jueves, 4 de diciembre de 2025

LA SOLITARIA PASIÓN DE JUDITH HEARNE

 

«LA SOLITARIA PASIÓN DE JUDITH HEARNE»
Brian Moore (1955)


«Acercó los pies desnudos a la estufa de gas para calentárselos y se recostó en el sillón esperando a que llegaran las largas horas de la noche, como un prisionero en su celda.»

La editorial Impedimenta, en su pretensión de publicar apreciables obras literarias poco conocidas para el lector español, ha recuperado la novela La pasión solitaria de Judith Hearne. Publicada en 1955, después de que su autor, Brian Moore (Belfast, 1921 - Malibú, 1999) abandonara Irlanda para residir en Canadá, fue rechazada por diez editoriales estadounidenses, para ser posteriormente aceptada por una editorial británica y obtener, tras su publicación, un éxito considerable. Brian Moore (BM) obtuvo con ella el premio a la mejor novela del Club de Autores y el premio Beta Sigma Phi, pese a no ser su primera novela (aunque así la considerase el escritor). Éxito que se ha prolongado en el tiempo, como demuestra el hecho de que, en noviembre de 2019, BBC Arts la incluyese en su lista de las 100 novelas más influyentes.

Originalmente titulada Judith Hearne, dicho título que ampliará tras el estreno de la película homónima, basada en la novela). Este nuevo y definitivo título, aparte del tirón comercial que en su momento pudo tener al rebufo de la popularidad de la película, aportará, según veremos, un deliberado matiz religioso, pues el proceso de padecimiento de la protagonista es un auténtico tormento del personaje en la Irlanda de postguerra: «Judith es una especie de Cristo femenino de la Irlanda del siglo XX» (Márgara Averbach, Clarín).

UN IRLANDÉS EMIGRANTE

Autor prácticamente desconocido en España, BM fue un escritor (de novelas, cuentos, textos de no ficción), guionista, reportero y profesor británico. Emigró a Canadá y luego vivió en Estados Unidos. Fue reconocido por las descripciones en sus novelas de la vida en Irlanda del Norte después de la Segunda Guerra Mundial, en particular por su examen de las divisiones intercomunales en el conflicto norirlandés. Fue galardonado con el premio conmemorativo James Tait Black, el del Gobernador General de Canadá y el Sunday Express libro del año, y fue preseleccionado tres veces para el Premio Booker.

BM nació y creció en Belfast con ocho hermanos en el seno de una gran familia católica. Su abuelo, un representante legal (solicitor) severo y autoritario, había sido un católico converso. Su padre, James Bernard Moore, fue un destacado cirujano y su madre, Eileen McFadden Moore, hija de un granjero del condado de Donegal, era enfermera. Su tío fue Eoin MacNeill, nacionalista irlandés fundador de la Liga Gaélica (organización que promueve el idioma irlandés) y profesor de irlandés en el University College Dublin.

Se educó en St Malachy's College, Belfast. Dejó la universidad en 1939 habiendo reprobado sus exámenes de último año. La descripción física de la escuela en The Feast of Lupercal se asemeja mucho a su alma mater y se considera que es un escenario ligeramente ficticio de la universidad tal como la recordaba.

Durante la Segunda Guerra Mundial fue guardia voluntario de Air Raid Precautions (servicio de defensa civil). Luego cumplió servicio como civil en el Ejército Británico en África del Norte, Italia y Francia. Al término de la guerra, trabajó en Europa Oriental para la Administración de las Naciones Unidas para el Auxilio y la Rehabilitación.

En 1948 emigró a Canadá para trabajar como reportero en el diario Montreal Gazette y se convirtió en ciudadano canadiense. Allí escribió sus primeros libros, novelas de suspense publicadas con su nombre o con los seudónimos Bernard Mara o Michael Bryan. Las dos primeras, de estilo pulp, fueron Wreath for a Redhead y The Executioners publicadas, respectivamente, en marzo y julio de 1951: posteriormente las repudiaría.

Se casó dos veces. Su primer matrimonio tuvo lugar en 1952, con Jacqueline Scully, una francocanadiense y (compañera) periodista con quien, en 1953, tuvo un hijo, Michael (que se convertiría en fotógrafo profesional).

Judith Hearne fue su primera novela fuera del género de suspense. Basándose en el libro pero trasladando la historia de Belfast a Dublín, se filmó en 1987 la película The Lonely Passion of Judith Hearne, dirigida por Jack Clayton y protagonizada por Bob Hoskins y Maggie Smith. Otras obras suyas serían también adaptadas para la pantalla: Intent to Kill, The Luck of Ginger Coffey, Catholics, Black Robe, Cold Heaven y The Statement. Coescribió el guion de Torn Curtain (Cortina rasgada de Alfred Hitchcock) y escribió el guion de The Blood of Others, basado en la novela Le Sang des autres de Simone de Beauvoir.

Aunque su residencia principal estaba en California, continuó viviendo parte de cada año en Canadá hasta su muerte. En 1958 se mudó a Nueva York (donde obtendría una beca Guggenheim en 1959) y permaneció allí hasta su divorcio en 1967. En octubre de ese mismo año se casó con su segunda esposa, Jean Denney, excomentarista de la televisión canadiense, y se mudó a la costa oeste de los Estados Unidos, instalándose en Malibú, California, con su nueva esposa. Allí enseñó escritura creativa en la UCLA.

Su casa en la playa en Malibú fue inspiración para el poema de Seamus Heaney Remembering Malibu: su viuda vivió en ella hasta que la casa fue destruida por el incendio forestal de Woolsey en 2018. MB falleció allí de fibrosis pulmonar, a los 77 años, cuando estaba trabajando en una novela sobre el poeta simbolista francés Arthur Rimbaud.

Su último trabajo, publicado antes de su muerte, fue un ensayo titulado Going Home, una reflexión inspirada en una visita que hizo, en Connemara (Irlanda), a la tumba del amigo de la familia, el nacionalista irlandés Bulmer Hobson. El ensayo fue comisionado por la revista literaria Granta y publicado en The New York Times el 7 de febrero de 1999. A pesar de la actitud a menudo conflictiva de BM hacia Irlanda y su carácter irlandés, su reflexión final en este ensayo fue la del emigrante nostálgico: «El pasado está sepultado hasta que, en Connemara, la vista de la tumba de Bulmer Hobson me trae de vuelta esos rostros, esas escenas, esos sonidos y olores que ahora solo viven en mi memoria. Y en ese momento sé que cuando muera me gustaría volver a casa por fin para ser enterrado aquí en este lugar tranquilo entre las vacas pastando.»

TRAMA SENCILLA

La novela cuenta una historia sencilla, sin grandes alardes argumentales, pero plagada de personajes, apuntes y delicados análisis psicológicos. Relata las sucesivas pérdidas de su protagonista, así como las maniobras de compensación que utiliza para protegerse. Durante el breve plazo en que transcurre la historia, Judit Hearne pierde todo aquello que la sostenía: trabajo, independencia, dignidad e, incluso, su fe religiosa. En esta etapa de su vida, verá como la sociedad la va dejando de lado, acrecentando trágicamente su soledad.

La señorita Hearne (Judy), es una mujer solitaria de mediana edad (los cuarenta años) que ansía encontrar un hombre, más como tabla de salvación para la soltería en que se ha instalado su vida y así verificar los tradicionales esquemas irlandeses para la mujer de la década de los cincuenta, que por encontrar el amor. Si en el pasado vivió con una holgada tranquilidad económica bajo la tutela de su tiránica tía D’Arcy, en la actualidad se encuentra al borde de la ruina, lo que la obliga a ir buscando refugio por diferentes casas de huéspedes de la ciudad de Belfast, de las que acaba huyendo tras provocar incidentes lamentables. Con ella viajan el retrato de su difunta tía (instalado siempre sobre la repisa de la chimenea), una oleografía en color del Sagrado Corazón (puesto sobre el cabecero de la cama) y alguna botella de whisky (convenientemente oculta bajo candado), que va reemplazando conforme se acaba: Cuando están conmigo, velándome desde sus respectivos puestos, cualquier lugar nuevo se convierte en mi hogar.

