«MARTINETE
DEL REY SOMBRA»
Raúl
Quinto
(2023)
«Y
qué poco hace falta para escribir este libro: la caligrafía limpia del Marqués de la Ensenada, el
empeño viejo del obispo Vázquez Tablada con su casulla bordada de miedos, la
firma del papa [siempre en minúscula] bajo la luz brutal de las estatuas, la
boca de Fernando VI diciendo sí.»
UN TAL QUINTO
Raúl
Quinto (Cartagena, 1978), se
licenció en Historia del Arte por la Universidad de Granada y ejerce la
docencia, como profesor de Historia, en un instituto de Secundaria de Almería, ciudad en la que reside. Se ve como un ovni raro en el mundo de la narrativa, ya que la
mayor parte de su obra se circunscribe al mundo de la poesía, con libros como La piel del
vigilante (2006), La flor de la tortura (2008),
Ruido blanco (2012), La lengua rota (2019) o el cuaderno Sola (2020). Asimismo, ha cultivado la narrativa híbrida en libros como Idioteca (2010), Yosotros (2015) e Hijo (2017). Además, es uno de los coordinadores de la Facultad de Poesía José
Ángel Valente y ha colaborado como crítico en publicaciones como la revista
Quimera.
Dos
años después de publicar una primera novela, La
canción de NOF4 (2021), ha retomado la prosa con MARTINETE
DEL REY SOMBRA (2023)
para tratar uno de los episodios más atroces y silenciados del siglo. XVIII: la «Gran Redada». Se
trata de un «ensayo novelado» (¿?) con una
original interpretación histórica que, editado en 2023 por
la pequeña editorial aragonesa Jekyll & Jill (ya va por la sexta edición),
ha sido galardonado con el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Cálamo
Otra Mirada, y con el que ha obtenido el
Premio Nacional de Narrativa 2024 (otorgado por el
Ministerio de Cultura y dotado con 30.000 euros), tomando el
relevo de Pilar Adón, ganadora de la edición anterior tras una larga lista
de galardonados (Fernando Aramburu, Juan Bonilla, Almudena
Grandes o Cristina Morales, entre otros).
Quinto
asegura que es su libro más narrativo, aunque no llega a ser una novela,
en el que hay un tono bastante poético, ramalazos y fragmentos claramente
ensayísticos y de crónica histórica. Es una especie de monstruo literario, el
género en el que me muevo más cómodo.
HILOS
DESILACHADOS
Dos
hilos narrativos débilmente ligados configuran este Martinete.
Por un lado, está el de la monarquía española de la primera parte del siglo
XVIII y, sobre todo, de Fernando VI; por el otro, el de la represión
desatada contra los gitanos el 30 de julio de 1749, que supuso el arresto
masivo de la población gitana española (la Gran Redada), oficialmente
denominado Prisión General de Gitanos.
La
primera trama se centra, pues, en la acción política, la vida y el pensamiento
de los primeros Borbones españoles en el marco de la victoria de la Casa
Borbón-Anjou durante la Guerra de Sucesión. Quinto
retrata a los tres primeros reyes de la Casa que ocuparon el trono de España: Felipe
V, Luis I y, sobre todo, al auténtico protagonista de la obra, Fernando
VI, el rey sombra, abandonado a la incertidumbre y la
soledad y, al mismo tiempo, despreocupado de la suerte de la nación y de las
decisiones que se toman en su nombre. A través de una serie de biografías, tan alucinadas
como fragmentadas, se ofrece toda una maraña de intrigas políticas, boatos
escandalosos y tragedias personales Las figuras históricas que lo encarnan:
son, entre otras: la hedonista Bárbara de Braganza, el astuto Zenón
de Somodevilla y Bengoechea (Marqués de la Ensenada), el malogrado rey
Luis I o la infortunada María Luisa de Saboya, además de un todo
elenco de cortesanos que incluye ministros, cantantes, clérigos, diplomáticos y
científicos.
La
segunda línea argumental aborda un tema apenas explorado, al menos desde el
punto de vista de la ficción: el antiziganismo español, tratado aquí con
ocasión de aquella operación de captura, esclavización y exterminio del pueblo
gitano firmada por Fernando
VI, con el apoyo de la Iglesia católica y
bajo la batuta del Marqués de la Ensenada. En una sola noche, las fuerzas del orden apresaron a
miles de gitanos en todas las ciudades españolas para encarcelarlos, separar a
hombres de mujeres, esclavizarlos en pro de la reconstrucción de la Armada y acabar
con ellos.
