«JUGADORES DE BILLAR»José Avello (2001)
UN TAL JOSÉ AVELLO
José Avello Flórez (Cangas del Narcea, 1943 - Madrid,
16 de febrero de 2015) estudió Derecho en la Universidad de Oviedo y en la
Complutense de Madrid. Fue, durante diez años, profesor de Teoría de la
Comunicación y, después, de Sociología de la Cultura en la Facultad de Bellas
Artes de Madrid.
En paralelo a esa dedicación
docente, desarrollo su vocación literaria. Publicó dos únicas novelas: La subversión de Beti García (1983), que quedaría
finalista del Premio Nadal (cuando significaba algo); y, dieciocho años después,
JUGADORES DE BILLAR (2001),
que supuso su consagración como escritor de culto. Además,
recientemente se ha publicado un libro de cuentos titulado Relatos reunidos (2024).
Pese a publicar solo dos novelas y
mantenerse siempre alejado de los focos, obtuvo un notable reconocimiento
crítico, llegando a ser el segundo o el más destacado finalista de los premios
a los que se presentó (Nadal y Alfaguara entre ellos), e incluso a estar a
punto de conseguir el Premio Nacional de Narrativa en 2002.
Pero Avello
pertenece a ese grupo de escritores vocacionales ajenos a la feria de las
vanidades y su reparto de promociones, enchufes y privilegios; que nunca se
han plegado ante los olvidos, adversidades o ninguneos del mundillo literario. Quizá
por esa trayectoria tangencial con el éxito literario ha pasado desapercibido durante
tanto tiempo. Ejemplo manifiesto de que, para alcanzar la calidad literaria, un
escritor no tiene por qué ser (como demanda el mercado literario) un rebelde,
un comunicador o un relaciones-públicas, sino simplemente dedicarse a
escribir.
Su peculiar trayectoria ha
permitido que sus dos únicas novelas, aunque publicadas con escasos recursos y
medios de promoción, no cayesen del todo en el olvido (literariamente injusto).
Desde su publicación, el destino de sus obras ha sido bastante azaroso, aunque
sus páginas permanezcan muy vivas en sus contados lectores. Hoy, afortunadamente,
tanto la primera, como la segunda pueden encontrarse hoy editadas en la Trea
y en Alianza, respectivamente.
Teniendo en cuenta que Jugadores de billar se publica 18 años después
de La subversión de Beti García,
Avello debió realizar una profunda
introspección y una compleja revisión de sus supuestos narrativos: desde su
planteamiento argumental hasta el proceso de decantación estilística
(reescritura). Porque en esos años, se dedicó con discreción, constancia y rigor
a escribir una novela redonda, sin desfallecer ante la ardua tarea, sin
escatimar esfuerzos (uno se imagina ese volver una y otra vez sobre cada
fragmento) para ajustar cada una de sus palabras teniendo siempre presente que
la tarea no era tanto escribir una novela de éxito, como realizar ese sueño de
todo escritor verdadero, conseguir una obra de arte.
SOPORTE ESTRUCTURAL
La audacia de la novela se
manifiesta ya desde la complejidad estructural, la historia, se desarrolla a
través de veintiséis fragmentos y a lo largo de cuatro partes de distinta
longitud, cada una titulada con el nombre de una de las estaciones y un
subtítulo, que alude alegóricamente a su contenido: Primavera, «Espejos y cristales»; Verano, «El
lado oscuro de la calle»; Otoño, «El cuarto jugador»; Invierno, «Nieve
sobre la ciudad». Colmada de tramas subsidiarias y diversos niveles
dramáticos la novela ha requerido más de seiscientas páginas para su
desarrollo.
Un primer nivel de trama es el del
tiempo vigente, el presente, el año de esas cuatro estaciones que dividen el
texto, en que varios compañeros o amigos desde la adolescencia, se reúnen a
menudo para jugar al billar, práctica que mantienen desde su primera juventud,
cuando eran bizarros editores de una indómita revista poética, y mientras
experimentan toda una sucesión de incidencias personales y sentimentales.