Tras varias casas de huéspedes, acaba recalando en casa de la señora de Henry Rice, situada en Camden Street, un barrio universitario que, en otro tiempo, se consideraba una buena zona residencial, pero que ahora solo es una deteriorada zona de Belfast. En este escenario Judy inicia un tortuoso camino hacia un agónico final, junto a su alter ego masculino, el señor James Madden (Jim), hermano de la casera, quien se une a ella en esa derrota cuando ambos inician una relación sentimental, cargada de intereses encontrados: para Judy supone su última oportunidad de cumplir con sus objetivos como mujer tradicional y para Jim una vía de escape de la pobreza y miseria en la que ha vivido, ascendiendo socialmente gracias al dinero que supuestamente cree que tiene Judy. Cuando ambos descubren que sus intereses no son los mismos, su breve devaneo se desmorona y lleva a Judy a refugiarse en el alcohol. Ambos se revelan como las dos caras de una misma moneda: supervivientes de una madurez decrépita, rechazados por su entorno familiar y social. En suma, un par de fracasados.

PERSONAJES AUTÉNTICOS Y CREÍBLES

A estas alturas a nadie se le escapa que la esencia de la novela radica en la caracterización de sus personajes, tanto los protagonistas como los numerosos secundarios, creados con enorme ternura y precisión. No en vano la crítica ha venido considerándola una pequeña obra maestra por la construcción de los personajes. BM, pese al perfil poco novelesco de la grisura de sus vidas, sabe dotarlos de resonancias que los convierten en profundamente humanos e, integrados en la trama, ciertamente interesantes.

Sin ninguna duda, la dureza de la novela proviene de la personalidad y carácter de su protagonista: la señorita Hearne. Desde un primer momento, despierta en el lector una sensación de lástima, de ahogo que resulta imposible no sentir por este personaje repleto de humanidad y fragilidad, con el que se pasa rápidamente de la sonrisa (a veces mordaz) al drama: «El autor comunica su especificidad (es una mujer de mediana edad solitaria, dañada, necesitada, alcohólica y católica que anhela el amor) con enorme ternura y precisión» (Carlo Gèbler, Belfast Telegraph). Esta mujer triste, beata y alcohólica lleva una vida gris, sin apenas alicientes, situación que ella misma contempla (y reconoce) y de la que trata de evadirse en frecuentes ensoñaciones, autojustificaciones o desprecios soterrados (hacia quienes la rodean); pues como cualquier ser humano, tiene una enorme necesidad de cariño, comprensión y consuelo. El valor narrativo de BM reside precisamente en su capacidad para adentrarse en la mente de Judith, mostrando su patetismo, debilidades y la autodestrucción que la consume lentamente.

Ella, por supuesto, no es la única infortunada; a su alrededor, hay otros en el mismo camino. Junto con la señorita Hearne, el resto de personajes resultan igualmente auténticos y creíbles. Incluso cuando se trata de introducir a personajes secundarios (así como los meramente episódicos), BM despliega una habilidad magistral para dotarlos de una compleja personalidad que los hace más cercanos, de modo que su caracterización configura realmente la historia.

Como se ha dicho, la acción trascurre en una casa de huéspedes, la casa de la señora de Henry Rice (así se la presenta, como señora de…, y hasta bien avanzado el capítulo 2 no aparece su nombre, con el que se la designará en contadas ocasiones), donde reside un variado grupo de personajes : la propia casera, May Rice, viuda cotilla y avara; su hijo, Bernad Rice, aspirante a poeta/escritor, que vive bajo las faldas de su madre (que hace recordar al Ignatius J. Reilly de La conjura de los necios); la señorita Friel, maestra de primaria en un colegio de pago y defensora de los valores tradicionales; el señor Lenahan, oficinista librepensador patriota y porfiador; el señor James Patrick Madden (Jim), hermano de la casera, hombre de mundo recién llegado de Nueva York, que se convertirá pronto en pretendiente interesado de la señorita Hearne; y, Mary, la joven sirvienta que será objeto de deseo de alguno de los hombres.

A ellos se une otros personajes externos a la casa, pero que ocupan un lugar destacado en la historia. Ahí están el padre Francis Xavier Quigley, cura católico de la parroquia del barrio y replica espiritual devastadora de la incrédula Judy; Moira o’Neill y su familia (su marido, el señor Owen O´Neill; y sus hijos: Shaun, Una, Kevin y Katy) a quienes considera sus amigos (y casi su familia) y con los que tiene una relación de apariencias que se irá desmoronando; su amiga de juventud y compañera de copas Edie Marrinan, que se configurará como una precursora de su destino.

Además, todo un tropel de personajes episódicos que ayudan con brío a crear la atmósfera de la historia: desde el comandante Gerald Mahaffy-Hyde, todo un mercenario de la conversación con el fin de gorronear copas en el pub; Kevin O’Kane, barman de tupe rojo y enorme cachaza; el señor Mick Malloy, cajero del Banco que es descrito (siempre entre paréntesis) en uno de las pocos pasajes hilarantes del libro como jugador clandestino, calavera, estudiante de antropología o filántropo filósofo; el señor William Creegan, comerciante en vinos y licores; y tantos otros que van apareciendo a lo largo de los veinte capítulos.

Todos irán desvelando, a ritmo escalonado y fragmentando tiempos, las heridas de sus vidas. Esta veta introspectiva (quizá lo más interesante de la novela) se va descubriendo a medida que avanzan los capítulos: una disección interior de seres anímicamente devastados que permanecen unidos por el rasgo común de la soledad.

Todos tienen en común el estar dotados de una sutil vulgaridad, como espíritus en estado de decadencia. A través de todos y cada uno de ellos, BM disecciona el alma humana a través de una narrativa dotada de un sentido tragicómico, en la que la protagonista se articula como arquetipo de las debilidades que nos hacen humanos.

ESTILO INADVERTIDO

A través de 311 páginas divididas en 20 capítulos de desigual longitud (oscilando entre las 6 y las 28 páginas), BM cuenta la historia adentrándose en los detalles sin caer en un lenguaje cursi o difícil. Partiendo de una narración en tercera persona y estilo indirecto, sondea en el alma de los personajes haciendo uso de una eficaz oscilación de tiempos, mediante la que va construyendo y deconstruyendo, con un tono determinista y decadente, el destino funesto de sus vidas.

Una de sus herramienta más eficaces consiste en partir de la tercera persona clásica para pasar de su protagonista a personajes secundarios que la ven a través del filtro de sus propios problemas; del retrato del pensamiento (una especie de flujo de conciencia silencioso) de alguien a quien se sigue, al flashback (interrupción de la acción presente para introducir una escena o episodio del pasado) para explicar la situación que se cuenta.

Muestra también un gran dominio de los diálogos que combina convenientemente con la narrativa en tercera persona, al tiempo que intercala ambos con el estilo indirecto y reflexiones dirigidas al lector: «combina la narrativa omnisciente en tercera persona con el flujo de conciencia en primera persona: al combinar ambas (y lo hace con destreza), Moore... narra su historia y nos permite un acceso sin restricciones al mundo interior privado de las personas sobre las que escribe» (Carlo Gèbler, Belfast Telegraph).