El
libro intenta articular esos dos hilos narrativos con cierta voluntad estilística, amparada en un
lenguaje preciso y lírico a partes iguales. La narración de la vida en la corte borbónica pretende
moverse entre la exigencia del historiador y la libertad del novelista para
dejar en evidencia las costuras de una
política mundana a la vez que grotesca, que se desarrolla entre
la fastuosidad de las naumaquias en el Tajo, el trasfondo regenerador del Siglo de las Luces (que nunca
llegó a prender del todo en España) y el desgarro psicológico de unos monarcas alienados por el delirio, la demencia y el terror existencial (y escatológico).
Pero las descripciones de la vida de los gitanos atrapados en los arsenales
gaditanos, en el palacio granadino de Carlos
V y en la alcazaba de Málaga
no dejan de ser genéricas y poco ilustrativas, por lo que el desfase respecto a
la otra línea argumental, profusamente desarrollada, resulta notorio.
Por ello, a mi parecer, no acaba de funcionar el artefacto ni literaria ni
historiográficamente, como trataré de explicar,
LA CUESTIÓN (INTRASCENDENTE) DE LOS GÉNEROS
La crítica especializada
dice que la obra de Quinto se caracteriza por su
voluntad de situarse en la frontera entre géneros aportando imaginación y
voluntad de estilo al discurso narrativo y humanizando a los sujetos de la
historia mediante su conversión en personajes de su historia. Y de esta obra,
en concreto, que guarda una temática cercana a Mister Witt en el Cantón de Ramón J. Sender (imagino
que en el sentido de que no es posible separar las historias personales de las
globales.); que recuerda, por momentos, el estilo de Bomarzo
de Manuel Mujica Laínez (¡ya quisiera!); y que cuenta con un comienzo
cercano a lo teatral en los capítulos iniciales. En general, todas las
críticas destacan la potencia del lenguaje; de hecho, el jurado del Premio
Nacional de Narrativa habla de estilo rico en matices, pródigo en metáforas
y magníficas descripciones.
Quinto ha explicado en alguna
ocasión que planifica tanto sus obras poéticas como narrativas de una forma muy
similar, variando solo algunas estrategias concretas. De hecho, a medida que
avanza el libro se decanta por una prosa más poética y lo que inicialmente iba
para novela se convierte en un híbrido (por no decir un totum revolutum)
de novela histórica, crónica, biografía novelada, ensayo y poema en prosa. No
quería hacer una novela histórica al uso, y la presencia de algunos elementos
irracionales o fantásticos en la narración le pareció la mejor manera de
apartar categóricamente la posibilidad de que la obra pueda ser considerada
como novelística histórica. Sea como fuere, resulta difícil encuadrar
literariamente el libro: en la nota final, Quinto habla de una novela
que […] se negó a serlo; la crítica habla de novela disfrazada de ensayo
o ensayo disfrazado de novela; el jurado del Premio Nacional de
Narrativa adujó que crea un original ensayo novelado de interpretación
histórica, ponderando el valor de derribar fronteras entre géneros para
contar el silenciado e implacable exterminio del pueblo gitano y reflexionar
acerca de cómo se construye la historia y el olvido.
Si bien es cierto que, cuando un autor describe el conjunto de costumbres ajenas y una sociedad pretérita, el lector actual suele estar más dispuesto a aceptar como verdad lo que se afirma, a creer las cosas más extrañas que se le puedan contar de una gente lo suficientemente desconocida y extravagante enmarcada en un suceso tan inconcebible como la Gran Redada. Pero, igualmente cierto es que para que esa verdad cale y, sobre todo, cale afectivamente ha de venir refrendada por una personificación en la que proyectar esas emociones: un Gabriel Araceli (Episodios Nacionales) o unos Saint-Evremont (Historia en dos ciudades) que en su individualidad sostengan el patrón universal.