Un segundo nivel desarrolla los
recuerdos de cada experiencia individual, casi siempre resueltas en fracaso y
frustración, que van apareciendo mediante evocaciones hilvanadas a lo largo del
momento presente.
Un tercer nivel es el de los
acontecimientos mezquinos, crueles y sangrientos, situados en la guerra civil o
durante el franquismo, que acaban influyendo en otro asunto decisivo para el
desenlace, una maniobra especulativa con crimen incluido, remedo de estos
infames pelotazos y corruptelas de nuestra vigente actualidad.
TRAMA TRADICIONAL
Su argumento, como el de Ulises, Madame
Bovary o En busca del tiempo perdido,
se cuenta pronto: una más de las numerosas las historias de señoritos de
provincias, ociosos y mantenidos, cuya principal actividad se reduce a combatir
un aburrimiento endémico. Esa trama de lo más tradicional, en este caso se
despliega en escenas de la vida en una ciudad de provincia (que recuerda
a Balzac) con su grupo de camaradas asentados en una confortable apatía,
las sórdidas intrigas de una compraventa que remueve oscuros secretos del
pasado (la guerra civil, ese referente insalvable) y hasta su macguffin
(motivo argumental que hace avanzar la trama, aunque no tenga gran relevancia
en sí mismo) en forma de maletín con escrituras comprometedoras.
En efecto, Avello
presenta, a modo de retrato generacional, a un grupo de amigos que juegan
rutinariamente al billar en un café de Oviedo. Rebeldes en sus años
universitarios, al final de la dictadura, han caído después en el tedio y el conformismo:
se limitan a sobrellevar su desidia, solo removida ocasionalmente por la
codicia y alguna pasión menoscabada por años de ocultamiento, hasta que una turbia
compraventa sacude sus vidas y relaciones. La sala del billar, la mesa y el
propio juego (billar europeo) simbolizan la rutinaria existencia de esos
personajes que, como bolas, rebotan y entrechocan dentro de los reducidos límites
de un tapete del que no pueden escapar.
Avello registra con naturalidad y
verosimilitud la redención personal de una generación, hija de los vencedores
de la guerra civil, para acabar impartiendo una justicia poética (tan propia de
la literatura) y cerrar un círculo que, en cierto modo, tiene algo de
restablecimiento del equilibrio perdido, y también de ajuste de cuentas entre
los antiguos camisas viejas dogmáticos y sanguinarios y esos jóvenes
hastiados, antihéroes perplejos y tolerantes en que ha venido a derivar su
estirpe. La novela, sin embargo, no tiene un solo desenlace, y por encima de
las peripecias personales, el oculto y provechoso negocio que se cierne sobre
la fábrica de cerámica (otro de los ejes espaciales de la trama), también salpicado
de sangre, revive cierta permanencia histórica de las imposturas de la guerra
civil.
UN OVIEDO DE LOS NOVENTA
La novela se sitúa en los años
noventa, en un Oviedo muy concreto. Mediante los personajes (complejos y
trazados con suma precisión, tanto en lo aparente como en el detalle relevante)
y de sus frustrantes relaciones interpersonales, Avello,
con distanciamiento escéptico e ironía contenida, despliega una profunda cata la
sociedad española de la transición. Al tiempo que, mediante el
procedimiento de la retrospección, la trama principal se desdobla en una
subtrama que revela las raíces criminales (delitos que se inician ya en 1936) de
ciertas fortunas amasadas por algunos vencedores sin escrúpulos de la guerra civil,
parientes directos de algunos protagonistas y secundarios.