Su prosa, detallada y capaz de enganchar al lector y meterlo de lleno en la historia, ha motivado que se le haya comparado con Graham Greene (que le consideraba su «novelista vivo favorito») o con James Joyce (el libro «está lleno de momentos joyceanos... toma de 'Clay', la historia más misteriosa de Dublineses, la idea de una mujer soltera de mediana edad que visita a una familia y encuentra allí tanto consuelo como humillación»: Colm Tóibín), como literaturas turbadoras, desasosegantes que nos agitan por dentro y nos hacen ser conscientes de nuestras propias heridas.

Resultan especialmente eficaces para abrir la narración (válvula de escape a una excesiva presión de patetismo) el par de capítulos dedicados a que determinados personajes aporten su mirada sobre la protagonista, lo que supone un cambio del punto de vista que, además, resulta enriquecedor para la caracterización del personaje. Así en el capítulo 6, el señor Lenehal, la señorita Friel, una tal Mary McCloskey, la señora de Henry Rice y su hijo Bernie, a través de unos supuestos diálogos van a aportar su visión de vista sobre Judy. En el capítulo 15 vuelve a darse el recurso, pero en este caso con predominio de personajes episódicos como el empleado del banco Mick Malloy, el comerciante de licores William Creegan, o el recepcionista del Hotel Plaza, además de el señor Lenehan y la señorita Friel de nuevo. Mención aparte en el capítulo merece las conversaciones entre la señora de Henry Rice y su hijo Bernie, por una parte, y el comandante Mahaffy-Hyde y el barman Kevin O’Kane, por otra, pues en este caso su punto de vista no se refiere a Judy, sino al señor Madden. Capítulos tanto o más destacables por cuanto BM logra que cuando esos personajes exponen su punto de vista sobre la señora Hearne estén poniendo en evidencia su propia personalidad.

En cuanto al tono, ciertamente muy logrado, determina una obra profundamente patética y trágica, en la que la tristeza domina la historia desde su sombrío inicio (Cuando están conmigo, velándome desde sus respectivos puestos, cualquier lugar nuevo se convierte en mi hogar) hasta ese desesperanzado final (¡Qué raro lo de estos dos! Cuando están conmigo, velándome, cualquier lugar nuevo se convierte en mi hogar., casi circular, como si el relato negara una posibilidad de avance: cuando el proceso termina, frente a una vida sin horizontes, Judith vuelve a aferrarse a lo que le queda, que a esas alturas no es mucho más que el hueco y frágil cascarón de sus esperanzas anteriores.

Ese final en espiral (más que circular, dado que no se llega al mismo lugar sino a otro más degradado) repite el mismo mensaje: las personas como Judith Hearne no tienen salida. Su pasión es un sacrificio terrible que la novela convierte en un testimonio del crueldad de la sociedad, alegato tal vez inútil porque excepto el lector nadie parece darse cuenta.

IGLESIA Y SOCIEDAD CATÓLICA IRLANDESA

A través de la protagonista y su progresiva autodestrucción, BM hace un retrato de una parte de la sociedad católica irlandesa en la década de los años cincuenta del siglo pasado, no como invención sino como realidad. Una sociedad cerrada, en la que habita una protagonista que lo es aún más. Mujer solitaria, se enamora pero no es correspondida, tiene pocos amigos (considerados como tales, realmente ninguno), durante toda la novela no deja de rezar y beber. Este vivido retrato de la sociedad irlandesa católica de la posguerra, se constituye en oportuna excusa para hacer una crítica feroz de la hipocresía, la doble moral y los convencionalismos sociales que la dominaban y que a su vez sirve a BM para desplegar una compleja estructura narrativa a través de la que nos introducimos en el particular infierno de Judy, hasta acabar transformándola en un personaje totalmente diferente al del principio de la novela.

Para ello, BM describe a la sociedad de Belfast en toda su hipocresía, su indiferencia frente al sufrimiento humano, sus prejuicios, su capacidad para la crueldad. Salvo un personaje en particular (el doctor Bowe), quizás el único que el autor deja fuera de su visión amarga de la humanidad, en este Belfast, la moral católica (religión que BM profesó y después abandonó) es un barniz, una mentira. Está ahí solamente para cubrir apariencias, perseguir al diferente y defender intereses. El rezo, la iglesia, la misa son meras liturgias: el problema es que nadie quiere ver lo que hay debajo. Nadie tiene el valor necesario para hacerlo.

En efecto, ya en esta primera novela irlandesa, aparecen algunos de sus temas decididamente antidoctrinales y anticlericales y, en particular, el efecto de la Iglesia en la vida de su país, con un sutil manejo de los temas de fe. Un tema recurrente en sus novelas es el concepto del sacerdocio católico, aquí magistralmente expuesto a través del personaje del padre Quigley.

Presentado (capítulo 4) como un orador directo que ataca anatemiza la falta de asistencia a la iglesia en favor de la asiduidad a los lugares de pecado; vuelve (cap. 14) en el momento en que Judy pretende una confesión general que la ayude a rehabilitarse humana y moralmente. Aquí es donde se desvela su personalidad: conocemos su fastidio porque se haya metido en el tiempo dedicado a la confesión de los niños (¿Y no sabe que esta es la hora de confesión de los niños? De los niños. La confesión para adultos es a las seis y a las ocho. Pero no ahora), porque pretenda una confesión general (¡Que Dios nos asista! Una confesión general nada menos) y, sobre todo, por retrasar sus planes de jugar al golf (Y le había prometido al padre Feeny que iríamos a jugar al golf a la una y media…), lo que le lleva a salir pitando de la iglesia sin apenas arrodillarse ante el altar (Hizo una genuflexión al pasar a toda prisa ante el altar. Como si llegara tarde, pensó ella. Como si llegara tarde a alguna cita). Hecho que Judy asocia a la misma actitud presentada por el sacristán días antes y que le llevaron a cuestionar la presencia de Cristo en el sagrario, lo que la va a acrecentar su crisis de fe.

Su presencia se retoma (cap. 18) en el momento en que la protagonista en caída libre emocional, borracha y profundamente descreída (aunque quiere creer) vuelve a la iglesia a confesarse. El recibimiento de Quigley no deja duda alguna sobre su labor pastoral, más propia de un funcionario riguroso que de un pastor de almas: Váyase a casa, se recompone y hace examen de conciencia. No puede pensar adecuadamente en estas condiciones. Y mañana por la mañana yo confieso de seis a ocho. Viene a verme y tenemos una charla. Ese ajuste horario, ya evidente en la confesión de los niños, se reitera ahora de forma intencional. El sacerdote como servicio de acogimiento en horario y condiciones establecidas y sin querer (o poder) ver más allá y realizar esa labor pastoral que la Iglesia ha de ofrecer como él mismo presentaba en el sermón inicial. Es más, él mismo es consciente de ello: Ella subió al taxi, dejando al padre Quigley de pie en la puerta, preocupado, consciente de su fracaso.

Actitud esta de incapacidad para actuar adecuadamente ante los problemas y sufrimientos reales de sus feligreses, más allá del recurso a las buenas palabras, que resulta aún más evidente en su última aparición (cap. 19), donde dice a una Judy postrada: Yo muchas veces pienso en los descreídos, en esos pobres diablos ciegos y sin amigos en este mundo y en el otro. En los hombres solos que se apartan de la senda de Dios, cuando una simple oración, una palabra de arrepentimiento, podría salvarles. Cuando toda la iglesia militante se levantaría para ayudarles y servirles de guía. Con lo que lo único que consigue es que la señorita Hearne piense que le ha hecho una advertencia: me ha hecho una advertencia. Yo estoy sola, como esos descreídos, sin amigos. Sin ayuda. Sin nadie. No, no, ¿por qué tengo que sufrir todo esto?