Sin duda Martinete del rey sombra es una obra insólitamente rica en metáforas, símbolos y senderos de varia especie que
se cruzan y entrecruzan sobre la piel rugosa de una geografía y un tiempo muy
concretos, pero que el autor amplia, una y otra vez, hacia el pasado y el futuro,
hacia otros ámbitos y territorios, no reproduciendo literalmente la realidad
que documenta como historiador y ve con ojos de poeta, sino pretendiendo crear
nada menos que una realidad cuyo ámbito trasciende el momento, lugar y acontecimientos
de la Gran Redada, intentando presentar una cartografía del poder (concretado
en la monarquía borbónica) y la desdichada historia del colectivo gitano en las
sucesivas etapas de su peregrinaje vital. Ambos intentos, además de discutibles
y controvertidos en su presentación (O al revés. Como si eso importase, p. 50; No está muy
claro si esta historia tal cual es verdad, pero nos vale igual. p. 95), no están conseguidos por la sencilla
razón que la presentación y análisis de la Gran Redada, eje axial de la obra,
no lo está en absoluto.
Da igual el género que se utilice o su mezcla o cualquier otro aspecto de
clasificación, lo importante es que lo que se cuente se cuente bien, tanto en
el fondo como en la forma.
EJERCICIO
(INSUFICIENTE) DE ESTILO
Lo
cierto es que, rastreando los rasgos de estilo, veo que se circunscriben a la alternancia de frases largas con otras breves y
cortantes, un ritmo sintáctico marcado por un lenguaje moderno (Puto loco, p.
38; Qué tipo, p. 49), diálogos encubiertos (que no lo parecen: Ya puedes irte a morir, Juan Fco. Ya no tengo nada más que decirte. Y
no le dijo ya más nada y Juan Francisco León murió,
p.136; Zenón de Somodevilla y Bengoechea, queda detenido en nombre del rey.
Usted ya no es nada. Vístase que en diez minutos partimos al destierro.
Permitirán que al menos me maquille en condiciones que aún no somos salvajes,
contesta él, p.146), datos
históricos o anécdotas varias (como la de la implantación de la peluca, por la
alopecia de Luis XIV, p. 93); fragmentos líricos; descripciones
reiterativas (el excesivo Solo que repite 416 veces en dos páginas, 161-162)
; saltos temporales de las diversas piezas; tono ácido (unas veces poético,
otras humorístico, y otras anecdótico evidenciados sobre todo en los pasajes
donde se describen los accesos de locura de algunos personajes); léxico no
siempre preciso (aunque se haya calificado como tal); y variados mecanismos
poéticos (como rimas temáticas, especularidades compositivas de repetición y
continuidad, ecos lingüísticos, enumeraciones, etc.).
El
estilo, siendo quizá lo mejor del libro, no acaba de
ajustarse al objetivo de la obra, porque presenta una innecesaria
prolijidad léxica y una acumulación de ritmos repetitivos. Así, despliega un léxico trabajado y preciso que,
pudiendo abrir un enorme abanico de matices, al caer en retoricismos fácilmente
discernibles (y en ocasiones evidentemente tendenciosos) pierde parte de su
fuerza. Baste como ejemplo, el uso inmoderado de
adjetivos, que como indicaba Gertrude Stein encubren el intento de
producir impresiones en el lector. Ahí está el estilo seco y directo de Corman
McCarthy en La carretera,
por ejemplo. Trufado de aparentes certeras y desiguales descripciones
(magníficas, unas veces; trilladas, otras) y con un ritmo sintáctico que no
siempre funciona, como ocurre cuando, al intentar plasmar
la tragedia del pueblo gitano, se refugia en el lirismo lorquiano, sin lograr
trascenderlo o sobrepasarlo (se queda en la luna, la fragua, el camino o el quejío),
ni tan siquiera emularlo, pues hay más contundencia sobre la cuestión gitana
en Prendimiento
o Muerte de Antoñito el Camborio que en todo este libro.
Pero,
quizá, el principal reproche que se puede hacer a todo esto sea el tono, eso
tan difícil de lograr para el autor y tan complejo de percibir y explicar para
el lector. En este caso parece estar entre un didactismo histórico progre (qué
alejado del de Stefan Zweig o Isaac Asimov), un sarcasmo granguiñolesco
y una crónica periodística impostada del pasado, que no parece el más adecuado
para la literaturización de un genocidio.