En efecto, la novela está ambientada
en la ciudad de Oviedo, en especial en torno a la mesa de billar del reservado
del café Mercurio, un viejo establecimiento que se ha resistido a la
modernización: El café Mercurio era un viejo cafetón de mesas de mármol que
pasó milagrosamente los devastadores años sesenta sin plastificarse en
cafetería americana (por ejemplo, bajo el atractivo nombre de Mercury). Después
logró mantenerse en su gloriosa decrepitud gracias al amable carácter de sus
dos socios propietarios, cuñados entre sí, cuya feroz inquina mutua paralizaba
cualquier iniciativa de reforma e incluso la simple y clamorosa necesidad de
darle una mano de pintura.
Una ciudad de provincias y sus
distintas clases sociales entremezcladas, que van apareciendo encarnadas en sus
personajes (que, en el fondo, no está tan alejada de la Vestusta de La Regenta, de la Pilares de Pérez de Ayala,
o de la ciudad adormecida de Nosotros, los
Rivero, de Dolores Medio) aporta un enorme juego narrativo,
resultando tan cerrada con la mesa de billar.
No obstante, pese a que se
mencionen muchas de sus calles, tiendas y oficios, gentes, universidades y
farmacias; lugares como el Campo de San Francisco, la pastelería Peñalba o el
teatro Campoamor, la referencia a la ciudad de Oviedo, a través de la mirada
del narrador (alter ego del autor), más que realista resulta poética y
expresionista (subjetiva y distorsionada) , mostrando estampas, atisbos y rincones vinculados a escenas y
estados de ánimo emotivos: la lluvia, el paisaje montañoso al fondo, la luz de
las farolas…
Completan el escenario Madrid e
Irlanda, como localizaciones secundarias y ocasionales de una trama que, a
partir de las opiniones de los personajes, permiten ampliar y enriquecer la
visión crítica y sarcástica del autor acerca de tópicos muy difundidos por la
chabacanería política o histórica que prescribe el odio a la capital (Ellos
siempre habían odiado Madrid) y la devoción a la cultura ancestral. Por
otra parte, la naturaleza abrupta e imponente de los acantilados irlandeses y
el tiempo tormentoso que realza este paisaje componen un decorado legendario,
de genuina estirpe romántica, para narrar las trifulcas conyugales del matrimonio Galindo
de viaje por Irlanda en viaje iniciático del (satirizado) grupo Ecoconceyu.
Idéntica visión romántica sustenta el largo episodio (que se ha visto como
homenaje al final de Los muertos, de James
Joyce) donde una persistente nevada cae cuando el
narrador recibe, en calidad de personaje, la visita de su amada que
llega para comunicarle que lo abandona y se va con su amigo Álvaro: Nevaba en la ciudad cuando a las siete
y media de la tarde oí el timbre de la puerta (pág. 509-516).
Al cabo, los personajes,
oscilando entre una rutina nada satisfactoria, las partidas de billar y unos
esparcimientos nocturnos marcados por el alcohol y las drogas, deambulan por
los lugares que componen el escenario y que se ajustan a la tensión narrativa
de las historias: la fábrica de cerámica objeto de los afanes especulativos,
los domicilios (algunos con singulares instalaciones), la zapatería Las
Novedades, el Mercurio, el bar Chipi… tienen una presencia consistente,
fortalecida por unos personajes secundarios que no sólo viven sus propias
tramas, sino que enmarcan bien las pasiones y pesares de los protagonistas,
cuyas personalidades vienen definidas sobre todo por sus comportamientos y la
relación que los une. La mesa de billar, la sala y el propio juego (billar
europeo) metaforizan la rutinaria existencia de los personajes como bolas
rebotando y entrechocando entre los límites de un tapete del que no pueden
escapar.
CARACTERIZACIONES VERDADERAS
Mientras que los personajes de
algunas narraciones son producto de la imaginación, en ésta son resultado del
ensamblaje de aspectos provenientes de modelos reales: Avello,
tan partidario de lo real, sin duda tomó del natural los rasgos de sus
personajes, o al menos de tipologías muy pegadas a la realidad (quién no ha
conocido a tipos como Floro, Vicente o Arbeyo).