Así aparece la idea, profundamente comprensiva y afirmativa, de las luchas de la fe y el compromiso religioso. Aparte de los pasajes citados, cabe destacar, en este sentido, los de la protagonista implorando a Dios, pidiéndole fuerzas para escapar de la tentación de beber. Toda una provocación para reflexionar sobre la etiología de la libertad (de la auténtica, de la interior) y sobre el poder aniquilador de la falta de moralidad que imprimimos a algunos de nuestros actos.

EMIGRACIÓN Y SOLEDAD

Otro de los temas literarios (y vitales, como se ve por su propia vida) claves de BM, la emigración, también está presente en la novela. La emigración, casi un rasgo nacional para los irlandeses, siempre ha supuesto un hito en su literatura y en sus vivencias. Aquí aparece perfectamente reflejado en James Madden, ese personaje tan perfectamente caracterizado: prototipo de emigrante que buscando mejorar su vida en Estados Unidos (la vida de los irlandeses en Estados Unidos es casi un género literario), no lo consigue, sintiéndose fracasado. Un emigrante, autoexiliado de las colinas húmedas y de los terrenos rocosos y yermos de su Donegal natal (como el propio autor) que, tras una estancia de treinta años en Nueva York, había vuelto a Irlanda (cuatro meses atrás), a una tierra donde los sueños eran calculables y donde lo único que te podía proporcionar una escandalosa fortuna eran las quinielas futbolísticas.

Es decir, un ʺindianoʺ que regresaba sin haber hecho fortuna. En Nueva York había tenido múltiples empleos (limpiador en el metro, portero en un estadio, camarero en una cafetería, conserje, vigilante de pasillo, portero en un club y portero en un hotel) y en poco tiempo había reunido más 300 dólares, había educado a su hija Sheila (huérfana de madre) en un colegio de monjas y tras un desdichado (afortunado) accidente había recibido diez mil dólares contantes y sonantes: el sueño de volver a casa.

Porque ese era el sueño inicial de todos los hombres de Donegal cuando cruzaban el charco: el sueño del ʺindianoʺ. Hacer fortuna para comprar un terreno en su tierra y pasar allí sus últimos años. No obstante, BM no se queda en el estereotipo, sino que postula a través del personaje el otro lado de la moneda del sueño del emigrante: la creciente adaptación. Porque en numerosas ocasiones ese sueño se olvida cuando las cosas van bien y se empieza a comprar cosas que lo atan a uno, dominan los sueños y acaban cambiándolos. El terrenito en el condado de Donegal se convierte en un descapotable bicolor. La pequeña granja que podría dejarnos el tío Sean se convierte en un pisito en Queens. Y «hacer fortuna» acaba por significar «hacer las paces con la tierra de acogida».

Tras el planteamiento de la doble cara de la psicología del emigrante, BM introduce, a efectos narrativos, la excusa del personaje para volver a casa: la inquina del yerno (Hunky) y la consiguiente distanciamiento de su hija. Regresa y a los cuatro meses ya decepcionado, porque aunque es cierto que resulta más barato vivir en Irlanda, la comparación con el mundo abandonado resulta desoladora. Este es otro de los sutiles análisis psicológicos de la mentalidad emigrante: en el extranjero se idealiza y añora la tierra natal; de vuelta en el país de origen se realza y evoca el mundo del que se vuelve, de tal forma que nunca se está conforme: ¿Qué eres, entonces? ¿Irlandés o americano? Cuando volviste de Estados Unidos no encontrabas nada bueno que decir de allí. Pero en cuanto alguien dice algo malo de ellos, saltas como un tigre, como le dice Bernie a su tío.

Lo cual le permite al autor platear, a través del personaje, el tema de las relaciones del emigrante que regresa con aquellos que no se han salido de su tierra: desde el absoluto rechazo de unos (Lenehan, por ejemplo) a la expectativa interesada de otros de obtener del yanki unas copas a costa de aguantarle su nostálgica conversación (que para nada les interesa), caso de los gorrones de Donegal o del comandante Mahaffy-Hyde, cuando en realidad ese pobre diablo les interesa bien poco, cuando no, simplemente, lo desprecian.

Finalmente, volvamos al título, porque La solitaria pasión de Judith Hearne es también, dentro del cauce argumental de la narración, una escrupulosa exploración del sentimiento de la soledad, que se muestra como aflicción secreta que padecen los seres humanos y que convierte la existencia en una denodada pugna por establecer los vínculos (de afecto, contacto y comunicación) que nos ensamblan con el mundo. Sólo hay que pensar que, hoy en día, mucho más que en la época de la novela, muchas personas en el mundo se debaten con ese estigma para salir a flote en situaciones límite.

Pero la novela va más allá de la soledad: articula un tratado devastador sobre las debilidades del ser humano y una reflexión sobre el patetismo y la soledad, a menudo enmascarados por la represión social, la religión y las adicciones. Hay mucha sutileza en la novela: la vida de esta mujer en un ambiente gris y represivo, en realidad supone una exploración de temas como la búsqueda de las relaciones (amor, amistad…), la fe y su pérdida, la apariencia social y los vicios (como el alcoholismo) como una vía de escape. Y es que, entregados a sus vicios, los personajes hallarán en el alcohol una falaz tabla de salvación para su decadencia, su debilidad y, en suma, su fracaso. Porque la historia, en una inexorable espiral de erosión emocional, permite al lector asistira al desmoronamiento de unas vidas que no logran acogerse al poder salvador  de la fe, ni al estoico recurso de la moral, ni al acogimiento anímico de una (inexistente) amistad. 

«Si uno no cree, hay muchas cosas que se ven de otra manera. Todo: las vidas, las esperanzas, las devociones, los pensamientos. Si uno no cree, está solo. Pero yo soy de Irlanda, estoy entre mi gente, soy un miembro de esta fe. Y, sin embargo, no tengo fe. Así que esta no es mi gente.»

martes, 18 de noviembre de 2025

LA PROMESA

 

«LA PROMESA»
Damon Galgut (2021)


«Vuelves después de una larga desaparición y la superficie se cierra como si jamás te hubieses ido. La familia como arenas movedizas.»


ORÍGENES DE UN PROYECTO INCIERTO

Damon Galgut (DG) nació en Pretoria, Sudáfrica, en 1963. Superó un cáncer a los seis años y estudió Arte Dramático en la universidad de Ciudad del Cabo. Sus libros han sido traducidos a varios idiomas e incluso uno de ellos, The Qarry, ha sido llevado al cine. Actualmente vive en Ciudad del Cabo.

Tras haber sido preseleccionado dos veces para el Premio Booker, en 2003 por El buen doctor, y nuevamente en 2010 por En una habitación ajena, LA PROMESA fue galardonada con el Permio en 2021, lo que le convierte en el tercer sudafricano en ganarlo, tras Nadine Gordimer (El conservador, 1974) y J. M. Coetzee (galardonado en dos ocasiones: Vida y época de Michael K, 1983; y, Desgracia, 1999). La novela fue además preseleccionada para la Medalla Andrew Carnegie a la excelencia en ficción de 2022.

