceso de formación de su
personalidad. En este sentido, cobra especial relevancia el acantilado del faro
y las dos casas familiares, de las que no se hace una descripción global, sino
centrada en habitaciones concretas cargadas de significados. Por otra parte,
los espacios se corresponden con el ánimo de quienes los ocupan (en las casas,
son ellos, con sus acciones, quienes provocan el estado en que éstas se
encuentran), ayudando a penetrar en su interioridad. En definitiva, los
espacios son un elemento fundamental para la construcción de los personajes.
La simbología de los espacios
interiores, fundamentales en la memoria y el estado anímico de los personajes,
se centran principalmente en la oposición entre las dos casas, depositarias de
la memoria familiar y personal, donde todos los objetos encierran un recuerdo. La
casa paterna (Leo nunca la consideró su hogar, allí no fue feliz) sirve para
comparar el orden mental con el orden de un recinto. Cuando sale
de la cárcel y se entera de la muerte de sus padres, busca refugio (provisional)
en su rincón construyéndose una concha de caracol. Solo cuando se
tranquiliza se adentra en las restantes estancias (comenzando por el dormitorio
de su madre). Su revolución interior se corresponde con el desorden que
encuentra en el cuarto de abajo, donde pasa sus primeras horas en el chalet.
Pronto se da cuenta de que, si quiere poner orden en su vida, ha de empezar por
la casa, para lo cual contrata a una asistenta (Pilar).
Más adelante, la sacudida interior que supone el descubrimiento de Casilda Iriarte vuelve a reflejarse en el estado
de las habitaciones. Por el contrario, en la Quinta Blanca (donde residía la
abuela Inés) vivió Leo
su infancia feliz. Por eso, desde su celda de la cárcel volvía en sueños a ella
y, más adelante, se muestra dispuesto a pagar cualquier precio para recuperarla
y volver a dejarlo todo como antes (volver a la infancia), lo cual le
asegura, en su conversación telefónica, Casilda
(todo sigue igual): la casa es también muy importante para ella, pues
está ligada a su historia personal y a la de sus seres queridos.
En cuanto a lo otros recintos que ocupan
un segundo plano en la existencia de los personajes: la celda de la cárcel, para él algo irreal, inexistente, cuyas paredes
desaparecen ante sus ensoñaciones y recuerdos; el bar, resulta un recinto
subterráneo y olvidado, desprovisto de rincones en los que buscar
refugio; ejemplifica, junto a los pisos de sus amigos (lugares poco acogedores,
sórdidos con habitaciones impersonales) la soledad; el
caos del piso de Mónica revela la revolución interior de su dueña, acorde
con la de Leo…
Los espacios exteriores (las calles
de la ciudad, los acantilados de la aldea, etc.), diferenciados en dos núcleos
fundamentales. la ciudad, Madrid; y el ámbito rural, una pequeña gallega (¿?),
evidencian las conexiones entre las circunstancias personales y el pasado de
los personajes. La aldea en la que el protagonista pasó los mejores momentos de
su infancia (el culo del mundo según su padre), se halla a medio camino
entre la casa familiar, la Quinta Blanca, y el faro donde nació Sila. Anclada en la tradición gallega, un
pueblo que tenía a gala rendir culto ancestral a todo lo enigmático, inmaterial
y misterioso, su paisaje de naturaleza salvaje, a imagen de la de San Lorenzo de Piñor (presente siempre, como geografía narrativa, en los escritos de CMG). El acantilado, la Isla de las Gaviotas y
especialmente el mar (telón de fondo de algunas de las principales escenas)
representan la eternidad y, sobre todo, la libertad.
Madrid se articula como ciudad-memoria
y ciudad-encuentro. Ciudad-memoria unida a las emociones y la
memoria de Leo, aunque le evoca precisamente
lo que no quiere: el inicio de su caída. Ciudad-encuentro, lugar donde
los mamuts de su pasado pueden salir del hielo y embestirle en cualquier
momento. Y, frente a esta ciudad, las distintas ciudades del mundo por las que
pasó en su etapa de extranjero: parajes que siente ajenos, externos,
igual que las personas que pasaron por su lado sin dejarle huella. Únicamente
Verona., ciudad romántica, destaca entre sus recuerdos.