Como el espejo de Sthendal (una novela es un espejo que se
pasea por un camino) no ahorra ni un rincón oscuro por escudriñar,
perfilando a sus personajes como un reflejo de una realidad un tanto cruel, aunque
nunca se muestra severo con ellos, ni siquiera con los más aborrecibles: se
introduce tanto en su personalidad que llaga a comprender sus razones (y a perdonarlos).
De hecho, sus caracterizaciones destacan por su exactitud y ponderación,
llegando incluso a presentar atenuantes para las conductas reprobables.
Sus personajes, tanto los amigos
protagonistas como los relativamente antagonistas, así como todos los
secundarios, cumplen una función necesaria, no sólo por encarnar los lances
dramáticos de las tramas entrelazadas, sino para dotar a la historia de una verosimilitud
adicional, derivada del dilatado y denso periodo de convivencia entre personas,
lugares y costumbres en el ámbito cerrado de Oviedo, como telón de fondo, con
la certera composición de los inevitables roces de esa vida provincial (tema característicos
de la narrativa de mundos cerrados), con tantas posibilidades para el
análisis de comportamientos humanos y tan poco habitual en la novela actual.
Parafraseando a Clarice Lispector: unos personajes tan bien
inventados que solo la verdad les faltaba para ser verdaderos.
Avello va plasmando la vida cotidiana de
los personajes (manías, gustos, forma de relacionarse) mediante detalles que
conforman retratos breves y elocuentes. Personajes que se encuentran en un
momento crítico de sus vidas, dedicados al mero parasitismo justificado por
pretensiones artísticas, por la enseñanza universitaria, el periodismo, el
trabajo en una biblioteca, en una oficina, en el negocio familiar, en el menudeo
o en la dirección de una empresa…
Viven una juventud rebelde casi
caricaturesca (¿cuál no lo es?), continúan apegados a los estimulantes y al
porro, siguen desplazándose en moto, mantienen la tradición del billar, y,
sobre todo, sustentan una clara conciencia de fracaso existencial. La repentina
fascinación de uno de estos personajes por una muchacha, obsesión que se
convierte en una forma de delirio, será el primer golpe que, cual carambola
inicial, pondrá en marcha el mecanismo de la mayor parte de las relaciones y de
las mudanzas dramáticas que se van a ir produciendo en la novela.
Los cuatro protagonistas de la
historia son los jugadores de billar que se reúnen en un antro decadente, el
Mercurio, para jugar: Álvaro Atienza,
torturado por su físico contrahecho; Floro
Santerbás, hombrón perezoso, bohemio y con ínfulas de escritor, Rodrigo de Almar, homosexual velado y en
búsqueda de su lugar en su familia y en el mundo; y el cuarto jugador
(el narrador), que se revela en
la tercera parte de la novela. De los cuatro, sólo dos son en realidad
señoritos, los otros dos pertenecen a la clase media; los cuatro andan por
la cuarentena, se conocen desde el colegio de curas y comparten parecidos
valores: son cínicos, apolíticos, liberales y cultos. Como las bolas del
billar, chocan interminablemente unos contra otros, impulsados por una fuerza
ajena, incapaces de escapar del tablero en el que están encerrados como una
maldición, condenados a carambolas perpetuas que no llevan a ningún lado ni
cambian nada.
El ardor que les impulsaba en su
época universitaria, cuando editaron la revista Poetas Salvajes (como se
autodenominaron), ha menguado de forma inevitable: ahora sobrellevan su hastío
y mitigan sus desgarraduras vitales a base de cocaína, alcohol y algún otro
estupefaciente. Se conforman con que el rancio entorno en el que permanecen,
aunque lo desprecien, estirando una rutina falta de perspectivas, dedicados a
la docencia universitaria o a vivir del negocio familiar.