LA
VOZ DE SU AMO
Otro
elemento que la crítica estima destacable de esta «no-novela» es el
narrador. Sepamos, el narrador que el autor escoge para
la historia en ocasiones habla en primera persona del plural (dijimos,
p. 125); a veces se muestra omnisciente y entrometido como el prototípico de la
novela realista, con alusiones al proceso de lectura: Así lo deja todo en
orden antes de salir de este libro para siempre con la satisfacción del deber
cumplido (p. 125) o al propio lector: Ahí lo dejamos, hasta que lo
volvamos a ver dentro de unos cuantos capítulos (p. 30), o Qué es eso
ante tanta luz. Decidme. Qué (p. 99). En
cambio, con Fernando VI o el Marqués
de la Ensenada nunca abandona la tercera persona, estableciendo una clara
distancia: dejando ver que el narrador (o, mejor dicho, el autor) que si bien
puede comprender al personaje (o incluso empatizar), nunca se identificará con
él.
Al
mismo tiempo juega con los tiempos verbales, pasando del presente al pasado y
viceversa, y con el uso reiterativo de adverbios temporales (ahora) y de
lugar (aquí, ahí) en una pretensión de situar al lector en el
pasado y a los personajes en el presente. Juego retórico que en no pocas
ocasiones resulta farragoso, oscureciendo la línea temporal de la historia pues
deja al lector sin parámetros espaciales o temporales.
Se
puede decir que, en general, este narrador, parece él mismo autor en su rol de
profesor durante una de sus clases, mostrando, por ejemplo, en un mismo párrafo
las ambiciones del Marqués de la Ensenada
como si las manifestase el propio personaje; para, en la oración siguiente,
pasar a describir algún rasgo del político en un manifiesto descriptivo; y finalizar,
cambiando el foco al lector, para recordarle que alguna cuestión la dejamos
pendiente en el capítulo anterior. Este tono didáctico que, sobre el papel,
podría haber aportado frescura y dinamismo, no acaba de funcionar en un texto que,
por otra parte, pretende tener un tono lírico, con evidentes pretensiones semánticas
y estilísticas (nunca plenamente conseguidas) en el que, además, no hay una
sola línea de diálogo.
El
problema es que, al final, la voz del narrador es la que queda: no la de los
personajes, no la de la historia, no la de las colectividades; esa voz
pretendidamente proteica silencia todas las voces, sobre todo, mira por
dónde (p. 139) la de los gitanos.
LA
MALDICIÓN DE LA SANGRE (BORBÓNICA)
Hay
que decir que, a priori, los mimbres del libro resultan muy sugestivos. De un
lado, el pueblo más difamado,
perseguido y unánimemente subyugado de la historia, cuya imagen
colectiva el autor pretende sea vista como manifestación insuperable del estigma racial; del otro lado, las primeras décadas en España de los Borbones
que se presenta como epítome del mundo gitano, y que, desde la perspectiva
contemporánea, el retrato de los monarcas, tanto españoles como extranjeros,
resulta bastante duro, lo que podría parecer lógico teniendo en cuenta el
momento histórico, en que estaban en juego aspiraciones opuestas de extensión
territorial. Pero el crítico retrato que se hace de Fernando
VI, aunque cuente con momentos de comprensión hacia su soledad
y su dolor tras la muerte de su esposa, el modo de describir cómo cae
gradualmente en la locura y la sugerencia entre líneas de una cierta tendencia de
sangre hacia la melancolía y la enajenación parece apuntar un retrato
ciertamente sombrío y desfavorable de la dinastía (¿y por extensión de la
monarquía?): Una
gota de sangre, diminuta y extraña, en la mejilla de su nieto, el príncipe
Fernando, que se mira al espejo y dice soy Borbón. Y lo es. Desde
la larga escalera del castillo de Auvernia hasta el sonido de una bala
reventando la cabeza de un niño de 14 años en un palacio de Estoril o la cabeza
del esquiador manchando de nieve blanca con más sangre y más siglos
(p. 93).
DE LA REVISTA AL
LIBRO
El
autor ha declarado conocer los hechos a través de un informe de la historia del
pueblo gitano en España publicado en una revista. A partir de ahí, comenzó su
investigación y se encontró con un intento de extermino que duró dieciséis
años, que supuso la muerte de muchas personas y que generó enormes y
persistentes consecuencias en la convivencia entre payos y gitanos. Esa chispa
inicial le llevó a la escritura, pretendiendo esbozar un libro de contrastes:
entre la realidad y la ficción; entre el lujo de la corte de Fernando VI y Bárbara de Braganza y la inmundicia y
la miseria de sentinas, sótanos y mazmorras donde acaban los gitanos; entre lo
individual y puntual de los personajes de la corte (el Marqués de la Ensenada, Farinelli,
José de Carvajal, etc.) y lo
colectivo e informe de los gitanos… Hasta llegar a una historia de locura,
soledad y muerte (p. 38), asociada a una visión (más bien tendenciosa) de
cómo actúa el poder, mientras el tema gitano queda reducido a una crónica
repetitiva, estereotipada y poco o nada conmovedora.