«Lo que he intentado transmitir en este libro es el paso del tiempo. El reto fue cómo registrar esos cambios en la familia, en cada miembro de la familia, cómo les cambia la cara, el cuerpo, la moral, las perspectivas, etc. Luego se me ocurrió que, si ampliaba un poco el enfoque del libro, también podía mostrar cómo había cambiado el país. Coetzee dice que la literatura procedente de Sudáfrica es el tipo de escritura que se espera de una prisión.» (Página dos, RTVE)

Son numerosos los escritores que han novelado sobre ese complicado equilibrio que es convivir con las personas que más te conocen, más te quieren y más pueden desquiciarte: entre otros Jane Austen, George Eliot, William Faulkner, E. M. Foster, Gabriel García Márquez, Nathaniel Hawthorne, J. D. Salinger o Virginia Woolf. Los conflictos familiares son tan antiguos como la humanidad y tan presentes como la propia existencia, como ejemplifica la advertencia de Cicerón: «Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros

En su génesis están dos conversaciones de un DG en la encrucijada de escritor sin ideas y con la sensación de haber agotado su periodo creativo con dos amigos que le abrieron la posibilidad de un nuevo proyecto narrativo. Por una parte, la conversación con un dramaturgo diez mayor que él, que le refirió jocosamente anécdotas de su experiencia cercana en cuatro funerales; y, por otra, la de otro amigo que le relato como en las últimas voluntades de un miembro de su familia se expresaba el deseo de trasferir unas tierras a una criada negra que había trabajado para su familia, y como su familia se resistió, frente a él, a ceder esas tierras. Y, cómo no, su propia experiencia: él fue criado por una negra, Salome (precisamente), a la que en un determinado momento, cuando la familia prescindió de ella, dejó de ver. Una crianza en un sistema frío pensado para separar a las personas (de distinta raza), generadora de una conexión frágil (que él, como niño, nunca llegó a comprender) y casi esquizofrénica de juntos-separados, que ha plasmado magistralmente en el libro: Las dos mujeres saben que no volverán a verse. Pero ¿por qué importa? El cariño las une y las aleja. Están unidas y separadas. Una de las extrañas y simples fusiones que mantienen cohesionado a este país. A veces a duras penas.

CRONOLOGÍA DE UN INCUMPLIMIENTO

En efecto, La promesa es una saga familiar que abarca cuatro décadas (30 años de historia sudafricana), cada una de las cuales presenta una muerte (y el correspondiente funeral) en una familia blanca de afrikáner que ha vivido durante generaciones en una granja de las afueras de Pretoria. Los Swart, familia en franca e imparable decadencia formada por los padres (Manie y su esposa Rachel) y sus tres hijos (Anton, Astrid y Amor).

La novela comienza en 1986, con la muerte, tras larga enfermedad, de Rachel. Antes de morir, le hace prometer a Manie, un último deseo: que Salome, su sirvienta negra (que les ha cuidado toda su vida y que la ha tratado con especial cariño durante su enfermedad), pueda quedarse con la casa Lombard (la casita que ocupa en la propiedad de la familia). Promesa que, casualmente escuchada por la hija pequeña, Amor, queda en el aire cuando Manie afirma en el velatorio no recordar haberla hecho y no muestra intención de cumplirla. Como el apartheid está en vigor, Salome no puede acudir al funeral de la señora, hecho que indigna a Amor. pero que el resto de la familia acepta con normalidad. Igualmente las leyes vigentes en ese momento, impiden que la criada sea propietaria.

Tras el fin del apartheid, la familia se reúne de nuevo en 1995, cuando Manie sufre la mordedura fatal de una cobra. Anton, tras desertar del ejército en 1986, ha pasado diez años llevando una vida inestable; Astrid se ha casado y tiene mellizos; Amor ha estado viviendo en Londres durante varios años. Ahora, Salome tiene el derecho legal de poseer la propiedad, pero el testamento de Manie no contempla la promesa hecha a Rachel, sino que hace a los tres hijos copropietarios de las tierras. Anton regresa a la granja y le asegura a Amor que cumplirá la última voluntad de su madre, pero el tiempo pasa y la promesa sigue sin cumplirse. Hecho que muestra que aunque ha cambiado la situación política, el racismo sigue dominando la vida cotidiana.

En 2004, Anton que se ha casado con Desirée, su novia de la infancia, está muy endeudado; Astrid que se ha divorciado y se ha vuelto a casar, vive con su segundo marido, Jake, en una protegida urbanización de lujo; Amor trabaja como enfermera en una sala de VIH en Durban, donde vive con Susan, su pareja de hace tiempo. A pesar de las súplicas de Amor, la promesa sigue sin cumplirse: Astrid y Anton continúan resistiéndose. En secreto, Astrid ha estado teniendo una aventura con el socio comercial de su esposo (un influyente político negro) y, después de que un sacerdote le negara la penitencia durante la confesión, es asaltada para robarle el coche, para ser asesinada a continuación. Antes de su funeral, Amor hace un último intento para que Anton cumpla la promesa: pero cuando se niega a apoyar el plan de su hermano para vender parte de las tierras de la granja, éste despechado se niega a hacerlo y Amor regresa a Durban, para no volver a verlo.

En 2018, Anton se ha hundido en el alcoholismo y en una profunda depresión debido a su matrimonio fallido, la impotencia, el trauma por el asesinato de una mujer negra en su época del ejército y la sensación de que ha desperdiciado su vida. Una noche, después de pelearse con Desirée, en un desasosiego etílico, se suicida. Amor, que ahora vive en Ciudad del Cabo después de haber dejado a su amiga y su trabajo en Durban, es finalmente informada por Salome de la muerte de su hermano. Siendo el único miembro vivo de su familia, le regala la granja familiar a Desirée, salvo la casa Lombard, que le transfiere legalmente a Salomé, cumpliendo finalmente el deseo de su madre y la promesa de su padre. También le cede a Salome su parte de la herencia de su padre, que hasta ahora se había negado a tocar.

TRAUMAS, FRACASO Y RELACIONES FALLIDAS

«Galgut es a la vez muy cercano a sus personajes problemáticos y algo irónicamente distante, como si la novela estuviera escrita en dos compases, rápido y lento, milagrosamente, esta distancia narrativa no aliena nuestra intimidad sino que emerge como una forma diferente de conocimiento.» (James Wood, The New Yorker)

Desarrolla así la vida de los miembros de esta desdichada familia. A lo largo de la novela, asistimos a los avatares vitales de los hermanos Swart, marcados por los traumas, las relaciones fallidas y el fracaso: desde una hermana infeliz y ambiciosa al hermano que vive a la sombra de un delito; y en medio de esa convulsión, contenida en 30 años de vaivenes políticos y sociales, la tenacidad de la hermana pequeña que, buscando alejarse del trauma generacional de su familia, se va a Londres de donde regresará sintiéndose responsable por la promesa incumplida; determinación que se vuelve más conmovedora a medida que avanza la novela, presentando la incómoda verdad sobre una posible redención en un tejido entrelazado de arrepentimiento.

Cada personaje enfrenta dilemas personales mientras representa un fragmento del tumultuoso viaje de Sudáfrica. Sus luchas individuales se entrelazan con la decadencia colectiva de su familia. Herman Albertus Swart (Manie), dueño de la granja y del principal negocio familiar (el parque de reptiles Scaly City), con el tiempo, entabla una estrecha amistad con Alwyn Simmers, un antiguo pastor afrikáner de la Iglesia Reformada, mientras su esposa, Rachel Swart, de soltera Cohn, se reconvierte al judaísmo mientras agoniza de cáncer.

