sábado, 11 de enero de 2025

AYER

 

«AYER»
Agota Kristof
(1995)


«–Porque al convertirte en un don nadie puedes hacerte escritor. Además, las cosas se presentaron así, y no de otra manera.»


PRIMEROS AÑOS

AYER (1995), el conciso título de la última novela de Agota Kristof (Csikvánd, Hungría, 1935 - Neuchâtel, Suiza, 2011) resulta, sin duda, apropiado y consecuente, pues simboliza sobriamente y en sintonía con el estilo de la autora el tremendo lastre que supone el pasado, tanto por las acciones propias como las de nuestro círculo inmediato. Un pasado que, para muchos desventurados como el protagonista, siempre resultará odioso e inclemente: un ayer que a acecha siempre, que sobrepasa con su sombría influencia los límites de tiempo y espacio.

Por eso, para una comprensión cabal de la novela parece oportuno comenzar revisando la vida de Agota Kristof (AK), dadas las resonancias que hay en ella de sus vivencias, sentimientos y filosofía vital (final incluido).

Nacida en Hungría el 30 de octubre (como Lucas su personaje en El gran cuaderno) de 1935, al inicio de la Segunda Guerra Mundial tiene cinco años. Su primera infancia marcada por el hambre y la pobreza se desarrolla en el pueblecito de Csikvánd. Su padre, el único maestro del pueblo, hasta que es llamado a filas, la solía castigar desde a leer desde el momento que aprendió a hacerlo con cuatro años. Con nueve, un año antes de que finalice la Guerra, su familia se traslada a Köszeg, ciudad cuyo nombre comienza con la misma letra que la ciudad de K. de la Trilogía de los gemelos. En la escuela empieza a ganarse unas monedas organizando representaciones de pequeñas piezas que escribe, en las que se imita a los profesores, con gran éxito de público. A los catorce ingresa en un internado (mitad convento, mitad cuartel) en Szombathely, muy cerca de la frontera austro-húngara: separada de sus padres y hermanos, en ese internado de esa ciudad desconocida, para soportar la separación se refugia en la escritura. Aquí decide repetir el experimento teatral: por las noches, su compañía actúa de dormitorio en dormitorio. Mientras las actrices recogen monedas y comestibles, su recompensa será hacer reír.

Aunque AK es buena alumna y destaca especialmente en matemáticas, a los dieciocho abandona los estudios para casarse con su profesor de historia. Pronto se ve precisada, por falta de recursos y formación, a trabajar en una fábrica textil; hasta que, en 1956, con veintiún años, atraviesa ilegalmente la frontera. Pocos meses antes su marido había venido participando en la rebelión contra la imposición del régimen soviético. Cuando la revuelta fue sofocada no les quedó otra opción que escapar: una noche, con su marido y su hija de cuatro meses, atraviesa a pie la frontera entre Hungría y Austria, con solo dos bolsas: una con biberones, pañales y algo de ropa para el bebé, y otra con varios diccionarios de alemán, pensando que se instalarán en Austria. Al otro lado del telón de acero quedan su familia, sus primeros textos, sobre todo poemas, y el diario donde escribe sus desgracias en secreto.

Acogidos en un primer momento en un centro de refugiados de Viena y luego en Lausana (donde los empresarios industriales buscaban mano de obra barata) la familia será finalmente enviada a Valangin, cerca de Neuchâtel, en Suiza.