Por
eso, me parece un libro malogrado, pues pienso
que, partiendo de un filón tan rico, debiera haberse obtenido un mejor
resultado, más allá de un ejercicio de estilo (poco logrado): intentando trascender categorías genéricas e intereses específicos por
la historia española del siglo XVIII se ha quedado en un ejemplo contradictorio
de cómo relatar la historia, al no lograr sobrepasar las posturas de
divulgación que dan luz a unos relatos y omiten otros.
ASÍ
SE ESCRIBE LA HISTORIA
Porque Quinto, en su intento de fijar elementos
comunes entre los gitanos (colectividad) y las figuras de gobierno (individuos)
que funcionasen como bisagras que le permitieran cambiar de un plano a otro, ha
perdido el relato del colectivo en aras de un prolijo desarrollo del de los
individuos. Así, en este relato que pretende establecer un paralelo equitativo,
una historia sin villanos, en la que todos sufren emplazados por el destino en
función de sus actos (que su mirada contemporánea juzga deleznables), lo que
falla es precisamente eso: no hay equilibrio, ni emoción afectiva (y mira que
abundan las posibilidades, como por ejemplo pararse en la vida de alguno de los
condenados a galeras), ni ese halito de realidad, emoción y vida que destilan
las obras de Benito Pérez Galdós o de Charles Dickens.
Obviando
el cambio de paradigma en la ficción histórica (instaurado por autores como Fernand
Braudel, E. P. Thompson o Howard Zinn) que propone
concentrar el foco narrativo en los individuos normalmente excluidos en el
registro histórico, y que Juan Gómez Bárcena aplica magistralmente en Lo
demás es aire (2022),
cae en lo que quizá quiso evitar, dar luz (aunque sea tenebrista) a los
personajes históricos canónicos y dejando, una vez más, escasamente iluminados
a los marginados de la historia.
Una de las
características de las ficciones históricas son los detalles ambientales, esa
precisión dirigida a contextualizar al lector en los momentos y acontecimientos
históricos (y que exige una rigurosa documentación y una no menos minuciosa presentación).
Sin embargo, esta obra solo muestra los datos precisos y exactos para situar
ciertos acontecimientos, presentados como flashes de la corte (tan
importante es lo que se muestra, como lo que se descarta), sin ubicarlos en el
conjunto y sin proporcionar detalles narrativos de personajes gitanos necesarios
para ofrecer una visión panorámica de la historia, tanto de una parte como,
sobre todo, de la otra (la de las víctimas). Faltan
todas aquellas circunstancias pertenecientes a la vida privada y de carácter
doméstico que dan verosimilitud a una narración e individualidad a los
personajes, que en el caso de los gitanos brillan por su ausencia (nadie tiene rostro esta
noche, hemos dicho, nadie, p. 16): haciendo hincapié en los Borbones
reinantes y en sus antecesores y sucesores, parece pretender asentar una visión
antimonárquica centrada en los Borbones como locos o vanos, extensiva a
una manida visión del poder como ejercicio implacable y henchido de pompa y
circunstancia, dejando la gran tragedia del pueblo gitano en un cúmulo de
generalidades y un exiguo número de casos concretos documentados (y nunca
desarrollados).
Una
historia colectiva como la de los gitanos parecía pedir un tono épico, pero
como el libro está lejos de la epopeya (pues no sigue ninguna de sus reglas),
el resultado depende de la habilidad con que el autor se vale de la
documentación disponible y, sobre todo, de su capacidad de invención. La
escasez de materiales supone, desde luego, una dificultad, pero para quienes
leen en profundidad en la historia y en la psicología humanas, las pistas
concernientes a la vida íntima y familiar de unos personajes (sean gitanos,
escoceses o chinos), echando mano de la imaginación (donde no llega la
documentación, imaginación), dan de sobra para haber posibilitado una ficción
que resultase creíble y, sobre todo, capaz de seducir al lector con esa mezcla
de ficción y realidad que está en toda buena novela histórica (y en general en
toda buena literatura).