Anton Swart, el hijo mayor, cuyo nacimiento no planeado fuera del matrimonio llevó a un casamiento que la familia consideró un error, es un personaje problemático que lucha con la culpa y la vergüenza, moldeado por experiencias traumáticas en el ejército, donde ha matado a una madre negra (lo que le lleva a desertar) y un matrimonio fallido con su novia de la infancia, Desiree. quien se involucra cada vez más con prácticas de la Nueva Era y el yoga, y terminará conviviendo con Moti, el líder de un ashram cercano. Astrid Swart, la hija mediana, encarna una vida de superficialidad, marcada por los secretos y la infidelidad: se convierte al catolicismo, tiene gemelos y dos matrimonios infelices (con Dean y Jake, respectivamente) que la llevan a una creciente desilusión. Amor Swart, la pequeña, dos veces herida en su infancia: la primera, a los 6 años, por un rayo; la segunda, a los 13, por la muerte de su madre. Dos heridas que, ya mujer, revive a cada instante de su vida, la primera por lo que tuvo de milagroso sobrevivir, la segunda por la orfandad que instaló en su existencia, y ante la cual, para seguir adelante, solo encuentra en la promesa de su padre una obstinada razón a la que aferrarse. Será la brújula moral de la historia, una especie de conciencia de la familia: dedica su tiempo a cuidar a enfermos de sida, se niega a aceptar el dinero familiar o a mantener el contacto, y es la única de la familia que busca cumplir la promesa

PERSONAJES EN SUDÁFRICA 

Promesa que opera como eje del drama, el punto de convergencia donde lo privado y lo público, lo íntimo y lo colectivo, la historia de los Swart y la historia de la Sudáfrica moderna confluyen encarnadas en esa mujer que en su agonía otorga la posesión de un bien al Otro, al segregado, al invisible, al relegado. De esa promesa emana un compromiso que desborda el marco de la habitación de la muerte e invade la nación entera, desplegándose como una impecable metáfora del fracaso (y también de la posibilidad de redención) de un país. DG se instala en esa metáfora desde la primera página y no la abandona hasta la última. En medio asistimos al desmoronamiento de un linaje y a la reinvención de una tierra.

DG presenta la evolución personal y sobre todo mental de los miembros de la familia y de toda su comunidad (desde los representantes religiosos al sin techo que habita el pórtico de la iglesia o el psicoterapeuta al que acude uno de los hermanos) con una habilidad cinematográfica que propicia un recorrido visual por el entorno y sobre todo interpreta el contexto, el modo y manera en que vive la familia. Porque no hay nada inusual o notable en la familia Swart, claro que no, se parecen a la familia de la granja de al lado y a la que hay a continuación, solo un puñado normal y corriente de sudafricanos blancos.

Porque la novela trata de mucho más que de los Swart, trata de Sudáfrica y el cambio radical que vive el país en poco tiempo, así que cada parte de la novela no solo mira hacia un personaje, también refleja una época distinta e importante del país. El lector descubre cómo la alienación de Anton, los fracasos matrimoniales de Astrid y el anhelo de redención de Amor reflejan los cambios sociales más amplios que ocurren durante sus vidas, dejando de este modo un completo y complejo retrato que queda marcado por Nelson Mandela, Thabo Mbeki o Jacob Zuma y que tiene personajes secundarios de lo más pintoresco. Entre otros, la tía tannie Marina, retrato de la vanidad y el desconcierto; su marido, oom Ockie, desconcertante y bebedor; Desirée, la esposa de Anton, niña rica que piensa que el mundo está donde está para tratar de complacerla, y ella está donde está para sentirse decepcionada por el mundo; el paastor Alwyn Simmers, eclesiástico codicioso, engreído y banal; el padre Timothy Batty, engreido sacerdote católico que negará la absolución a Astrid; Milos Pretorius, alias Moti, el yogui representante de la nueva orientación espiritual (tan vacía e interesada como las antiguas). Reducidos ejemplos de tantos certeros retratos y sucesos.

En suma, un amplio elenco de personajes complejos y bien definidos. No obstante, varios críticas han puesto de manifiesto que los personajes principales (los hermanos Swart) resultan indiferentes y que cuesta empatizar con ellos, llegando al punto de no importar lo que les suceda. Aspecto este que no ocurre con la caracterización de los secundarios. Quizá se deba a que la caracterización de los tres hermanos viene lastrada por su valor arquetípico: cumplir dentro de la historia la función metafórica de simbolizar con su devenir el del país, Sudáfrica.

Lo que si cabe destacar es la ausencia de voces negras, que parece señalar la desconexión continua dentro del paisaje sociopolítico de Sudáfrica. Esta ausencia es definitoria y forma parte del objetivo de DG de reflejar una terrible verdad sobre los blancos de Sudáfrica: dado que todas familias blancas, incluso las más desfavorecidas, tienen a una persona negra a sus servicio, la cultura histórica ha determinado que vean al negro como una función, no como una persona, tal como reconoce el personaje de Lexington, el chofer negro de la familia: Yo solo hago, no pienso. Al utilizar predominantemente la mirada blanca, la novela expone como el privilegio ciega a los privilegiados, proclamando la importancia de reconocer la historia y las historias que a menudo han sido pasadas por alto. Aparte de la ausencia de voz, resulta relevante la mirada blanca sobre ciertos aspectos: así, se caracteriza a Hendrik Verwoerd (político sudafricano conocido como el Arquitecto del apartheid) como «un gran hombre», y al encuentro entre François Pienarr (capitán del equipo de los Springboks) y Nelson Mandela como el de «un bóer corpulento y un viejo terrorista». Salome, víctima de la injusticia del apartheid, no es tanto un personaje como el reflejo de las consecuencias de las políticas de segregación racial: lleva toda la vida en la granja, o al menos esa es la sensación que da. Mi abuelo siempre hablaba de ella en estos términos, ah, Salome venía con las tierras. Su hijo, Lukas, es retratado como iracundo e ingrato. Por otra parte, el primer personaje negro con una voz significativa es un ladrón de coches asesino, aspecto al que se suman un político negro corrupto, una policía negra también corrupta o un sintecho visionario.

En este sentido, resulta significativa la elección del apellido de la familia protagonista, Swart: en afrikáans significa negro. Este recurso a una palabra tan elocuente ilumina el carácter paradójico de la historia de Sudáfrica, donde una minoría de la población (20 %) impuso, entre 1948 y 1992, un sistema de segregación racial a la mayoría restante.

ESTRUCTURA Y NARRADOR

Pero no sólo es interesante lo que cuenta, sino cómo se cuenta. En este sentido, el libro tiene dos aspectos muy distintivos. El primero tiene que ver con su estructura cíclica. La novela, a partir de una concepción teatral, se divide en cuatro partes (actos) con un título revelador (cuyo significado no se tarda en descubrir: en la segunda parte ya queda claro) y separados en el tiempo, cuyas escenas se articulan en torno a una muerte y un funeral.

En efecto, se narra en intervalos discretos de cuatro secciones, basadas en el funeral de un miembro de la familia, cada una de las cuales lleva el nombre del miembro que fallece como título. Cada sección comienza con las circunstancias de la muerte (cáncer, mordedura de serpiente, asesinato y suicidio). Cada funeral coincide con un momento importante de la historia sudafricana (el apartheid, la victoria en la Copa Mundial de Rugby, la investidura de Mbeki y la dimisión de Zuma). Cada uno se desarrolla en una estación del año diferente (primavera, invierno, otoño y verano, respectivamente). Cada uno incluye detalles sobre el cadáver y la perspectiva de la persona que lo prepara para el entierro (presentando en detalle sus pensamientos y sus creencias) y cómo sus opiniones chocan en gran medida con las creencias de los demás miembros de la familia. Y cada uno incluye la tentativa de Amor para que se cumpla la promesa.

El segundo aspecto es la voz narrativa, diferente y muy personal que DG convierte en un permanente despliegue de sorpresas. Un narrador omnisciente, muy deliberado e intrusivo, que salta sin esfuerzo de personaje en personaje: entra en el cuerpo un personaje secundario (como un indigente o un criminal) e incluso en el de un chacal o un cadáver, con igual significación con la que ocupa a los caracteres centrales de la familia Swart. Alterna entre la tercera, la primera o la segunda persona para narrar el punto de vista, dirigiéndose a veces directamente al lector y otras veces con breves apuntes corales en primera persona del plural. Una voz omnisciente que sabe explorar la privacidad de los personajes, los cambios y la desintegración de Sudáfrica, pero también todo lo que se tercie, desde la anatomía de un animal al detalle de un paisaje.