Hay otros asiduos con un papel muy
relevante, como el periodista Manolo Cifuentes,
apodado cómicamente Arbeyo (guisante)
y su mujer, Carmina, ecologistas ambos;
Vicente el Ciclista y Mari la Gorda, pareja cuyo efímero
matrimonio desembocó en una amistad intermitente; Borja
Molina, Verónica Galindo, el tío Álvaro,
Mariví y tantos otros, episódicos,
que configuran un tapiz social que consta de tantos hilos que configuran una
historia hecha de muchas historias.
Todos y cada uno de los personajes,
desde los protagonistas a los secundarios, están tratados desde una aguda y
sincera comprensión de las flaquezas humanas. Sirva como ejemplo, el retrato de
Álvaro Atienza, grosero, emotivo,
perturbador y con muchas sutilezas hasta el final de la novela, donde se
descubre una faceta desconocida e imprevista. Quiebro que invita a reconsiderar
comportamientos anteriores (retorcidos o conmovedores), como el llanto en el
retrete de la facultad, la toma obsesiva de fotos furtivas a la alumna de su
amigo Rodrigo, o la repugnante ingesta del
bocadillo de hígado frío. Porque tal actitud reparadora de los personajes
conlleva siempre una relectura de su relación con los otros (e incluso, consigo
mismo) y, por tanto, de episodios pretéritos. Siguiendo con el personaje de Álvaro, dicho procedimiento otorga también un
sentido distinto al pasaje de la náusea que le provoca la confesión de su
padre.
PUNTILLISMO GENERACIONAL
La generación del desencanto
(colectivos que experimentan una sensación de decepción y frustración ante las
expectativas no cumplidas de la vida) ha sido profusamente narrada y analizada
en numerosas obras dedicadas a aquellos jóvenes que, en los últimos años del
franquismo, pasaron del entusiasmo revolucionario a un hedonismo sobrevenido
durante la transición. En esta novela esa cuestión es poco más que un telón de
fondo apenas insinuado: No puedo precisar si Franco ya se había muerto por
aquellos días, si estaba agonizante o si aún le faltaba algún tiempo para
morir. Nos daba igual. La lucha era otra, menos coyuntural, mucho más ambiciosa
y decisiva, pero no recuerdo cuál. La preocupación de Avello no fue la sociología (del tardofranquismo o
la transición), sino ilustrar un caso de ilusiones perdidas (que viene siendo narrado
desde que la burguesía consolidó su poder: Balzac, Flaubert y
compañía). La sempiterna historia del joven educado y de buena familia, que
renuncia a su inocencia en el arte, el amor o la política a cambio de un lugar
confortable en sociedad (o de una forma de rebeldía social: en la mujer, el
adulterio; en el hombre, la revolución).
Avello es capaz de exponer en una escena
los complejos de un personaje, como en la anécdota del malogrado salto de la
acequia por parte de Floro, por ejemplo.
Asumiendo que somos nuestros corajes y aprensiones y que lo que somos cuando el
mundo no nos provoca ni reclama, resulta de poco interés, pues solo cuando
acometemos o nos defendemos socialmente se pone de manifiesto nuestra
personalidad, plasma esos momentos capitales de forma selectiva y certera.
Avello se muestra escrupuloso con la
caracterización: se remonta hasta donde haga falta para explicar la conducta
obsesiva, repetitiva, de sus protagonistas, lo que les jodió la vida, a
veces literalmente: Los recuerdos, ¿son cosas vivas o muertas?, se
cuestiona el narrador para responderse: Tenía
la impresión de que alguien le forzaba a hacer algo que no quería hacer, y era
una impresión desagradable, llena de fatalidad, pues parecía negar la
posibilidad de todo cambio en la vida de un hombre, como si la experiencia y la
memoria misma no sirviesen para nada frente a las ciegas inclinaciones marcadas
en el carácter desde los momentos más tempranos, azarosos e involuntarios de la
infancia, como si alguien ajeno, y quizás malvado, le hubiera construido a uno
con materiales indelebles, pero defectuosos, imposibles de rectificar.