EXILIO Y ESCRITURA

Cuando llegan a Suiza sintiéndose libres al fin, descubren que, en realidad, comienzan una vida profundamente diferente de la que habían llevado en Budapest y con la que no se sienten identificados. AK vuelve al mundo fabril: trabajará en cadena durante diez horas al día en una fábrica de relojes situada en la pequeña localidad de Fontainemelon. Sus compañeras intentaban ser amables, le sonreían y le hablaban en francés, pero ella no entendía una palabra. Se levantaba a las cinco y media de la mañana, dejaba a su hija en la guardería, fichaba su tarjeta a las siete y durante diez horas, bajo el ruido atronador de las máquinas, hacía movimientos mecánicos, volvía a fichar, buscaba a la bebé, la acostaba, arreglaba la casa, lavaba los platos y, solo entonces, se sentaba con a escribir en su libreta poemas en húngaro. La monótona cadencia de las máquinas la ayuda a encontrar el ritmo para los versos que componía mentalmente. La escritora se refiere a esa etapa como un desierto social y cultural, caracterizado por largas y desoladas jornadas laborales para ganar un sueldo mísero y marcado por el silencio, el aislamiento y la soledad. Durante los dos primeros años de su exilio algunos compatriotas no lo resisten y se suicidan. Paradójicamente esa rutina, en contra de lo esperable, fue lo que llevaría a AK a escribir.

Aunque su poesía se publicada en una prestigiosa revista dirigida por un grupo de disidentes húngaros, pronto renuncia al húngaro y a la poesía como medios de expresión literaria. De este modo, se convirtió en inmigrante y aprendió a contar con una precisión envidiable la sensación exacta de estar tan sola, aislada y ajena al mundo en el que tenía la sensación de flotar, sin estar dentro. Con veintiséis años deja de trabajar para dedicarse a su familia y, tras seguir unos cursos de francés, comienza a escribir teatro en esa lengua: será un ejercicio lúdico que le permite familiarizarse con el idioma: resultaba más sencillo: los diálogos eran similares a lo que oía a mi alrededor. No tenía que hacer descripciones: solo había que incluir un nombre antes de la intervención de cada personaje. […] Cuando empecé a escribir El gran cuaderno era como si escribiera escenas de teatro.

Escribir en francés, un idioma impuesto (por el destino, la suerte y las circunstancias) constituiría otra forma de exilio. Esa lengua extranjera (ella la calificaría como enemiga) le va a servir, sin embargo, para eludir sentimentalismos idiomáticos y afinar su escritura, buscando lo esencial, la palabra apropiada. Escribe a mano, sin preocuparse de la ortografía, sobre la marcha y sobre cualquier superficie: facturas, trozos de cartón, reverso de las cartas recibidas, hojas de papel… y también en cuadernos. Solo cuando juzga que tiene material suficiente, utiliza su máquina de escribir para organizar y depurar los textos.

Desde 1972 se dedica a escribir teatro (prácticamente una obra al año). Sin embargo, sus manuscritos se marchitan sobre una estantería. Afortunadamente, alguien le recomienda que los envíe a la radio. Entre 1978 y 1983 la Radio Suiza Francófona estrena cinco obras (leídas por actores profesionales). Obras firmadas con seudónimo, Zaïk (apellido de su abuela materna, de origen checo), para evitar la frecuente asociación de su nombre con el de Agatha Christie. Así, firmará unas veces, otras como Zaïk Kristof, e incluso como Kristof Zaïk. Hasta El gran cuaderno no firmará con su nombre. Durante años sus obras de teatro se representaron en cafés suizos sin que ella le contara a nadie que en realidad estaba escribiendo poesía. Así que probablemente, entre lo que AK hacía y lo que decía que hacía, existía el mismo abismo de ambigüedad y certeza en el que se mueven sus personajes.

AK ya había comenzado a escribir Claus y Lucas (El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira) en 1986, cuando había abandonado el húngaro y escribía sólo en francés. Escribir esa trilogía le llevó seis años, durante los cuales su intención era convertirse en escritora (deseo que había tenido desde los doce años); y escribirá una última novela, Ayer (1996), y un relato autobiográfico, La analfabeta (2004), recopilación de narraciones autobiográficas que publica porque necesitaba dinero (para luego arrepentirse de haberlo hecho) que constituyen un relato esencial de su vida (contada como si careciera de interés) en forma de autobiografía mínima resumida en quince bloques meticulosos y perturbadores. Después AK dejará de escribir, vivirá en un piso anodino de una ciudad anodina, verá la televisión todo el día y dejará de sentir curiosidad literaria alguna (pues, según decía, se le agotó).