AMALGAMA
VIDA-LITERATURA
Como
de costumbre, además de las extraordinarias descripciones propias de la autora,
son constantes las referencias
literarias (su exceso llega a resultar pedante) y el reiterado recurso a la
metaliteratura. Sobre todo, hay influencias de dos obras («Pero prevalecía la combinación de
aquellas dos historias literarias, trenzándose y amplificándose, como una
melodía invasora a cuyos acordes se organizaba todo»): (1)
el cuento de "La Reina de las Nieves"
(1844) de Hans Christian Andersen, y (2) "El
extranjero" (1942) de Albert Camus, en
el que se inspira la personalidad de Leo.
No
obstante. a lo largo de toda la novela (amalgama de vida-literatura), las
referencias tienen un protagonismo importante: El hombre
que perdió su sombra (1813) de Adalbert von Chamisso; El primo
Basilio (1878) de José María Eça de Queirós; La
Regenta (1884) de Leopoldo Alas; La
dama del mar (1888) de Henrik Ibsen; El
miedo a la libertad (1941) de Erich Fromm; La
poética del espacio (1957) de Gaston Bachelard; Lo
sagrado y lo profano de Mircea Eliade; La
Iliada; así como muchos
otros autores: Bataille, Baudelaire, Calderón, Caváfis,
Kafka, Lope, Moratín, Moreto, Pavese, Poe,
Valle Inclán, Walt
Whitman…
Sin
embargo, la historia de Leo no acaba de enlazar narrativamente con el
cuento de Andersen: a mi modo de ver, semeja un corsé del que no
logra desprenderse y que acaba por sofocar el resultado final. Mientras la primera parte, envuelta en un halo de misterio punteado
por una prosa sencilla a la par que delicada, provoca interés y atrapa, incitando
a seguir leyendo y saber más; la segunda, plagada de profusas
divagaciones por parte del protagonista (demasiado imaginativo y abstraído),
llega a resultar pesada: la historia se estanca y no avanza… Y, si bien la
tercera vuelve a repuntar (aunque llegue lastrada), su aire folletinesco y
demasiado literario (en sentido peyorativo) no la favorecen. ¿Y qué
decir del final? Quizá el hecho de iniciarse en 1975, abandonarse temporalmente
y acabarse en 1992, supone un decalage de 17 años (que en literatura son
muchos años), haya afectado al resultado final.
La Reina de las
Nieves es una
novela donde vuelven estar presentes los temas propios de CMG: la incomunicación, la soledad, la búsqueda de
la propia identidad y la familia. En
este sentido, un tema colateral (interesante y atractivo) es el de la relación entre
familia y literatura, y
cómo ciertos libros nos recuerdan a alguien.
Resulta
especialmente interesante la historia alrededor del poder de los escenarios de
nuestra vida: concretamente el de la Quinta Blanca, el faro y la mar; aunque, lamentablemente,
tal aspecto apenas está desarrollado en el libro.
Calificada
de complicada y especial por la propia autora, lo primero que
llama la atención es el uso de la temática del cuento de hadas para configurar
una narrativa de la experiencia, que refleja la trayectoria de un individuo en
busca de su identidad. Pues el discurso del protagonista resulta
caótico, sus pensamientos atropellados y sus recuerdos confusos. En su mente la
realidad convive con las alucinaciones y nada es lo que parece, lo que
determina que no sea una lectura fácil: resulta exigente, requiere esfuerzo; de
hecho, hay momentos en que uno se siente perdido (por no decir, desinteresado). Pese a su estilo (rico y sugerente), la novela en muchos
momentos cae en lo artificioso y lo inverosímil. Los personajes carecen del
pálpito de la vida; sus conflictos existenciales resultan ajenos, literarios
(cuando no triviales); la atmósfera (mezcla de sórdidos ambientes madrileños
con una prototípica Galicia rural) resulta igualmente irreal.