Destaca también el tratamiento de
algunas escenas eróticas que, en contraposición de las referentes al despiadado
y brutal tío Álvaro, involucran a personajes
de distinta clase social: ahí están los devaneos de Teresa
Atienza con el sirviente marroquí Tahar
o los desahogos de Floro con la pizpireta
dependienta de la zapatería familiar.
El final de los protagonistas es,
como la vida, agridulce: a los señoritos (Rodrigo
y Álvaro) se les auspicia un futuro
ingrato, aunque materialmente favorecido por la fortuna que sus familias
usurparon durante la guerra; mientras que el de los de clase media, en
concordancia con su origen, muestra un horizonte sin sobresaltos, con parejas
amables (casi maternales). Hasta en esto se trasluce el cariño del autor por
sus personajes y que tanto satisface (para qué negarlo) a los lectores: la vida
resulta ya bastante dura, como para recalcarlo en la ficción. En cualquier
caso, la parte final hasta llegar al simbólico cierre destila la tristeza de lo
familiar y prepara al lector para el estado de ausencia en que queda al
finalizar la novela y salir del mundo creado por un escritor magistral.
ESTILO DEPURADO
Todo es clásico y está bien hilado,
con sus saltos hacia atrás (analepsis) y hacia delante en el tiempo (prolepsis),
y su baile de personajes y tramas entrelazadas. El notable armazón constructivo
de Avello hace olvidar lo difícil que resulta
confeccionar un tapiz narrativo sin que se le noten las costuras. Su estructura
novelística, con sus golpes de efecto, sus coincidencias y sus maletines
reveladores, lo aguanta todo. Avello recurre
sin miedo a lo novelesco: las grandes historias necesitan de sus convenciones
para organizarse. Ahí está la novelesca (y artificial) clave homérica de Ulises, e incluso Proust recurre a lo
novelesco como en el episodio que detalla la acción de espiar tras de un
matorral una escena íntima descubierta por casualidad. El desafío estriba en
hacerlo bien y Avello lo borda.
Escrito con una prosa fluida,
musical, expansiva, divertida y muy adjetivada responde a esa necesidad e
intención de resultar agradable (como las obras de Mendoza, Landero
o García Márquez, por ejemplo), mediante una narración sin dificultades
y entretenida que complace con la palabra al lector.
Un aspecto circunstancial, pero a
tener muy en cuenta para juzgar la ambición de la obra, es el tiempo que Avello se tomó para publicarla: durante 17 años realizaría
una profunda búsqueda y una rigurosa revisión de sus postulados narrativos.
Desde su consistente y trabado planteamiento argumental, hasta su meticulosa
decantación estilística en un persistente proceso de reescritura. Su prosa deja
claro que no escatimó esfuerzos, volviendo una y otra vez sobre cada fragmento.
El resultado es una novela sin hilvanes, pues la diafanidad de su escritura y
un soterrado patrón preceptivo proporcionan a la composición unos contornos
imprecisos, así como una impresión de profundidad cercana, según la crítica, a
la técnica del sfumato de la pintura renacentista.
Avello construye capa a capa la sólida
estructura narrativa de su novela e ilustra con precisión el catálogo moral y
sentimental de ese periodo de nuestra historia, trazándolo con la certeza y la
destreza de geométricas tacadas de una mesa de billar, pues, ante todo, la
novela es un prodigio narrativo, donde apenas hay digresiones. Respondiendo al
título, el trazado simbólico del billar orienta el relato, de modo que se van
ejecutando las carambolas sucesivas que ya estaban contenidas en la
carambola presente, como apunta el narrador en una de sus esporádicas
especulaciones sobre el juego.