UNA
CIERTA MIRADA (DESEQUILIBRADA)
El resultado es un retrato parcial (como poco) de la
monarquía borbónica de la época. Quinto pretende diseccionar las prácticas, los conflictos y los
ritos del Estado del antiguo régimen a partir de unos estereotipos
tendenciosos: el hedonismo de Bárbara de Braganza, la astucia del Marqués
de la Ensenada, el fracaso de rey Luis I o el infortunio
de María Luisa de Saboya, entre un elenco cortesano mucho mayor que incluye
ministros, cantantes, clérigos, diplomáticos e ilustrados. Esos retratos
tópicos complementan la información obtenida de fuentes históricas para
situarlos en su tiempo, con toda clase de vicios, inhumanidades y crueldades
normalizados, pero también como víctimas de miedos, enfermedades, afectos y
susceptibilidades. Todo un cuadro psiquiátrico detallado
con tintes alucinatorios, sobre todo el del rey sombra:
no en vano el libro comienza (Han vestido al rey muerto
con sus mejores galas, p. 9) y termina con él (Y
el final del dolor fue todo suyo, p.167).
Esto llama poderosamente la atención, por cuanto el
autor ha declarado asumir como eje de toda conciencia histórica que detrás de
cada acontecimiento, de cada régimen político, de cada episodio, hay personas,
con todas las contradicciones y complejidades que ello implica, pero también
con la mezcla de los mismos materiales que se ha construido la historia y la
vida de los hombres desde siempre (emociones, intereses y opiniones) y que
habrían permitido la introducción de algunos relatos novelescos en torno a
determinados personajes víctimas de la represión. Aunque el narrador puntualmente expone (muy pocos) casos concretos de los
padecimientos de algunas personas en varios puntos de la geografía española, en
tales ocasiones, aparte de que nunca se desarrollen más allá de la parca
documentación, la voz del narrador se impone en exceso sobre la interpretación
de la realidad y los avatares colectivos resultan reiterativos. Lo cual, frente
a ciertos capítulos donde se aporta un exceso de datos históricos, limita la
cohesión del libro.
PERSONAJES, ¿QUÉ
PERSONAJES?
Posiblemente el libro puede funcionar como memoria literaria de esa
lamentable intentona de exterminio de una raza (una más de las asechanzas
sufridas por los gitanos a lo largo de los tiempos y las geografías), así como
un cierto conocimiento (ciertamente sesgado) del momento histórico en que se
inscribe, así como algunas anécdotas al respecto, pero poco más. Nada, por otra
parte, que no se pueda leer con más precisión y objetividad en cualquier manual
mínimamente riguroso de la Historia de España del siglo XVIII, o sin ir más
lejos, en Wikipedia.
Es por ello que
ninguno de los personajes del libro quede en la mente; ni siquiera Fernando
VI,
el más perfilado, el que se siente más real, tampoco acaba de lograrlo porque
el autor, de alguna manera, acaba introduciendo en su caracterización, un tono
de grand gignol que impide que se sienta como tal. Quizá porque solo se
pueden crear personajes cuando se ha estudiado en profundidad a los hombres,
del mismo modo que solo puede hablarse una lengua si previamente se ha dedicado
mucho tiempo a aprenderla.
El libro se
reduce, así, a una colección de retratos individuales (ninguno gitano que
merezca tal calificación); no da la sensación de que los personajes estén
enlazados entre sí, como las personas de la vida real, por el azar o el destino
más que por la elección deliberada de la compañía del otro. El foco de interés
es individual, nunca muestra a los personajes a través del efecto que ejercen
unos en otros, sino en su singularidad, pues las interacciones no son
personales, sino históricas (exclusivamente de acontecimientos documentados). Un
intento de entrelazamiento argumental se da en los capítulos XVII-XVIII-XIX en
lo que a través de un motivo naval se pretende establecer una relación de
contraste y vivencias entre, respectivamente, los gitanos embarcados con
destino a La Graña del Ferrol, la corte en su paseo orgiástico-festivo en la
Escuadra del Tajo y las gitanas embarcadas con destino a la Casa de la
Misericordia, que queda en más de lo mismo: en la tierra o en el agua los
parámetros narrativos se repiten.