AMOR IMPOSIBLE Y ESCRITURA

Ayer es su novela más autobiográfica, pues es evidente que la vida vivida por AK se plasma en esta poética obra, donde en cada personaje hay algo de ella, aunque en ninguno se personifique completamente. Se percibe, sobre todo, en el protagonista, Sándor Lester: exiliado, componiendo poemas en su mente mientras trabaja, siendo testigo de la penuria, desesperanza y suicidio de sus compatriotas exilados. Pero del mismo modo, AK está en esa Line (hija de maestro) que acompañada de su marido Koloman y de su hija de meses ha abandonado su país y está viviendo en el extranjero, escuchando una lengua que no comprende y trabajando en una fábrica de relojes que detesta en lo más profundo de su ser; una mujer a la que sólo la imaginación, sus ilusiones y alguna fugaz aventura amorosa (como la que mantiene con Sándor) sostienen.

No es casual que el comienzo de Ayer sea un delirio: Sándor encuentra al tigre (en La prueba hay otro sueño con un tigre), que le pide que toque el piano. Sándor, que no sabe tocar, ejecuta una música estrepitosa que hace caer pájaros muertos. La siguiente visión, significativamente, le trae la imagen de Line (su mujer ideal), recuerdo de una compañera de la escuela de su infancia. A partir de ahí, fragmentada por recuerdos, y no siempre lineal, se desarrolla la historia del protagonista y narrador.

Como suele ocurrir en las novelas de AK, la confusión sobre el nombre o la procedencia de los personajes forma parte del nudo de la trama. Tobías Orvat vive en un pequeño pueblo con su madre, Esther, que subsiste practicando la mendicidad y la prostitución: sus primeros años, pues, vendrán marcados por la marginación y el maltrato. En la escuela conoce a Caroline, la hija del maestro, una niña feucha y creída que se muestra afable y compasiva con Tobías por sugerencia de su padre. Tobías intenta evadirse de la realidad soñando un futuro prometedor, en el que se convertirá en un escritor de éxito y donde va a encontrar a una mujer llamada Line.

Cuando las cosas no salen como había imaginado, para escapar de su sórdida existencia deja su país (ese lugar, que no nombra) para vivir exiliado, bajo el nombre de Sándor Lester, en una indeterminada y fría ciudad, donde trabajará en una planta de fabricación de relojes, efectuando tareas rutinarias y repetitivas durante ocho horas diarias para obtener un salario que apenas le permite comer y dormir, para al día siguiente levantarse y poder acudir de nuevo a la tediosa tarea a la que prácticamente se reduce su vida (aunque todos le dicen que ha de agradecer tener un empleo). Mantiene una gélida relación sin compromiso afectivo alguno con otra solitaria y desgraciada criatura, Yolande. Lleva, en suma, una existencia desolada, mísera y triste, en la que únicamente la escritura de unas raras historias y su esperanza de convertirse en escritor le mantienen cuerdo. Su vida sólo la justifica Line (el Amor), ser idealizado que ha convertido en la mujer de sus sueños.

Convive con algunos refugiados de su país cuyas vidas se caracterizan por la desesperanza. En ocasiones le llaman del juzgado para hacer de traductor de sus compatriotas, mediante lo cual recupera su lengua materna y escucha las desgracias ajenas. Desgracias que solo anota, sin mayor repercusión, incapaz de sentir, como si su sensibilidad estuviera entumecida. Incluso cuando, a veces, finalizan en suicidio. Así, cuando un camarero le señala que en su comunidad acrecen los entierros, Sándor le contesta: «cada uno se divierte como puede».

Interiormente desgarrado, actúa como un individuo pasivo, indiferente a todo, sin deseos y sin criterios, aunque proclive a la crueldad con los demás y al llanto. Tras años de trabajo rutinario y alienante, se ha transformado en un nihilista hastiado (más radical incluso que el protagonista de El extranjero de Camus) que únicamente sueña con el encuentro con su mujer ideal, cuyo sorpresivo advenimiento real retraerá detalles de su horrible infancia que resultarán decisivos (e inexorables) en el desarrollo final de la historia.