Sin embargo, pese a su apariencia
clásica y bien hilvanada, organizada y escrita con habilidad y esmero, no
muestra voluntad de estilo, ni cae en accesos líricos, ni exhibe una impostada
búsqueda de la frase admirable y enigmática. Como su admirado Flaubert, Avello persigue la transparencia del lenguaje
haciendo que la historia se cuente a sí misma de tal forma que deje de
apreciarse que la cuenta alguien. Para conseguirlo, el autor ha recurrido a una
escritura vigorosa que no elude la reflexión brillante (esa que parece obvia
cuando un gran escritor la enuncia). Relata sin adornos, pero no deja sin
explorar nada de ese fragmento de realidad que despliega, tal como revela el narrador innominado sobre su reconstrucción de
los hechos: una tarea probablemente innecesaria e inútil, que acomete de
forma pragmática porque el sentido actúa en nuestras vidas como un consuelo
para lo inevitable.
UNA CIERTA MIRADA
Para conseguirlo, utiliza multitud
de registros, incluido el humorístico tan patente en varios episodios del
personaje de Floro: su confesión con el padre Inchausti; la tarea de inventario (cómico
y erótico a un tiempo) con la gestante Dorita
en la zapatería de su madre; su fracasado intento de comprar condones...
En los capítulos finales, cuando el cuarto jugador, pese a su intención inicial
de pasar inadvertido, entra en escena, hablando de sus amores, la narración de
tono más o menos costumbrista y prosa directa se torna, sin perder en ningún
momento precisión, más lírica y sinuosa, más metafísica y divagatoria.
Pese a su extensión, no cae en el
exceso descriptivo salvaguardado por un estilo conciso y la economía verbal, evitando
la palabrería vacía. Concisión de la que son buena muestra algunas escenas: las
mencionadas de la tienda de zapatos, que abordan el sexo con gracia erótica y
sin caer en obviedades y tópicos; las violentas escenas con el indiano y su
hija (a las que dota así de mayor intensidad dramática); la historia entre la
muchacha que contempla el mar y el atleta corredor… En fin, todas las situaciones
extremas de la novela están resueltas con la misma voluntad de síntesis.
La habilidad de la novela no se
reduce a una cuestión de estilo, se extiende a la mirada (una observación de lo
más amplio): mirada sincrónica (eventos que ocurren simultáneamente o al mismo
tiempo) y diacrónica (eventos que ocurren a lo largo del tiempo), sociológica
(examen de varias capas de la sociedad) e histórica (revisión de nuestra
historia desde el pasado hasta el presente). Mirada que se plasma en una
narración intelectual, psicológica y crítica, de ritmo moroso, de personaje y
pasiones. Así como a una soberbia caracterización de unos personajes que nunca
llegan a remontar (todos perdedores a su manera) y que constituyen un
catálogo poco heroico y nada edificante. No en vano ha sido considerada la
heredera del siglo XXI del retrato social plasmado por Clarín en La Regenta.
INTERACCIÓN SOCIAL EN UNA CIUDAD DE PROVINCIAS
Queda claro que Jugadores de billar es una obra de personajes
y prosa, con diálogos realistas, con fragmentos de novela histórica, con
pasajes cercanos a la novela de suspense o gótica, con
otros de novela negra, aunque su fondo estético sea de un indudable
romanticismo. Pero, sobre todo, es una novela muy literaria sobre el alma
humana, producto acabado de un proyecto ambicioso en todos los aspectos:
estilo, estructura, escenario y personajes. Con elementos tan destacables como
esa voz narrativa articulada con precisión; ese lenguaje vivo y sugerente,
lleno de matices; y ese plano metafórico sobre la realidad que toda ficción que
merezca la pena ha de contener.
Esta novela, impregnada de
sentimentalidad, aborda la peripecia intersocial de una ciudad de provincias,
con familias pudientes que rivalizan entre ellas, pobres desgraciados que se
mezclan con la alta sociedad y amores imposibles mantenidos desde la infancia.
La trama, que se desarrolla en la
década de los noventa, donde la corrección política empezaba a fraguarse y la cocaína
aderezaba cualquier negocio, tiene sus raíces en la Guerra Civil para aclarar el
turbio origen de muchas grandes fortunas. Partiendo de esos mimbres, el
autor invita al lector a participar en la trama y a dilucidar sobre la dudosa
realidad sobre la que nos movemos.