El
eje del libro, un personaje anómalamente anclado en la infancia, que no acierta
(a sus 30 años) a encontrar el rumbo en la vida (refugiándose en sueños,
cuentos infantiles y acertijos de su abuela) bien podría haber constituido una
propuesta existencial crítica con el infantilismo y la inmadurez del sujeto posmoderno:
así, la novela, siendo casi la misma, podría haber conformado una propuesta quizá
más acorde con los estilemas propios de la autora. Quien muestra ese anclaje
obsesivo en las historias infantiles, no como negativo, sino que, al contrario,
pretende hacer del cuento de Andersen, precisamente, el armazón nuclear de la novela,
pues la
compone desde la ratificación del cuento infantil como único asidero del
personaje a su auténtica personalidad y, por tanto, desde el que poder salvarse.
Por eso, ese final en que se retoma su atmósfera y su motivo central, coloca
toda la obra, sin ambages, en la dependencia obsesiva con la visión infantil.
EL CUENTO COMO CORSÉ
Además,
y a pesar suyo, todas las referencias al discurso de la infancia se antojan un
postizo engastado en un esqueleto narrativo que no acaba de convencer: que la madrastra sea
la Reina
de las Nieves que hiela el corazón de Leo, y que la madre real sea quien
lo cure, con sus caricias, de esa enfermedad del espíritu, no deja de ser una
forma engañosa de resolver problemas reales. El vínculo entre los seres humanos,
aquí y ahora, atravesado por todas las decisiones que conforman sus relaciones,
puede tomarse desde el cuento de hadas o puede entroncarse en él, pero desde
luego exige una forma de tratamiento superadora del cuento infantil, que no
deja de ser una etapa de formación, como magistralmente analizó Bruno
Bettelheim en su Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1975).
En este sentido es
ejemplar el tratamiento que al respecto ha hecho la autora rusa Anna
Starobinets en Refugio 3/9 (2006), donde, a partir de cuentos de hadas, combina
una novela realista sobre la desintegración de una familia, un mundo fantástico
creado a partir del mito y el folklore ruso, y una parábola contemporánea sobre
el fin del mundo; o Ana María Matute con Aranmanoth (2000), un cuento
que, sin supeditarse a ningún otro, pero encajando con todos ellos, plantea la
iniciación a la vida y al amor, instruyendo (tanto al protagonista como al
lector) cómo la belleza y el amor entrañan dolor, y cómo la realidad asedia
siempre a los deseos y los sueños.
Con esta novela, CMG pretendió homenajear no solo al cuento de Andersen, sino a todos aquellos otros que forman
parte de su bagaje lector e itinerario personal, entendiendo por cuento
cualquier historia real o inventada (incluso de mezcla de ambas). Sin embargo,
la novela carece de ese vértigo (ese miedo a la locura, a los «sueños
de volar»), esa la lucha entre lo poco que somos y lo mucho que quisiéramos
ser: el vértigo de saltar al abismo que separa los sueños de la infancia de la
realidad adulta para hacernos cargo de nuestra vida y encajarla en la de
quienes nos rodean.
Tal encorsetamiento
determina que la anagnórisis (reencuentro y reconocimiento de los dos
personajes a los que el tiempo y las circunstancias han separado) final resulte
empañada por la referencia improcedente a una simbología insustancial: el
último párrafo (bastante prescindible) se convierte en una conclusión que
contamina de irrealidad al conjunto de la novela. Se termina su lectura con una
impresión de distanciamiento.
En suma, la novela oscila
entre la realidad y la fantasía, mostrando el mismo problema que su personaje,
sin tener en cuenta que, a través de "las puertas cerradas de los
cuentos" de hadas, no puede llegarse a conocer la verdad, pues se necesita
otra literatura.
«(…), lo que la historia nos dice
acerca de las funestas consecuencias del intento de enfrentarse a los problemas
por medio de la regresión y la negación, que disminuyen, precisamente, la
capacidad de solucionarlos.» (Psicoanálisis
de los cuentos de hadas, Bruno Bettelheim)

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