En efecto, un día, cuando está a punto de derrumbarse, el azar, el tiempo, la vida, determinan que, quince años después de abandonar su país, vuelva a ver a su amiga de escuela; Caroline (para él, Line) reaparece en su vida e inician una peculiar relación que abre una puerta a la esperanza, sintiendo, por primera vez, que su sueño puede ser posible. Pero una cosa es la idea y otra muy distinta su plasmación real: la Line real remite a Sándor al pasado en Hungría y a su vida actual. Cuando, por fin, su ideal amoroso se corporeiza y parece que todo puede cambiar, se hace evidente, pese a la obstinación de Sándor, que se trata de un amor imposible: Line está casada y es madre de una niña pequeña, no planea quedarse más que por un tiempo… predisponen el final del idilio, que, si bien no resulta trágico, resulta desesperanzador. Un segundo final (apenas un párrafo) ofrece un guiño conclusivo (otro): el protagonista se casa, tiene hijos y deja de escribir (tal cual AK hizo al final de su vida).

ATORMENTADO MINIMALISMO

Si limitásemos el estilo de AK a una palabra, sería sin duda concisión. Frases cortas y directas, escasas descripciones y diálogos prácticamente telegrafiados caracterizan una prosa elemental, fría, despersonalizada y, en ocasiones, poética. Quizá escribir en francés condicionara esa forma tan seca de expresarse, la condensación de sus frases, haciendo de un (presunto) defecto, virtud: su conocimiento analfabeto del francés la habría empujado a un preciso minimalismo que siempre ajustaba al eje concreto de sus historias de orfandades. Sin embargo, de lo que no cabe duda, es que su estilo empieza a fraguarse en su teatro, donde el minimalismo de su palabra se deja ver incluso en los decorados que, al igual que las referencias espaciales y temporales, se reducen al mínimo. Evita las referencias que puedan distraer al espectador-lector, situarle en un contexto determinado: todo es superfluo frente a la palabra, principal medio de transmisión. En Ayer tampoco se dan nombres de países, aunque los escenarios (con una indefinida guerra de fondo) alcanzan una configuración real, reconocible en el este y centro europeos (con su frío grisáceo, pluvioso, brumoso), que también representan un mundo interior, un estado de ánimo universal de la condición humana provocado, por las condiciones sociales y políticas, e igualmente por el desesperanzado destino humano.

Sea como fuere, ese atormentado minimalismo, la cohesión entre su estilo y su contenido, entre su procedimiento narrativo y su argumento, entre su desconsolada visión de la existencia, de la sociedad y el ser humano y la gelidez estilizada y directa de la historia se ajusta perfectamente con las grises vidas de sus personajes.

Su escritura impresiona por la combinación de dureza y aliento poético que genera una atmósfera abrumadora y opresiva que logra transmitir la rigurosidad y el desamparo de las vidas que retrata. Bajo una constante apariencia de realismo, mezcla drama, esperanza, ilusión y algún texto que refleja la (torturada) mente del protagonista. A base de distancia emocional y algunas circunstancias autobiográficas consigue ese mundo oscuro que caracterizan sus novelas; aunque en esta, su escritura resulte más lírica, mágica y por momentos onírica: se puede decir que aquí despliega una prosa casi hipnótica, trufada de párrafos de una poesía casi nihilista. Sin duda alguna de su prosa trasciende una innegable belleza poética: escritura desnuda, esencial, que elimina todo lo superfluo quedándose, como la poesía, con lo mínimo, lo imprescindible. Este procedimiento de decantación, de depuración, da como resultado momentos de inigualable altura (págs. 23, 34, 62, 64, entre otros): «El tiempo se desgarra. ¿Dónde encontrar los descampados de la infancia? ¿Los soles elípticos paralizados en el espacio negro? ¿Dónde encontrar el camino volcado hacia el vacío? Las estaciones han perdido su significado. Mañana, ayer, ¿qué significan esas palabras? Sólo existe el presente» (pág. 88)