La novela trata sobre todo del
corazón de la tristeza: sin duda, es una de las mejores novelas
contemporáneas sobre el alma humana, enraizada en la tradición de los grandes
nombres de la literatura universal. Partiendo de la circunstancia de estar todos
y cada uno de los amigos acabados, no deja de presentar un panorama humano y
social sombrío y bastante inclemente (con la descripción de diversos modos de
dominio), no deja de ser una celebración de la amistad. Pese a todos los
desacuerdos y disputas encendidas, con celos e historias amorosas con mujeres
que estuvieron emparejadas con uno primero y otro después, en la novela late,
con el estilo elíptico y elegante de Avello,
un elogio de la amistad y la camaradería.
Para, al final, plantear, como conclusión,
que la vida es un juego de carambolas, de suerte y destreza, en
que no se sabe dónde acaba una y dónde empieza otra.
OBRA EN BUSCA DE LECTOR
Con un protagonista jorobado y loco
de amor por una jovencita, versión ovetense de Quasimodo
o del Fantasma de la Ópera, Avello consigue perfilar espacios, retratar paisajes
y vislumbrar el fondo de los pasillos. Pincelada gótica que se refuerza en
algunas perversiones sexuales que aparecen en la trama, donde el sexo no
está casi nunca ausente, y muchas veces con una gracia e hilaridad magistrales.
Otro de los aciertos radica en la
fuerza simbólica que cobra, desde el comienzo, el juego del billar clásico en Jugadores de billar (que no podía titularse de
otra manera), erigido en metáfora de los lances y contiendas del tráfago
existencial y del cómo bregar (si se puede) con la suerte:
En el billar,
cada tirada es un polígono perfecto y a la vez una intención, un proyecto, el
alma de un hombre
(pág. 39);
[…] las bolas
están indeleblemente atadas a los hilos del ánimo y no se mueven respetando las
estrictas leyes de la dinámica, sino la secreta y variable geometría de las
pasiones: obedecen al miedo, a la ambición, a la racanería, a la libertad de
espíritu: las bolas son entes morales que premian y castigan las intenciones (pág. 87).
En este sentido, resulta
significativo que, en la última y más breve parte de la novela (Invierno. «Nieve sobre
la ciudad»), el narrador asevere
que la nueva generación del reservado del Mercurio juega muy mal, y, a su vez, Rodrigo inaugure ritualmente una sala de billar en
su mansarda.
Novela compleja, ambiciosa,
intensa, pulida, profunda, romanticona y festiva: tal vez la cumbre narrativa
de su generación. Avello la escribió
ajustando cada palabra, alejado de intereses pragmáticos y mediáticos, pues su
objetivo fue escribir una obra de arte que perdurase. Pero no la acompañó la
suerte: escribe una gran novela, pero no se lee, no se premia, no se traduce, no
se adapta…
Juan José Millás, tras leer el original presentado
al Premio Alfaguara, recomendó su publicación a la editorial, que finalmente vió
la luz en el año 2001. Pese a ser finalista del Premio Nacional de
Narrativa en el 2002, ganadora del Premio de Narrativa Gómez de la Serna el
mismo año y del de la Crítica de Asturias el 2001, la obra, no se sabe bien por
qué, fue inicialmente ignorada y arrinconada luego, pese a las críticas
elogiosas recibidas por parte de varios autores consagrados. Solo en 2018 la
editorial Trea, motivada por la insistencia de su viuda (Milagros Gonzalvo,
la mayor valedora de la obra de su marido; siempre vehemente e incansable)
junto a algunos conocidos y seguidores del escritor, la reeditó, aunque sin
mayor éxito de lectura. Hasta que recientemente, en junio de 2024 ha sido
reeditada por Alianza…
Así llegamos a la actualidad: Jugadores de billar, publicada hace casi de 25
años, sigue esperando a sus lectores.