Técnica que otorga, como se ha dicho, una calidad fílmica a la prosa.  De hecho, DG en la presentación del libro en Madrid contó que cuando estaba escribiendo la novela recibió el encargo (muy bien remunerado) de escribir un guion cinematográfico, dejó la novela y se sumió en la escritura del guion, trabajo que le confirió un pensamiento visual. Terminado el guion, al retomar la novela la experiencia le ayudó a dar el enfoque final a su escritura. Así configuró a este narrador como una inusual cámara narrativa, pues a diferencia de la cámara fotográfica, además de permitir alejarse (aportando frialdad) o acercarse (confiriendo calidez), le permite adentrarse en los personajes (confiriendo total intimidad). E incluso va más allá: dispensa, por una parte, al narrador la potestad del montaje, facilitando así la transición de un personaje a otro, de una escena a otra o la confrontación del punto de vista de los personajes (de hecho, a veces dialoga con ellos, como si conviviesen); pero también, por otra, la capacidad (como en el teatro moderno) de interpelar al lector, e incluso a meterlo en el entramado de la historia: y si no se ha mencionado antes el lugar de origen de Salome es porque no has preguntado, no te interesaba saberlo

Y si bien es cierto que este estilo narrativo dislocado puede desorientar inicialmente (al pasar de un personaje a otro sin avisar y mezclan continuamente diálogos, pensamientos, intenciones y recuerdos), enseguida se sabe quién está hablando, a quién pertenece cada voz, y se hace evidente que constituye un recurso que enriquece la profundidad emocional de la historia. Sea como fuere, hay algo pujante en el manejo que DG logra de este recurso, pasando de primera a tercera persona confiere a la narración, dada la multitud de personajes, un sentido coral: una especie de colectividad nosotros-ellos rigurosa y ética, que sostiene la obra desde la perspectiva de la forma, al tiempo que muestra múltiples voces que amplían la visión de la familia y el país, en particular, y del mundo, en general

[El narrador de la novela ocupa] «un espacio indistinto, a medio camino entre la primera y la tercera persona, pasando de un enfoque estricto en un solo personaje a una visión más penetrante e independiente, a menudo dentro de un solo párrafo. Hay mucho discurso indirecto libre y secciones escritas en algo que se aproxima a la corriente de conciencia de Joyce.» (Jon Day, The Guardian)

En efecto, DG emplea un estilo narrativo único, moviéndose entre la perspectiva de diferentes personajes, establece una estructura que crea un efecto de retrospectiva y una visión fragmentada y variable de los acontecimientos, y destila ironía y un fino humor negro muy medido, que no ensombrece una fuerte crítica social y política. Porque DG ha concebido su novela como una especie de representación teatral en la que nada es casual y la forma de contar las cosas choca con la dureza de muchos momentos, dando como resultado un contraste turbador.

ESTILO INNOVADOR

Pero, por si sola esta voz sería solo una exhibición de destreza si no estuviera al servicio de una historia a la altura, con un subterráneo impacto emocional y un perturbadora apuesta ética de fondo. Ese virtuosismo va ligando los diversos elementos con prosa cadenciosa, impulsando una historia áspera que, sin embargo, de manera muy moderna, no evita la escatología ni escapa al humor y la belleza. La novela, sin duda, combina una profunda crítica social con ironía y humor negro, haciéndola más entretenida. DG tira, por ejemplo, de ironía cuando sus personajes comentan si las cosas se parecen (o no) a una novela o intentan, sin éxito, escribir una novela autobiográfica, o tienen nombres ridículos (como el soldado Payne o los detectives Olyphant y Hunter).

Una escritura tan sorprendente como saltarina, como apuntes que en realidad son apreciaciones palmarias; trufada de sabias reflexiones puestas en las voces de los distintos (y tan variados) personajes, sin entorpecer la narración. No en vano, el jurado del Premio Booker destacó la «espectacular demostración de cómo la novela puede hacernos ver y pensar». Y lo hace, sobre todo, introduciéndose en los personajes, en cada uno de ellos, que van apareciendo en constante alternancia. Creando así una narración a partir de sobreentendidos y esa escritura entrecortada. Así es como DG ha solucionado uno de los problemas clásicos de la prosa novelística, el de la continuidad entre escenas, al tiempo que ha logrado resolver el asunto (tan complicado) de la verosimilitud.

El estilo y la narración modernista (representación realista. juego con las expectativas del lector, tendencia a psicoanalizar a sus personajes mediante el empleo de técnicas como el monólogo interior, la mezcla de argot callejero con un lenguaje más elaborado…) de DG han sido comparados con la tradición de William Faulkner, Virginia Woolf o James Joyce. También se ha comparado con Desgracia, de J. M. Coetzee, comparación que no parece pertinente por cuanto DG deja espacio, si no a la esperanza, al menos a la dignidad, mientras en Desgracia, nadie (ni los perros) se salvan las convicciones desesperanzadas de Coetzee. Siendo el fiel reflejo de una sociedad convulsa, en la que conviven distintas etnias, religiones y culturas, en medio de esa conflictividad social DG ofrece un rayo de esperanza, personificado en Amor (el nombre no puede ser casual), quien, fiel a sus principios y con un sentido de la justicia del que carecía su familia, da un giro a los proyectos familiares.

La acogida de la crítica ha sido generalmente entusiasta, ensalzado unánimemente esa estructura y una narración que mezcla la perspectiva de los personajes y los acontecimientos sociales y políticos de Sudáfrica, aunque no han faltado quienes han criticado la trama central (la promesa de ceder la casa a la criada), considerándola pobre y casi inexistente; así como el estilo narrativo, considerándolo caótico y desordenado, al alternar entre primera, tercera y segunda persona sin un hilo conductor claro.

Sea como fuere, no quiero dejar de destacar la sutil reflexión a la lectura como comunicación interna (dentro del cerebro del lector) que a diferencia de cualquier otra (oral, cinematográfica, etc.) hace que las palabras recreen en nuestro interior una realidad basada en nuestra vida, conocimientos, sentimientos, contexto, etcétera, que determina que la lectura de un libro sea una experiencia única para cada lector.

TEMÁTICA AMBICIOSA

El paso del tiempo y sus consecuencias (incluida, la más extrema, la muerte) es el tema axial de la obra ya desde su origen. En este sentido, aparece la reflexión sobre el cuerpo en la novela, como no podía ser de otra manera, pues el paso del tiempo tiene sus consecuencias sobre el cuerpo hasta llegar al final, con la muerte. La presencia física corporal con todos sus aspectos incluidos los escatológicos (que todos sufrimos y que todos aparentamos no experimentar) está presente en cada capítulo de la novela.

Y en torno a ese eje, la novela explora una gran variedad de temas como las relaciones familiares, la vida y la muerte, la herencia del pasado (apartheid), la responsabilidad moral, el arrepentimiento, el peso de las promesas, la identidad, la justicia social y la reconciliación. Lejos de presentar soluciones fáciles, más bien muestra la complejidad de estos temas en un contexto histórico específico.