Igualmente está construida con calculada y eficaz coherencia. Se estructura en siete capítulos breves; fragmentados, a su vez, en pequeñas escenas o impresiones, descripciones del paisaje y de la acción, introspecciones, soliloquios…, escritos mediante párrafos, frases y diálogos igualmente cortos. Hay dos narraciones en cada uno de esos siete capítulos. La primera, que constituye la primera parte de cada uno de los siete capítulos y discurre en el terreno de la ensoñación, la imaginación, la irracionalidad está cargada de símbolos. En ella aparecen animales y elementos simbólicos que participan en términos de igualdad con los seres humanos: el tigre, el pájaro muerto, la lluvia, el viento, la luna...En general son símbolos de naturaleza que cobran valor y sentido dentro del onirismo que enmarca esos primeros apartados de cada capítulo. Epígrafes que tienen mucho de irracional: ocurren siempre bajo una lluvia insistente que empapa y diluye todo. Tiene, como en los sueños, un valor simbólico, cuando no ilógico o absurdo (puro surrealismo); cercano y constitutivo del tono poético que tiene el relato está todo el simbolismo que contiene. De ellos el de la luna recuerda a Federico García Lorca: Estaban durmiendo. Él encima de ella. La luna los iluminaba a través de la ventana. Había luna llena. Una luna inmensa (pág. 20). En cierto sentido hay una contraposición entre este mundo imaginativo, onírico, de pesadilla, representado en estos animales y elementos de la naturaleza, tétrico, pero libre y auténtico; y la ciudad falaz y artificial que todo lo falsea Vete a la ciudad. Allí todavía hay luz. Una luz que hará palidecer tu rostro, una luz que se parece a la muerte. Vete allá adonde la gente es feliz porque no conoce el amor (pág. 76).

Mediante la narración en primera persona (el protagonista es el narrador de la historia,), AK escribe de manera directa y lacónica, ateniéndose a una precisión informativa seca y milimétrica, aunque cargada (y provocadora) de una enorme desazón, con golpes crueles y abruptos (con el crimen, la pulsión suicida y la muerte latentes), y con un lenguaje que, de una manera magistralmente integrada, es capaz de crear imágenes y de entroncar con lo onírico, lo poético y lo metafórico, sin descuidar, junto a su metafísica existencialista, una manifiesta intención social y política. Comienza la acción de la novela con una caída en el barro, una muerte aparente que lleva al protagonista al hospital. Allí se repone durante unos días y en ese tiempo en su mente hay sueños, imágenes, y recuerdos, sobre todo recuerdos. En el fondo la novela es un inmenso ejercicio de memoria (flash back) que viene a mostrar por qué Sandor Lester ha llegado a la situación en que se haya. El Amor tiene buena parte de culpa de lo que le sucede, pues al tener un concepto tan alto del mismo, resulta imposible encontrarlo en la realidad; pese a lo cual, la ilusionada espera (de que llegue) le permite sobrellevar la existencia.

DEL AMOR Y EL DESARRAIGO

Ayer es, sobre todo, una historia de amor y desarraigo. La historia de un amor imposible basado en la idealización del esperado ser amado (Line); la historia de un amor conformista, el de la aceptación, a falta de alcanzar el ideal, del que está disponible (Yolande); la historia de esos amores fugaces (Eve, Vera) que, por diversos motivos, no acaban de cuajar en la vida. El desarraigo se muestra, como en el resto de sus novelas (en especial en la trilogía Claus y Lucas) a través de la dureza en las relaciones, la falta de sentimientos, el egoísmo, la pobreza y el clasismo. AK no engaña, ni exagera, sencillamente expone.