Es más, por estar
centrado sobre todo en los Borbones el libro puede
a veces parece un estudio de psicopatías, donde las penas que sufren las
personas por sus particulares anormalidades de temperamento son visibles en la
superficie, obviando (pese a los saltos temporales y espaciales) el significado
más profundo de que la desgracia y la opresión humanas (en general; y la de los
gitanos, en particular) son universales. En las vidas normales, esta desgracia con
frecuencia queda escondida, lo que es más triste, es que quede más escondida la
de quienes la padecen, que la del que la inflige. Y el libro repite este patrón.
DIFICULTAD DEL MARTINETE
Por
otra parte tenemos el intento de reconstruir la historia como un martinete
flamenco, ese palo de letras tristes y tono monocorde, derivado
de las tonás
que los gitanos cantaban en las fraguas de Cádiz, interpretado sin
guitarra (a palo seco), aunque veces se acompañase con sonidos que recordasen
los propios de una fragua, golpeando algo de metal (su denominación hace
alusión al martillo con el que trabajaban los herreros o los fuelles gemelos,
que se llaman martinetes, utiliza en las fraguas).
Pero
el martinete es un cante que exige grandes facultades
para interpretarlo de modo adecuado: una voz honda, rota y larga de quejío.
Y Raúl Quinto, en mi opinión, no posee
hoy esa capacidad para interpretar este palo flamenco, donde
cada palabra ha de resonar con intención y fuerza. A los hechos me remito: esa
alternancia, entre lo narrativo y ensayístico, queda abortada por su
incapacidad para asumir la novela, supliendo con la ficción las lagunas
de las que la historia del pueblo gitano adolece (Todo
lo que sabemos de este pueblo está contado desde fuera de él,
p. 100). De tal forma que la crueldad de los hechos históricos no resuena
en el presente con la fuerza que la ficción podría haberle dado (falla el
martinete), aun cuando Quinto es consciente de que, como postula Junot Díaz, para
contar algunos episodios brutales de horror colectivo el realismo se asfixia en
su razón instrumental, y resulta necesario emplear la fantasía o la
irracionalidad (en suma, la novela) para narrar ciertos episodios
terribles de la historia. Sin embargo,
ha
explicado los acontecimientos y relaciones de ese pasado y ha detallado tanto
los caracteres y sentimientos de sus personajes con un lenguaje entre lírico y cheli
y un tono entre el sarcasmo y la hipérbole que distancia al lector del
desgarrador drama que la Gran redada supuso para el pueblo gitano.
Y lo que ha
aplicado al lenguaje, está aún más presente en los sentimientos y las
costumbres. Las pasiones, cuyas fuentes pueden tener todas las variedades que
se quieran, son generalmente las mismas en todas las clases y condiciones, en
todos los países y épocas. El uso de un lenguaje trufado de palabras y giros
fraseológicos modernos y de una mirada postmoderna (caracterizada
por el relativismo, el individualismo y la deconstrucción de grandes relatos)
de la historia rebajan el nivel de la obra, pues una cosa es hacer uso del
lenguaje y los sentimientos que nos son comunes a nosotros y a nuestros
antepasados, y otra revestirlos con los sentimientos y expresiones válidos tan
sólo para nosotros (Lo que ocurre es que José de Carvajal
y Lancaster se pone enfermo y tras tres días de fiebres rompe la baraja y se
muere,
p. 140; en el corazón de La
Mancha, se han juntado medio centenar con palos y navajas, dos pistolones y
toda la mala hostia de este mundo, p. 146).
Creo que no ha conseguido el pretendido equilibrio entre la exigencia del historiador y la libertad del novelista, quedándose en una clase progre de historia de Bachillerato intercalada por fragmentos de prosa poética. Por eso la reflexión acerca de cómo relatar la historia y desde qué intereses se han construido unos relatos y se han omitido otros no se sigue del libro, por mucho que, en las entrevistas y diálogos en los que ha intervenido, el autor haga hincapié en ello. Como decía Thomas Wolfe: El modo en que las cosas resultan no tiene nada que ver con lo que uno espera que sean….
«Por
supuesto, no se ha tratado por el ámbito artístico, por la ficción, que a veces
termina construyendo la memoria colectiva mucho más que los estudios de
historia». Raúl Quinto.