Pero la familia está en primer plano y solo como trasfondo y contexto está Sudáfrica y su historia reciente. De ese modo el autor introduce temáticas típicamente familiares: celos, infidelidades y cambio en el tipo de relaciones entre los hermanos. Y, a partir de ahí, también refleja, como se ha dicho, el contexto histórico de Sudáfrica: la familia representa al país y la historia familiar sirve de analogía a la historia del país, configurando un fresco de la realidad nacional. Claro ejemplo es la coincidencia de los funerales con eventos importantes a lo que se suman las muertes (y su naturaleza simbólica), la necesidad de comprensión y ajuste de cuentas (e incluso, de verdad y reconciliación) que surge de ellas, el análisis del estado de descomposición de los cuerpos (que representan a la nación), con las secuelas del apartheid y la transición hacia una sociedad más justa. De una sociedad segregada a la liberación que supone primero el ascenso político de Nelson Mandela (de la celda al trono, jamás pensé que vería algo así) y el advenimiento posterior de Thabo Mbeki, (muy cercano en relaciones sociales a Astrid) o Jacob Zuma, la novela transita por los conflictos raciales, pero también por los religiosos, interesándose incluso por la espiritualidad alternativa; por los bajos fondos y la resolución de deudas; por el abuso del alcohol, pero también por la exaltación de los símbolos externos del poder, con los enredos amorosos. Narra, en suma, la pérdida del privilegio, la inversión de los órdenes, el paso de un Estado fascista, con sus fielatos y dogmas, a un país democrático, con sus imperfecciones y su intento de consagración de la igualdad.

Sudáfrica es el país más rico de África, pero el reparto de la riqueza es muy desigual: aproximadamente el 1% de la población posee el 70% de la riqueza. Por otra parte, es un país en el que casi el 80% de los habitantes son negros, pero en el que los blancos siguen teniendo mucho poder: han perdido el poder político, pero siguen afianzados en sus privilegios, lo que provoca un clima de inestabilidad y violencia. Por eso, no es de extrañar que un personaje afirme en un determinado momento: El apartheid ha caído, ahora nos morimos uno al lado del otro, en íntima proximidad. Solo nos queda por resolver lo de vivir juntos.

TEMÁTICA ¿ENGAÑOSA?

Las fisuras morales de la familia Swart como alegoría de la Sudáfrica post-apartheid y la promesa de los blancos a los negros constituyen la brillante urdimbre de la novela, pues «a medida que los miembros de la familia encuentran razones para negar o aplazar la herencia de Salome, la promesa moral (el potencial o la expectativa) de la próxima generación y de la nación misma se muestra igual de comprometida que la de sus padres.» (Jon Day, The Guardian). Es más, la historia familiar como espejo de la nación, configura a Sudáfrica (casi) en personaje central de la narración. Porque, la metáfora subyacente de la promesa de la familia resuena a lo largo de la novela, sirviendo como apunte de las historias no resueltas y las promesas que enfrentan las comunidades marginadas (ejemplo paradigmático es el diálogo entre Lukas y Amor en el capítulo final del libro). La representación de la disfunción familiar refleja la desintegración nacional, destacando cómo los fracasos personales y sociales se entrelazan.

Aunque algunos críticos sienten que el libro no cumple con la promesa de ser una intrahistoria de Sudáfrica, diluyéndose en exceso en las historias personales y dejando de lado la crítica social que parecía prometer, la promesa del título intercalada a lo largo de la historia representa algo más que el compromiso familiar con Salome. Lo cierto es que, a medida que los personajes experimentan pérdidas, el peso de su promesa no resuelta pesa sobre ellos y cada funeral, que marca una década en la historia de la familia, significa no solo una pérdida personal, refleja la decadencia de sus lazos familiares, un ciclo de promesas rotas (y las consecuencias que estas generan) y las oportunidades de cambio perdidas. De ahí que, a medida que avanza la novela, en cada capítulo la desintegración de la familia se corresponde con momentos cruciales en la historia de Sudáfrica. La narración sobre el derecho de Salome a su tierra prometida se convierte en una poderosa declaración sobre la tierra, el legado y el impacto duradero del colonialismo, convirtiendo al lector en testigo de la historia de los Swarts/Sudáfrica: un hilo tejido a través de la apatía personal, el conflicto y el cuestionamiento moral.

A raíz de estos aspectos algunos críticos han puesto en entredicho el punto de vista de DG. Fijándose en ciertas afirmaciones del autor: «algunos se están marchando del país y llevándose su dinero. Yo no estoy entre ellos —todavía—, pero por primera vez la idea me ronda la cabeza y no se me quita de la cabeza.», al final de su artículo Jacob Zuma y el momento decisivo de Sudáfrica en The New Statesman; o «ser un hombre blanco en Sudáfrica hoy en día supone una desventaja, ya que todo está en tu contra». en el club de lectura de Radio 4 Front Row Booker. Aparte del hecho de que DG tuviera 30 años antes de que Sudáfrica celebrara elecciones democráticas y que hiciese el servicio militar obligatorio en el ejército del apartheid.

Toda esta controversia, muchas veces vacía, se basa en extractos de declaraciones descontextualizados del texto completo y la confluencia biográfica con el apartheid no indica nada más allá de su coincidencia temporal (según esto, todos los varones nacidos en la década de 1940 en España, serían franquistas reconocidos). Además, el propio DG ha reconocido que la novela le ha supuesto en su país una fuerte contestación crítica por su análisis del privilegio.

Y MUCHO MÁS…

Sin duda el objetivo de DG no ha sido dar una imagen desfavorable de su país, sino presentar el espíritu de cada una de las décadas a través de las que se mueven los personajes de la novela con sus luces y sus sombras: una trayectoria que va desde el apartheid, pasando por las enormes expectativas creadas en torno a Mandela, hasta el desencanto creciente con Mbeki y Zuma. Porque DG no se considera un guía moral, sino un escritor que con su mirada pretende incomodar al lector. No trata de orientar, ni dar soluciones o proponer narraciones cerradas, sino de plantear al lector determinadas cuestiones (de ahí este narrador interlocutor).

Así plantea el tema de la posesión y la resistencia a cederla. El fondo de la novela no es tanto la tierra (quién la ha poseído, quién la posee y quién la poseerá), sino la resistencia a ceder algo que, aun careciendo de valor (y que, por tanto, uno no valora), consideras tuyo. La tierra, aquí, tiene un fuerte componente simbólico, como el lugar que sintiéndolo tuyo, desarrolla el sentido de pertenencia, de arraigo. De modo que esa tierra tuya es la que sientes como país. La posesión lleva al sentido de pertenencia y este a sentirte ciudadano del país (a los negros sudafricanos se les negó la pertenencia y por tanto la ciudadanía: con el apartheid eran desarraigados)

Y es que, en 1994, el régimen cedió el poder político, pero conservó el económico: las leyes del apartheid desaparecieron y se produjo un cambio institucional, pero se mantuvo la misma situación económica, produciéndose la paradoja de que aunque políticamente se hubiera dado un cambio, sin la posibilidad de cambiar de clase, no ha sido posible cambiar el futuro.

Independientemente de todo ello, Sudáfrica ha vivido una historia reciente turbulenta y dura, que DG ha encontrado la forma de relatar con una voz única: formula un examen dramático de la familia, la raza y los sueños incumplidos de una nación. Su habilidad para entrelazar tragedias individuales en una narrativa colectiva muestra las complejidades de las relaciones personales y las obligaciones sociales: es un reflejo de la compleja y evolutiva identidad de Sudáfrica, un recordatorio de las promesas hechas y rotas, con implicaciones perdurables para la reconciliación personal y nacional: en este sentido, la realidad posterior al apartheid muestra que incluso después del cumplimiento de la promesa original, aún existen obstáculos; una reclamación de tierras por parte de una familia desplazada durante el apartheid pone en riesgo la propiedad de Salome. Todo un guiño narrativo: la historia continúa…

Además, compromete al lector a afrentar verdades incómodas sobre el privilegio y la responsabilidad mientras lo induce a considerar las voces que se han perdido en las sombras de la historia. Al involucrarse con el pasado, anima a reflexionar sobre los roles dentro de las familias y en la sociedad en general. Y eso es lo importante, lo demás, como diría el narrador, no os importa demasiado.

«De ese modo la gente se compadece de sí misma, empapada de tristeza por lo que ha perdido, sin tener conciencia de otras pérdidas cercanas que ellos mismos han provocado.»

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