No obstante, junto a lo exactamente autobiográfico en Ayer aparecen muchos otros asuntos o episodios que sin duda la autora ha podido (aunque no necesariamente). vivir o sufrir Uno sería el de la función de la mujer en el mundo. Los múltiples personajes femeninos del relato (Esther, Eve, Kati, Vera, Yolande, Line...) representan un papel o simboliza una función: Esther, la sumisión (al hombre) y el amor materno; Eve, la concupiscencia utilitaria del sexo; Vera, la ilusión; Line, el pragmatismo egoísta; Yolande, la mujer que se escoge y se usa (pág. 29) a falta de otra mejor, para satisfacer las necesidades de sexo y comida. Todas (como sus maridos, amigos o amantes) están en un mundo adverso, son refugiados y por consiguiente en inferioridad de condiciones. Pero ellas soportan una doble o triple inferioridad, pues al salir del trabajo han de preparar la comida para el marido y atender a sus hijos.

Otro tema que aparece en la novela es la falsedad, la mentira. Está en todas partes: en el emigrante que cuando vuelve de vacaciones a su país simula ante los suyos que todo le va divinamente cuando apenas si tiene un trozo de pan que llevarse a la boca (es el caso de Jean), o el refugiado político que en contra de lo que predica no desea para nada retornar a su país (caso de Sándor Lester; y que lo fue también de AK), o la mentira del amor en que vive Yolande respecto a Sándor.

Pero sin duda un tema esencial es el nihilismo, la nada que significa la existencia, el para qué vivimos. El protagonista recuerda, como se ha apuntado, en varios momentos y aspectos a Meursault (El extranjero de Albert Camus) que se muestra indiferente a la realidad por resultarle absurda e inabordable: Pensaba que la vida no podía ser sino lo que era, es decir, nada (pág. 22). Así, por ejemplo, a Sándor le da lo mismo llegar a la fama, triunfar en el mundo literario, todo lo contrario que a Caroline, que busca ser alguien en la vida, destacar. Sólo la idealización de Line y el recuerdo del ayer le sirve para sobrellevar la existencia. Y lo logra a través de la escritura, plasmando en textos sus ensoñaciones, sus imaginaciones y sus deseos irrealizables.

En este sentido, reseñar la aparición de algunos momentos de reflexión literaria, donde la metaliteratura se engarza magistralmente con la historia. Así, Line le dice a Sándor que para ser un buen escritor hay que tener una gran cultura. Es preciso haber leído mucho y escrito mucho (pág. 82). Precisamente, lo que deja traslucir la escritora en la novela. A las resonancias del Meursault de Camus ya comentadas, se une la de Lázaro de Tormes niño, cuando el pequeño Tobías Horvath ante el trasiego de hombres que había de continuo en su casa comenta para sí: El pueblo estaba lleno de gente muy buena. Campesinos e hijos de campesinos venían siempre a nuestra casa y nos traían algo de comer (pág. 18). Asimismo, en cuanto a sugerencias literarias clásicas está el intransigente sentido del decoro (puro patrón costumbrista) que muestra Line cuando rechaza las proposiciones de compromiso amoroso de Sandor: A tu madre la dejaron unos gitanos en la aldea. Unos ladrones, unos mendigos. Yo tengo unos padres honrados, cultivados, de buena familia (pág. 61), para dejarle claro que su amor es imposible porque pertenecen a distinta clase (los oprimidos también hacen irracionales distinciones entre ellos), pues para ella, con una visión nihilista y existencial de la vida, el tiempo es un continuo: solo hay presente, el ayer es lo vivido, que, por vivido, nos constituye. ¿Mañana, ayer, qué quieren decir esas palabras? No existe sino el presente. Unas veces, nieva. Otras, llueve. Luego hay sol, viento. Todo eso es ahora.

«—No tendré una gran cultura, pero he leído mucho y escrito mucho. Para ser escritor, sólo hace falta escribir. Por supuesto, suele ocurrir que no se tenga nada que decir. Y a veces, incluso cuando se tiene algo que decir, uno no sabe cómo decirlo.»

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